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No tiene fin el sonido de la vida
COLUMN/COLUMNA

No tiene fin el sonido de la vida

Gisela Kozak

No tiene fin el sonido de la vida
del hombre que vive en la tierra
las audiciones radiales sin fin
las transmisiones de tv sin fin
No tienen fin
los rollos de papel en la rotativas
el fluir de las palabras y las imágenes
en las cintas de las máquinas de escribir

Lawrence Ferlinghetti

Entre mis vecinos del edificio donde vivo solo mi apartamento mantiene las ventanas y las cortinas abiertas durante el día pues necesito un fragmento de cielo mientras escribo. Mi intimidad de escritora se reduce al silencio y si mi vecino adolescente me observa detrás de sus cortinas corridas no violenta ningún secreto. Debe ser bastante monótona, si es que le ha prestado alguna atención, la imagen de una mujer madura que se pasa buena parte del día frente a un pequeño escritorio y una laptop. Es un adolescente gracioso que imita con fina y burlesca afinación las voces de los cantantes que escucha a volumen muy sensato y, desde luego, hace lo mismo con la música con que los vecinos tratan de animar el obligado encierro. Su modo de hablar, que no su figura siempre oculta a mi vista, me revela su probable edad. Su familia combina temporadas en el apartamento con temporadas en otro lugar; me doy cuenta de cuándo regresa al oír su voz, poco discreta en comparación con las de mis otros vecinos. Suele hacer divertidos comentarios sobre la infinita cantidad de tarea que por lo visto tiene que enfrentar a raíz de la cuarentena:

—Ojalá a los maestros le lleguen tareas con virus y les explote la computadora —comentó hace un rato y lanzó un largo silbido que no convenció a la madre ni la conmovió en su firme petición disciplinaria.

Quejumbroso le indicó que quería una torta de jamón, lo cual me recordó al hijo de mi sobrina, Alejandro, contemporáneo del vecino. Admirador de El Chavo del 8 pensaba hace unos años que existía un dulce al que se le agregaba el embutido pues torta en Venezuela significa pastel. Le he contado a mi sobrino sobre las infinitas combinaciones de las tortas mexicanas, en especial sobre mi favorita, una bomba atómica gastronómica llamada “torta cubana”: milanesa, pierna de cerdo, queso Oaxaca, jamón, queso amarillo, frijol, aguacate, cebolla, jitomate, chile chipotle. La torta cubana me lleva a un pequeño local cercano a la nostálgica plaza Hidalgo en Coyoacán, aledaña al templo de San Juan Bautista. Comí por primera vez la torta con la música de algún rockero armado con su guitarra que cantaba en la calle por unas monedas. El jovencito del frente algunas veces oye rock, inclinación impropia de su edad pero seña de su buen gusto, y canturrea como siempre paródica y afinadamente. Oye “Hotel California”, de Eagles, en este momento; otras veces alguna canción de la estupenda Natalia Lafourcade. Ya los “centennials” tienen sus clásicos, escuchados por sus padres y abuelos, y también oyen a cantantes actuales como Lafourcade.

Aunque los rockeros por definición nunca deberían envejecer, lo hacen, qué remedio. En la sala Netzahualcóyotl, en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, le hicimos el coro a Marc Martel, canadiense cuya banda y voz privilegiada le sirven para ofrecer estupendas interpretaciones de ese clásico de los clásicos que es el grupo Queen. “Under pressure”, la canción de mi vida (como si todo tuviéramos un soundtrack), sonó de fábula. El público oscilaba entre los 75 y 10 años de edad. Juntos, sin temores, felices, agitados, estremecidos. En alguna oportunidad en Caracas el ensamble de rock del Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles homenajeó a Queen. Con amistades y familia cantamos, chiflamos, aplaudimos. Emoción pura. Después nos fuimos a un bar caraqueño llamado “Hog heaven”.

