Nicaragua
Edgardo Bermejo Mora
Obertura. El amanecer dejó de ser una tentación
Todo el desencanto de mi juventud apenas cabe en estas líneas. Nicaragua es una metáfora previsible de ese callejón de los sueños rotos al que llamamos Revolución, y de esa otra frágil aspiración latinoamericana a la que llamamos democracia. La entronización rancia de un tirano –poco menos que un caudillo– ha llevado al extremo aquel famoso verso de José Emilio Pacheco sobre los antiguos camaradas que se reencuentran y que ya son todo aquello contra lo que lucharon a los veinte años. Nicaragua resume las más variadas formas del dolor y del malestar de la historia.
“Hoy el amanecer dejó de ser una tentación” decía una estrofa del Himno Sandinista que se entonaba con esperanza fundacional en la década de los ochenta. Lo que en realidad ocurrió es que otro tipo de “tentación” –la del poder autoritario y omnímodo– sepultó cualquier referencia a una nueva alborada para un país que no termina de construirse y ni siquiera de inventarse a sí mismo. Lo ocurrido en Nicaragua niega de alguna manera la sentencia de Carlos Marx al inicio del 18 Brumario de Luis Bonaparte. La historia que se repite dos veces –la primera como tragedia y la segunda como comedia– no cabe aquí. En Nicaragua hablamos de una tragedia reciclada una y otra vez a lo largo de su historia, un pequeño país azotado por tiranos, camarillas rapaces, luchas fratricidas, voracidad variopinta de intereses extranjeros y un enquistado, casi irremediable, estado de subdesarrollo y precariedad institucional en todos los órdenes imaginables.
La tragedia y luego la tragedia. La comedia –si acaso la ha habido y los muertos no la niegan– es algo menos que eso: un sainete en tono de farsa, la opereta bufa de la retórica revolucionaria latinoamericana. La historia de Nicaragua es la crónica de un esperpento histórico.
Tres de sus libertadores-caudillos-tiranos resumen esta historia de prolongada y retorcida habitación en la casa presidencial: el general José Santos Zelaya se mantuvo 16 años en el poder; los Somoza –padre, hijo y nieto– gobernaron con mano durante 16, 7 y 10 años, respectivamente, una dinastía brutal que se interrumpió en 1979 con el triunfo sandinista y el exilio del último Somoza en Miami, como un cuadro pintoresco del paisaje político latinoamericano; Daniel Ortega supera dos décadas en el poder, lo que lo convierte en el más longevo en esta historia de ruindades políticas.
“¿En qué momento se jodió el Perú?” pregunta Zavalita en el arranque memorable de Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa. ¿Y en qué momento se jodió Nicaragua? No lo sabemos. Probablemente en algún punto en el que se entrecruzan siglos de colonialismo e intervenciones extranjeras, retraso económico y social de larga data, y un largo etcétera de enfermedades que corren por la sangre de su ethos nacional.
Ni aun acudiendo al expediente de la novela latinoamericana y sus geografías de la tiranía podremos dar con la clave de esta deformación. Ni el Yo el Supremo de Roa Bastos; ni El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias; ni El Otoño del Patriarca de García Márquez; o el Trujillo infame de La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa, y ni siquiera el Mariscal Manuel Belaunzarán de Maten al León de Ibargüengoitia, nos ayudan a esbozar la caricatura de tirano en el que se convirtió Daniel Ortega. No hay novela que lo admita.
Sergio Ramírez, primer vicepresidente del gobierno sandinista, es el único que se ha permitido la tarea de leer esta derrota generacional en clave literaria. Es su libro Adiós Muchachos (1999) una lectura del desencanto desgarradora y contundente, con la fuerza y el peso moral que en su momento tuvo el Regreso de la URSS de André Guide. Si hay acaso un personaje con el que habría que comparar y medir al general Ortega es con Napoleón, el cerdo tirano de la Rebelión en la Granja de George Orwell, y no es descartable que sus días terminen en ese rincón sombrío donde fue a parar Nicolae Ceausescu, el tirano rumano.
