Essay
Nunca seré tu ama

Nunca seré tu ama

Giovanna Rivero

 Hermanos y hermanas, les pido que reflexionen antes
De darle su corazón a un perro, para que lo desgarre.

(Kipling)

  1. Entrañas

La miro desde el sofá, mientras intento escribir.

Su serenidad es envidiable. La luz de la mañana, esa luz limpísima, destella sobre su lomo, acaricia sus orejas.

Quiero llamarla, Luna… quiero que se suba al sofá, y meter mi nariz en el olor animal de su cuello.

Claro que me obedecería. Creo que me ama.

Pero no la llamo. Obedezco yo a su distancia, a su estar habitada de sí, probablemente sin reflexiones innecesarias. Solo respirando, como quien medita.

Pienso en la perra de Laurie Anderson. Lulubeth se llamaba, o algo así. Oh, ahora lo recuerdo: Lolabelle. En una foto se la ve entre sus padres, Lou Reed y Laurie. Cuando ambos murieron –marido y criatura– ella dirigió un documental sobre Lolabelle. La película documental incluye un poema narrativo: Laurie les pide a los médicos que le abran el vientre y le introduzcan allí a Lolabelle, quiere parirla, quiere que sea suya en todos los sentidos posibles. Los médicos lo intentan –un buen médico entiende a una madre desaforada–, pero Lolabelle es una “cabeza hueca” y apenas pueden con su energía. Será parida desde el deseo, desde el amor extraordinario que despierta un animal. Un amor que casi duele. Quise preguntarle sobre ella a Laurie Anderson durante el FILBA del 2022, pero me cohibí. Soy tímida, como si yo misma fuera una perra callejera a la que han apaleado. Esas criaturas me desgarran el pecho.

  1. Una dogo en el camino

A veces, sin embargo, el animal toma su tiempo para convertirse en tu hijo. La perrita que la esposa de Fabián Casas trajo a sus vidas debió pasar distintas pruebas para ocupar el legítimo lugar afectivo de hija. Rita había venido mondando cables sin saber que con esa travesura iba triturando las últimas defensas de su cuidador. Fabián cuenta que supo que amaba a Rita sin remedio cuando una dogo intentó abalanzarse sobre ella y él, entonces, actuó bajo la certeza del instinto: la dogo atacó a Fabián. Creo que yo también haría lo mismo, interponer el cuerpo para salvar a mi Luna. El amor, supongo, echa a andar esa alquimia que ambicionaban los renacentistas, ese mecanismo sustancial por el que una materia deviene en otra, por el que una especia legitima, integra, transforma a otra. Luna me ha transformado en su madre. Le beso la hendidura de la frente e imagino que mi beso le transmite por ósmosis, a través de su pelaje dorado, mi mensaje: te amo, pequeña. Quiero que sepás cuánto te respeto. Quereme, pequeña. Quiero yo también estar en tu misterioso corazón.

Un animal hace de uno una entidad cursi.

¿Te he dicho que te amo?, le gruño al pasar. Ella me levanta esas cejas dinámicas, tan expresivas, cejas que bailan al ritmo de las palabras. A veces la amenazo: si te portás mal, voy a hacer que te pongan bótox en las cejas. Y ella se ríe, sus comillos brillan eufóricos. Entiende mis bromas pesadas. Yo también entiendo las suyas: su afán por masticar la colcha con la que me cubro los pies en mi sofá de escritura.

  1. Donde el lenguaje resbala

Google sabe de esta mi debilidad. Pero quizás no sabe de mis fuerzas, de la intensidad eterna de mi amor. De modo que me envía videos de perros maltratados, abandonados, cachorras que no se explican la crueldad de esta raza tan otra. Esos videos vampirizan mi energía. El amarillismo nunca ha servido para cambiar el mundo. Me refugio, entonces, en las historias en las que el binomio animal-humano triunfa por sobre el inconmensurable asco.