Reflexiono sobre los sonidos que oigo en estos días en mi edificio pequeño, sólido, pulcro y por lo general silencioso. El silencio es un bien escaso, el silencio es alimento de la escritura, pero desde luego la primavera con calles poco transitadas estimula la libérrima presencia de los pájaros, la cual despierta los instintos de mis gatos, correteando de una ventana a otra con un celo cazador incompatible con su muelle vida de mascotas humanizadas. Ese sonido es también una caminata muy tempranera por el Bosque de Chapultepec y la imagen del tótem de Caracas, la cordillera que preside la ciudad y se conoce popularmente como “el Ávila”. También allá uno de los gatos, pues la otra es chilanga, se entretenía con los pájaros poco prudentes que pasaban por la ventana.

Un vecino hace unas semanas amenazó con enloquecer al edificio. Nos preguntamos si sería venezolano o colombiano, no solo por el escándalo sino por el gusto salsero. En esta casa somos amantes de la salsa así que lo que ardía no era el gusto sino el volumen. Después de siete horas seguidas de alegría impuesta comenzaron los reclamos; el Macho Camacho, sobrenombre que le puse al ruidoso vecino y para el que me inspiré en la novela del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, salió gritón y borracho a la puerta, pero después de tres días de reclamos decidió ceder. Su exhibicionismo ofendía incluso a quienes vivían con él pues los cambios constantes de volumen indicaban que los únicos torturadas no éramos nosotras.

Otro vecino se ha dedicado a oír un día tras otro la música del brasileño Roberto Carlos, sin escándalo, con sorprendente regularidad en cuanto a horario y temas al estilo de “Detalles”, “Qué será de mí”, “Amada amante”, “Un millón de amigos”. Antes permanecía horas oyendo al brasileño, ahora se conforma con una hora al día por las tardes. Hemos especulado acerca de tan poca variedad musical y la conclusión que nos parece más plausible es que el fan de Roberto Carlos tiene un despecho tremendo, una pena de amor feroz e interminable y, posiblemente, no es joven. Cuando la gente de cualquier edad se revienta en México, José José es el protagonista. En esta época, en que tantos cantantes están disponibles en plataformas musicales, un gusto tan acotado deja ver poca disposición a la tecnología, pero también es verdad que repetir canciones mil veces es muy juvenil.

Lo mismo ocurre con otro vecino que repite cinco o seis canciones de las que escuchaba la generación de mis padres hace décadas: “El amor es azul”, “Pequeña flor”, “La cumparsita”. Es increíble que la infancia sea tan memoriosa, sobre todo si es música que no me gusta especialmente pero a la que recuerdo por afecto filial. No recuerdo a los compositores sino a los arreglos de unos franceses llamados Paul Mauriat y Franck Pourcel que pertenecían a eso que alguna vez se llamó “mid culture”, y que podría definirse como pretensiones de refinamiento a partir de productos musicales con cierto grado de elaboración. Leer a Khalil Gibrán y escuchar a Paul Mauriat definía una sensibilidad peculiar entre aquellas clases medias emergentes de mi infancia venezolana en la que el futuro era vida sin fin.

Algún solo de trompeta impecable resuena de vez en cuando: “Sombras”, “Cuatro cirios”. Qué buen gusto. Hermosa noche aquella con los amigos Yatu, cantante rockero venezolano, y Alicia, psicóloga, en la que cantamos junto con la concurrencia en la cantina La Mascota, en el centro de Ciudad de México. En algún momento, la trompeta del mariachi desafinó para desconcierto de los presentes, pero una rápida salida al exterior arregló el entuerto; al regresar el músico se lució con un solo muy aplaudido. Interrogado Yatu por el milagro repentino contestó sin dudarlo:

—Se metió un pase, mi amor.

Un pericazo, en buen mexicano

Otras veces algún vecino fanático de Juego de tronos se deja llevar por la música de Ramin Djawadi, y resuena levemente la arrebatadora música con la que Daenerys Targaryen seducía al poder o lo arrebataba sin contemplaciones desde la feroz condición de madre de dragones. Por más bella que sea, la música de una de las grandes mitologías del siglo XXI es siempre triste, como si el mundo solo pusiera dotarse de épica desde el dolor, en lugar de hacerlo desde el triunfo tonante de la verdad, el heroísmo y la bondad como en la saga Guerra de las galaxias, triunfo tan bien expresado por el compositor John Williams.

La banda sonora de Juego de tronos es una buena música para esta época, qué duda cabe.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: June 1, 2020 at 10:39 pm

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