Algún día caerá Daniel Ortega, pero que nadie vea en tal desenlace un nuevo amanecer como se quiso imaginar el 19 de julio de 1979. El daño es mayor y la salida del laberinto se antoja improbable. Nicaragua es el prolongado y doloroso epílogo de un desencanto generacional.
Cantata. ¡No pasarán!
Entre mayo y julio de 1985, con 17 años de edad, estuve en Nicaragua. Se cumplían cinco años del triunfo sandinista y en la frontera con Honduras los ataques de los grupos paramilitares entrenados y financiados por Estados Unidos vivían uno de sus momentos más cruentos. Los contrarrevolucionarios tenían una capacidad de artillería muy poderosa y sin embargo no lograban cruzar más allá de unos kilómetros la frontera de Nicaragua, en uno de los últimos episodios bélicos de la Guerra Fría. Cada vez que “los contras” lograban penetrar el suelo nicaragüense, pronto debían replegarse ante el contrataque sandinista, a su vez entrenados por los cubanos y con armamento soviético a su disposición.
La economía agrícola de Nicaragua, precaria al extremo, tenía en las plantaciones de algodón y de café una de sus pocas fuentes de ingresos de divisas extranjeras, y para ayudar en la cosecha de ambos productos se organizaron decenas de brigadas internacionales –en su mayor parte europeas– con el propósito de sustituir a los campesinos y a los jóvenes nicaragüenses movilizados por la guerra.
Una de aquellas brigadas se organizó desde México bajo los auspicios del Comité Manos Fuera de Nicaragua (Mafuenic), una organización ciudadana que retomaba su nombre del comité formado a finales de los años veinte por un grupo de comunistas mexicanos. El original Mafuenic apoyó al ejército del general Augusto César Sandino en su lucha contra la ocupación militar de los Estados Unidos, hasta su asesinato en 1934.
La brigada juvenil se trasladó a una hacienda algodonera de la provincia de Chinandega, a unos 400 kilómetros de la capital. La conformábamos un grupo de jóvenes de diversas organizaciones políticas de la izquierda mexicana. Formé parte ella como el único representante del Mafuenic, es decir, como el único brigadista sin partido, y eso me arrimó el papel de “coordinador” del grupo, un adolescente salpicado de barros, casto e ingenuo, que debía someter su liderazgo a la marea febril de sus compañeros de causa, mucho más radicales que yo.
Antes del viaje organizamos conciertos, bazares y rifas para reunir el dinero de los pasajes de avión. Lo que no logré reunir lo cubrieron –temerosos pero solidarios– mis padres. Tuve además que obtener un permiso especial de la Secretaria de la Defensa Nacional para salir del país. A los 17 años, y a pesar de haber exentado por sorteo el servicio militar obligatorio, era requisito contar con aquel papel anexado a mi “precartilla” al llegar al mostrador del aeropuerto.
Obtenerlo no fue fácil. Una mañana crucé las puertas de la Secretaria de la Defensa con el temor ideológico de quien se mete a las entrañas del enemigo. Me formé, como el resto de mi clase, frente al mostrador donde un sargento revisaba los papeles y preguntaba por el destino de los solicitantes antes de poner el sello de autorización en el documento. La mayoría iban a Estados Unidos para visitar Disneylandia. Cuando me tocó informar de mi destino, el sargento peló los ojos, me miró de arriba abajo y se dio la vuelta para informar a sus superiores. Luego de un rato de espera me condujeron a una oficina donde me esperaba un coronel mal encarado. Me preguntó por el motivo de mi viaje a Nicaragua: le respondí. Me preguntó si acaso era yo un comunista: le dijo que no, y no lo era. Alzó la voz, me pidió la carta de autorización de mis padres y se la mostré, pero me negó el permiso. Salí desconsolado, mi pre-ciudadanía de 17 años amenazaba con impedirme el viaje. Gracias a un amigo, cuyo padre era un alto funcionario del gobierno, una semana después regresé para obtener el permiso. Esta vez no me formé como el resto de los conscriptos. Me pasaron directamente a la oficina de un general, subsecretario de la Defensa, quien me advirtió –con mi precartilla en la mano y una foto del presidente De la Madrid detrás de su escritorio– que por ningún motivo se me ocurriera hacer algo distinto en Nicaragua que no fuera cortar algodón. Me dijo que gracias a la intervención del padre de mi amigo me habían dado el permiso, y me recordó que por muchachitos pendejos como yo el país estaba como estaba.
