No me digan “Doctora”
Malva Flores
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Desde niña aprendí a distinguir a los médicos de los doctores pues vivía entre los segundos, todos ellos físicos, y fue así como inició ese conocimiento que, muchos años después, me depararía algunos instantes de humillación y un no sé qué de rebeldía que nada bueno ha traído a mi vida. Viví como una persona normal —si es que se puede serlo— hasta el momento en que debí enfrentar al mercado de trabajo. Lo hice en una pequeña empresa, llamada Andrómeda, que se dedicaba a vender libros a los doctores. Yo era la recepcionista y ahí pasé las tardes de mi dorada juventud, en la calle de Jalapa, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Recuerdo que con mi primer sueldo le compré a mi mamá unos chocolates que se llamaban Lenguas de gato. Por la mañana iba a la Facultad de Filosofía y Letras (de la UNAM, se entiende) y antes de la comida —pues debía tomar los alimentos en el comedor de la oficina— me bajaba en el metro Insurgentes e iba caminando por las entonces hermosas calles de la colonia Roma, antes de que fuera el terremoto. Mi trabajo consistía, como el de cualquier recepcionista, en tomar las llamadas de quienes hablaban a la empresa y comunicar a las personas con un Dr. Farés —mi jefe— quien me hizo la primera advertencia: “a quien llame debes decirle doctor o doctora, antes de su apellido”. Debí escribirlo con mayúscula, considerando el énfasis que el Dr. Farés puso en su recomendación. Esa advertencia me molestó. A varios de esos doctores yo los conocía y me parecía ridículo decirles así, pero lo hice porque el trabajo es el trabajo.
Un año después, harta de viajar por las noches en el metro cargadísimo, cambié de empleo y me fui a trabajar —gracias a los empeños de mi padre—, a la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Enseñanza Superior). Ahí sí que pululaban los doctores. Trabajé con un alma bondadosa, aunque un poco enojona: la señora Alicia Castro de Salmerón, esposa del Dr. Fernando Salmerón (y ahora caigo en la cuenta de que no nos referíamos a ella como Doctora). La señora Salmerón (así se presentaba ella, no me tachen de machista) me toleraba —no hay otra palabra para expresarlo— pese a que yo vivía quejándome de todo y fue ella quien me dijo que yo olvidaba las cosas por “coqueta”, palabra que ya no se usa y que a mí me dejó anonadada porque, en verdad, todo se me olvidaba y se me olvida. Imagino que a mi pobre padre —que murió loco y recordando ya muy pocas cosas salvo el nombre de su madre, de mis hermanas, de Dios y el mío—, le habrá pasado igual cuando era joven, aunque yo no ando por el mundo diciendo que soy atea y él nunca se consideró “coqueto”.
Mi trabajo consistía en hacer cien resúmenes al mes de artículos de pedagogía. Fue una de las labores más espantosas que he realizado —y he sido hasta repartidora de despensas—, pero todo tiene un beneficio: aprendí a encontrar rápidamente lo esencial en esos textos infernales, generalmente estúpidos y escritos con una jerga atroz, lo que me ha servido en momentos difíciles de mi vida laboral, pero también de mi vida a secas: más que por el roce con la literatura, fue el contacto con esas precarias, indigentes, pero pretenciosas redacciones lo que me enseñó a admirar la belleza de la escritura por sobre todas las cosas.
Después del terremoto, salí de ahí gracias a que pude encontrar un trabajo en la UNAM —mi alma mater y la razón de mi existencia durante muchísimos años—. Llegué a él para iniciar los trabajos de un Centro de Documentación, junto con Laura Hernández Sadurní, quien me encontró en la ANUIES y me invitó a trabajar con ella. Mi “dependencia” se llamaba Dirección de Asuntos del Personal Académico, cuyo primer director fue Alejandro Rossi, según me enteré al editar su diario. Debí decir el Dr. Alejandro Rossi, porque en la DGAPA (por sus siglas) recibí el baño de realidad académica más eficiente del mundo: un despellejapollos muy doloroso e indigno, creí entonces, mientras trataba de complacer a los doctores, porque esa dependencia tenía —y creo que aún tiene— la obligación de cumplir innumerables deseos de la planta académica (es decir, profesores e investigadores, porque los técnicos académicos en ese entonces no eran muy bien vistos que digamos). Yo era técnico administrativo. “Magínense”, como se dice ahora.
Mi carrera en la burocracia universitaria continuó cuando me cambiaron de departamento y llegué a la subdirección de Becas y Estímulos. No haré el cuento largo. Trabajaba entre 8 y 11 horas diarias en la oficina, porque —según me dijo, cuando me quejé, una muy indignada subdirectora— el único artículo donde aparecía el personal de confianza en la Ley Orgánica (quizá recuerdo mal el “ordenamiento”, disculpen), era uno que decía: “El personal de confianza debe estar en el momento y el lugar donde se le requiera.”