Recuerdo, por ejemplo, la crónica que Neil Gaiman escribió en memoria de Cabal, el perro que rescató a la vera del camino (aunque en realidad somos nosotros quienes estamos a la vera del camino cuando un perro nos rescata de la honda desolación) y que reinó en su corazón con todo el poder de su nombre arturiano. Gaiman cierra su crónica con un poema de Kipling, de allí he copiado el epígrafe para este texto. Como Kipling y Gaiman, creo que el riesgo que se corre al amar a un perro es que con su partida un rayo nos parta el tórax. Sin embargo, al final, también eso habrá valido la pena: además de recoger sus cotidianas heces o de gastar un dinero que no tenemos en las visitas al veterinario, un día por la mañana, descubriremos de qué manera nuestra existencia se ha llenado de sentido.

Luna me enseñó a amar a otros animales. A sustituir la aprensión por el asombro. Las lagartijas, por ejemplo, me humedecen los ojos de ternura.

Pero sobre todo me enseñó que se podía ser madre de otra manera. Soy su madre interespecie. Ella se sabe mi hija. Y ese vínculo atravesará nuestras respectivas muertes. Por eso, en algunas mitologías, se cree que la entidad que te guiará en lo impenetrablemente oscuro del inframundo –tramo necesario para purgar esta vida preciosa e imperfecta– será el animal que cuidaste. Esa mitología me gusta. Saber que estamos destinadas a querernos cuando estemos hechas de otro tipo de energía me llena de esperanza. Seguramente pasaré mi mano inmaterial por sobre su pelaje impalpable y un extraordinario amor electrónico hará posible comunicar lo que el lenguaje hoy no puede.

  1. Sacrificio

Sé de una perra que recibió la energía abominable de un hechizo de magia negra. El ‘trabajo’ iba dirigido a una persona humana. Pero fue la persona no-humana la que ofrendó sus órganos para que esa malignidad se hospedara con todo su espanto. Los animales suelen hacer eso, alojar en su belleza la asechanza, salvar al más débil, al que no podría reconocer en el sinsentido una intención. El animal no traiciona lo que siente, no dice: “eso no es posible, eso no existe”. El cuerpo, su cuerpo, solo registra, sufre, se sacrifica. Yo intento proteger a Luna de mis involuntarias energías: que nada te turbe, le digo cada noche, antes de dormir, como si la bendijera.

  1. Riñas, redenciones

Hace unos meses, Luna mordió en la oreja a un cachorro de pitbull. Nuestro único y entendible descargo es que estábamos paradas, a punto de salir a pasear por el cementerio, en la puerta de nuestro apartamento. La vecina dejó que el cachorro se acercara a saludar, pero Luna obedeció al instinto de guardiana y lo atacó. Una hija también puede llenarte de dolor o de vergüenza.

Durante días miramos por la ventana al pobre pequeño pitbull darse modos para calcular el peligro a través del cono que el veterinario le instaló en el pescuezo como protección de la oreja lastimada.

Mirá lo que hiciste, le digo. Y Luna levanta su carita de “yonofui” y yo pienso en todas las heridas que los humanos nos hacemos, unos a otros, unas a otras, porque estamos aterrados, porque creemos que el territorio –no el del pasto o el del patio, sino el de las estacas del capital– es una prerrogativa y no un lugar para compartir. No hay cono para nuestras cabezas. No es necesario: estamos acostumbrados a mirar hacia un angosto horizonte.

Luna, en cambio, me enseña a mirar. Como dice la poeta María Auxiliadora Balladares en el poema “De caballo y arveja”, hablándoles a sus perros:

“Te amarco y pesas lo que pesa el espíritu de un hada perdida
Haces encargos cuando lloras
Miras cuando me miras
Niña arveja”.

Así es. Vos sí sabés mirar, Luna, entrar con tu mirada en las zonas más tristes del corazón. Tu mirar me salva. Si no me miraras, pienso, sería la prefiguración barata de un fantasma. Me mirás, luego vivo. Entonces entiendo, por fin entiendo: nunca seré tu ama.

 

 

Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/

 

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Posted: April 4, 2023 at 6:41 pm

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