Una semana después familiares, dirigentes de la izquierda, amigos y novias de los brigadistas nos acompañaron al aeropuerto como quien se despide para siempre de una partida de héroes. Abrazos, consignas, lágrimas y bendiciones.
Cuando aterrizamos en Managua, una mañana con sol a plomo del mes de mayo, nos trasladaron enseguida en una vieja furgoneta hasta aquella hacienda algodonera recién expropiada, cerca del poblado de El Viejo, a unas cuatro horas por tierra desde la capital.
Hicimos el recorrido sin parpadear, por una carretera estrecha y en mal estado, con la sorpresa y el júbilo febril de sabernos en “territorio liberado”. Banderas rojinegras sandinistas por todos lados; puestos de naranjas, de cañas y de café a la orilla de una carreta salpicada de baches y largos trechos sin asfalto; niños rumbo a la escuela con la pañoleta roja atada al cuello; carromatos militares copados con jóvenes en uniforme verde olivo que eran trasladados a la línea de combate; murales y pintas con consignas revolucionarias que repetían aquella frase acuñada en la Guerra Civil española, de la que nos sentíamos herederos: ¡No pasarán!
El comisario de la hacienda, un mulato enorme de uniforme militar y fusil al hombro, ya nos estaba esperando. Nos dio la bienvenida y las instrucciones para las próximas semanas de trabajo. Un jacal de madera y techo de lámina de asbesto, que poco antes fue la oficina administrativa de la hacienda expropiada, nos sirvió de dormitorio. Ahí se improvisaron literas muy rústicas que sustituían a los colchones con un atado de mecates cruzando a cada extremo de la estructura de madera. Las cuerdas picaban y raspaban como lija cuando había que dormir sobre ellas con el único confort de la bolsa de dormir que cada uno de nosotros llevaba desde México.
Nadie nos advirtió de las ratas, y por eso la primera noche nos dio igual dormir en la parte baja o alta de las literas. Ocurre que quienes elegimos dormir en la parte alta, con la cara ya muy cerca de techo, reconocimos muy pronto el chillido de las ratas y sus patas inquietas corriendo casi encima de nosotros. Ratas de campo enormes, negras, bien alimentadas, que había que espantar con ruido y con la luz de una linterna si a alguien se le ocurría salir por la noche a la letrina. A partir de esa noche la rifa para saber quién ocuparía la parte alta de las literas se convirtió en una disputa constante.
Comenzó entonces nuestra rutina campesina. A las 5 de la mañana, antes del amanecer, el comisario nos despertaba y todos juntos –brigadistas mexicanos, mujeres, algunos ancianos y unos cuantos hombres– trepábamos a una suerte de jaula atada a un tractor que nos llevada tres o cuatro kilómetros hasta el lugar elegido para la pisca del algodón. Desayunábamos de pie un café y yucas fritas, a veces algo de pan.
Había que llevar botas, sombrero, pantalones vaqueros y camisa de manga larga para soportar mejor los arañazos en los corredores estrechos de la plantación de algodón saturada de espinas. Resulta imposible evitarlas y al final de cada jornada la cara, las manos y los brazos parecían como si nos hubiéramos enfrentado a una pandilla de gatos.
Al llegar a los corredores de la plantación debíamos sujetarnos un costal al cinto e irlo llenando poco a poco con los brotes de algodón hasta llenar y retacar, con el auxilio de las botas, cada saco. Una vez terminada la encomienda había que regresar al punto de arranque para pesar el fruto de la pisca. Las mejores horas eran muy temprano por la mañana. Ya con el sol encima la tarea era aún más pesada y asfixiante. De un lado, el saco que se iba llenando poco a poco, del otro, la cantimplora para mantenerse hidratados se vaciaba lentamente. La paciencia en sociedad con la sed.