“Doctor esto”, “Doctor el otro”, “Doctorcito”, “Doctorcita”, “por el amor de dios, en qué le ayudo, cómo puedo complacerlo…” Eso pensaba cada noche antes de dormir, con el cerebro completamente atiborrado de doctores. Tengo recuerdos simpáticos, no puedo negarlo. Mi carrera había despegado de tal modo que me encargaron ser edecán para los trabajos relativos a los Premios Universidad Nacional y para la ceremonia de su entrega. Ese año ganó Rubén Bonifaz Nuño, con quien yo cenaba desde hacía más de un año cada jueves (perdón si equivoco el día) en un restaurante que se llamaba La Lechuza, junto con muchos de sus admiradores que —ignoro la razón, pues no fue exactamente mi embeleso por el vate— me invitaron a esa tertulia. Para entonces yo ya era licenciada: la Licenciada Flores, como me decían en la DGAPA. Pues la Licenciada Flores tuvo el honor de estar como edecán en la recepción y vio llegar —lo juro, aunque mi memoria a veces me traiciona— a María Félix, amiga del Dr. Bonifaz, en helicóptero y estacionarse en Las Islas, a donde el Dr. Sarukhán fue a recibirla —con un alboroto del aire y del sonido tan grande que descompuso el peinado del señor rector—. (Recuerdo que, entonces, y cuando ocurrían ciertas particularidades del discurso que ahora se me escapan, debíamos referirnos al rector —no ése, cualquiera, pues estuve muchos años en la DGAPA y pasé muchas horas redactando discursos para Rectoría— con la frase: “en la persona del señor rector”, y yo me imaginaba que era la santísima trinidad).
En aquella ocasión y aunque tuve el honor de ser distinguida con estar en la mera puerta del auditorio, me dio tanta risa el espectáculo del helicóptero que me enviaron adentro para que no fuera yo a importunar a las visitas con el sofoco de mis carcajadas. Y ahí estaba. Al pie de la escalera por donde el Dr. Bonifaz debía subir. La instrucción fue muy clara: “Cuida que el Dr. Bonifaz no se caiga por las escaleras. Ayúdalo a subirlas”. Y allá fui. Por supuesto, el Dr. Bonifaz me ignoró, se negó ostentosa y enfáticamente a que lo ayudara y subió sin percances a recibir su premio.
Un año más tarde, mi carrera alcanzaría una cúspide y me hicieron Jefa del Departamento de Premios y Estímulos. Lo recuerdo con un sabor agridulce pues una de mis primeras “encomiendas” fue organizar la siguiente Entrega de los Premios Universidad Nacional (disculpen tantas mayúsculas. En la burocracia universitaria eran Obligatorias). Ahora me tocaba comandar a los edecanes (edecanas y edecanos, ya no sé cómo debo decirles). Los edecanes debían cargar todos los Documentos Probatorios de los Doctores Aspirantes y llevarlos a los distintos cubículos o salones —no recuerdo bien— donde deliberaba el jurado. El desfile de las hormigas que apenas si podían con su carga era un espectáculo pasmoso, pensaba, ahora que no era yo misma quien debía transportar aquellas cajas pesadísimas. Entonces un doctor —un muy querido doctor de quien no diré su nombre porque lo quise mucho— se indignó porque la edecán que le correspondía no iba lo suficientemente rápido y la maltrató verbalmente frente a todos. “Sí, Doctor. Perdone, Doctor”, dijo mi compañera. Al día siguiente era la deliberación final. Entré al sitio donde se llevaría a cabo la reunión del área en la que el querido doctor prácticamente presidía el jurado y escribí en el pizarrón: “Lo cortés no quita lo inteligente”. Lo hice temblando y ya me imaginaba sin trabajo, cuando el doctor en cuestión entró en el recinto, vio el pizarrón, volteó a mirarme y hasta entonces me reconoció pues muchos domingos comía en la casa de mi padre, pero cuando te vistes de edecán o de Licenciada, eres indistinguible. “Discúlpame, hijita”, me dijo y borró el comentario.
Lo peor llegó cuando tuve a mi cargo la primera entrega de los estímulos académicos (PEPRAC, creo que se llamó en su primera emisión). En el pequeño espacio de mi cubículo entraron cerca de 10 profesores de la Facultad de Ciencias. Furiosos. A una de ellas la reconocí: había sido miembro del CEU y junto con sus compañeros, todos ellos doctores, me insultaron durante más de una hora porque no aceptaban la forma en que se había llevado a cabo la evaluación (de la que yo no era responsable). “Lo siento, Doctora; le ofrezco una disculpa, Doctor”, eran mis palabras mecánicas, repetidas mil veces.
Muchos otros desencuentros con los doctores me hicieron comprender que mis días estaban contados en ese sitio y así fue. Recuerdo que lo último que hice fue apelar a la ascendencia puma, infalible, pensaba yo. En mi encuentro final con la directora, doctora en no sé qué, le dije que yo no era una universitaria de primera generación (como ella, aunque eso no se lo dije, pero no se chupaba el dedo y ese sí que fue mi gran error). Que mis abuelos, mis padres y yo misma habíamos estudiado en la UNAM. Pero yo no era más que una licenciada y de nada sirvió. Fui exhortada a renunciar a mi casa después de 15 años de servicio.
Años más tarde obtuve el doctorado. Prácticamente me obligaron a hacerlo cuando en este país se decidió que si uno no tenía ese papelito dorado, no era nada, aunque supiera más que muchos doctores juntos. En el transcurso de mi doctorado yo discutía todo, pero un querido amigo, también doctor, me dijo: “Ahora no digas nada, quédate callada. Espérate a ser doctora y entonces sí puedes decirles lo que quieras”.
Desafortunadamente, no pude callarme y —salvo que las circunstancias burocráticas me obliguen— procuro jamás poner el “Dra.” antes de mi nombre. Preferiría, por supuesto, que nunca me llamaran así. Mi nombre es Malva.
Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. En 2022 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes. Colabora en Letras Libres y es columnista de Literal Magazine. Twitter: @malvafg
Posted: September 2, 2024 at 7:43 pm