Parábamos una hora al mediodía para almorzar un sólo plato de arroz con frijoles, a veces algo de carne, un huevo duro o papas cocidas, y de vuelta a la pizca hasta entrada la tarde. De regreso a la hacienda nos bañábamos por turnos a la orilla de un pozo, cenábamos algo muy parecido al almuerzo, y destinábamos las últimas horas con luz para alfabetizar a un grupo de mujeres de la hacienda. Y así, día tras día, por espacio de casi dos meses.
Una parte del grupo, que venían de Sinaloa y eran más radicales que el resto, contravino las reglas que pactamos desde México: aceptaron la invitación de los milicianos que cuidaban la hacienda para recibir prácticas de tiro algunas tardes al final de la jornada. Esto provocó tensiones y hubo que reportar la falta con los directivos de la Juventud Sandinista en Managua, a cargo de nuestra estancia. Yo mismo fui en caballo de la Hacienda a El Viejo para mandar la información en la única vez en la vida que he usado un telegrama y que he montado para transportarme. Fuera de aquel incidente el resto de la convivencia transcurrió sin mayores tribulaciones.
Tenía 17 años. Era virgen y revolucionario, de manera que la frontera entre los impulsos de la carne y los mandatos de la historia se diluía entre las hormonas y las neuronas de mi condición adolescente. Me enamoré en secreto de Mayela, una sinaloense de la Corriente Socialista que representaba con su figura, sus convicciones y su acento norteño, todo lo que yo podía entender como la perfección ideológica y erótica de una camarada. Una tarde la vi besarse –los campos algodoneros detrás de su silueta– con el único compañero que venía de la Juventud Popular Socialista, un chico tímido y ortodoxo que militaba en el partido más edulcorado de la izquierda mexicana: el PPS. Con su camisola color rosa –tal era el color de su partido– su bigotito incipiente y sus veinte años de edad, había logrado darme baje un lombardista, marxista-leninista y pro soviético.
A mediados de julio, poco antes de terminar nuestra encomienda, nos llevaron a Managua para asistir a la conmemoración del sexto aniversario de la Revolución en la plaza principal de la ciudad. Decenas de miles acudieron a la celebración. La ciudad seguía en ruinas, aún quedaban en pie edificios inservibles desde el terremoto de 1972. Las ruinas de un lado, la esperanza de la reconstrucción del otro.
Ahí, muy lejos de mí, escuché atento el discurso del orador principal: el presidente Daniel Ortega. A su lado Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, y los comandantes sandinistas. 33 años después de aquel momento, Daniel Ortega representa todo aquello contra lo que luchó.
Rapsodia. El deseo es algo más que una inmensa estepa verde
En aquellos años de iniciación política alrededor de la revolución sandinista y la solidaridad, el relato biográfico del comandante Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, apareció como una lectura obligada y una fuente poderosa de inspiración militante.
El libro había ganado en 1982 el premio Casa de las Américas de los cubanos en la rama de Testimonio, y a México llegó vía una edición austera de la editorial Siglo XXI en 1984. Tejido como una narración oral para la que Omar Cabezas encontró a una grabadora como su amanuense, se trataba de un recuento de sacrificios, hazañas y epopeyas guerrillera del sandinismo en un tiempo donde aún creíamos en la vía armada como la respuesta necesaria a las demandas de justicia y cambio radical.
Julio Cortázar apreciaba aquel volumen, escrito con no poco humor y mucha menos ampulosidad que los diarios del Che Guevara. Fernando del Paso también simpatizó con la obra y en 1983 publicó en la revista Proceso una entrevista con Omar Cabezas, entonces un joven de poco más de 30 años, realizada en La Habana.
“¿Mataste a alguien o a muchos?” Le preguntó Del paso en aquella entrevista. “Si, a bastantes –le respondió Cabezas– para engendrar vida. Durante la guerra, además, ajusticié a algunos. Uno que había dado muerte a 40 campesinos, otro que había quemado niños (…) Yo mataba por una necesidad de liberación”.
La retórica de la muerte a flor de piel, la “secuencia morir-matar-morir”, como le llamó Monsiváis en su crítica a la izquierda revolucionaria latinoamericana. Me parece ahora difícil de creer lo mucho que nos habíamos acostumbrado a desgranar como propio el discurso de la legítima violencia: matar para engendrar vida.
Aún recuerdo pasajes impresionantes del relato, como aquel en el que Cabezas cuenta a la grabadora cómo él y su comando debió avanzar en cuclillas toda una noche, retirando del suelo con el mayor de los sigilos cada hoja seca y cada pequeña rama que se atravesaba en el camino antes de dar cada paso, con el propósito de no hacer el menor ruido y no delatarse ante la tropa enemiga a la que habrían de atacar al amanecer. O bien aquel otro en la que describe cómo en el hambre y la desesperación debieron cazar, cocinar y devorar a un mono en medio de la selva. Lloraban mientras se lo comían.
El libro pasó de mano en mano con la fuerza y la influencia de una revelación. Una verdadera lectura de culto. Su autor detentaba por lo tanto una admiración y una autoridad moral e intelectual casi conmovedora sobre mis contemporáneos y mis colegas de la causa sandinista. Omar Cabezas nos parecía una suerte de Che Guevara centroamericano. No tan teórico, ni tan místico, ni tan mesiánico, y menos guapo, pero no menos efectivo en su manera de dibujar lo que nos parecía el ideal del “hombre nuevo”.
Omar Cabezas afirma en su libro: “Empieza a nacer el nuevo hombre que se va apropiando de una serie de valores, los va encontrando y los va cuidando y los va mimando los va cultivando en su interior, porque uno siempre cultiva esa ternura en la montaña” (p. 107).
Ocurre que la manera en que el Comandante Omar Cabezas entendía las necesidades y la “ternura” propias del hombre nuevo, impactó directamente en mi gradual desencanto, primero, y mi total rompimiento, después, con la revolución sandinista a la que él representaba.
Debió ser en algún momento de 1986 cuando Omar Cabezas realizó una visita de trabajo a México en su calidad de funcionario del Ministerio del interior del gobierno sandinista. A algunos de los chicos que formábamos parte de la Comisión Juvenil del Mafuenic nos pidió apoyar al comandante de distintas maneras durante su visita. A todos nos parecía un honor poderle ayudar en lo que fuera y el sólo hecho de conocerlo en persona detonaba nuestro más primario entusiasmo.
A decir verdad, a mí no me entusiasmaba menos conocerle que el hecho de que para la tarea encomendada –que consistió en acompañarlo a una reunión con el departamento internacional del PSUM en la Colonia Roma, con Gilberto Rincón Gayardo– me habría de acompañar a su vez la compañera de mi edad –18 años, 19 tal vez– por la que yo sentía un silenciosa, muda, virginal y adolescente atracción. Ella encarnaba mis fantasías juveniles con la misma intensidad con la que el comandante Cabezas encabezaba mis fantasías revolucionarias.
Recuerdo que era un día entre semana y al día siguiente tenia clases. La misión terminó cuando alrededor de las ocho de la noche regresamos en taxi a su hotel en la calle de Hamburgo de la Zona Rosa. Por alguna razón el transporte que debía proveerle la embajada de Nicaragua se había cancelado. De modo que llegamos los tres al lobby del hotel y ahí el camarada Cabezas muy amablemente nos invitó una cerveza.
No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta que el comandante no le quitaba la vista de encima a mi compañera, y que era a ella a quien dirigía la conversación y sus mejores afanes por ser simpático y encantador. Apuró la cerveza y pasó a lo propio: le ofreció a la chica subir a su habitación, donde le prometió enseñarle unas fotos y unos libros. No era necesario mayor justificación. La estaba seduciendo y yo estorbaba en la escena.
Me di cuenta entonces que ella también le coqueteaba, y que la referencia a las fotos y a los libros y a continuar la conversación –sin mí, claro– en la habitación del hotel, era un eufemismo de manual. Se pusieron de pie, se despidieron de mí, y los vi enfilarse con rumbo al elevador: el hombre nuevo y la joven revolucionaria.
De regreso a casa, a bordo de un camión Ruta 100 que atravesó la ciudad rumbo al sur por espacio de una hora o más, no acababa de acomodar mis emociones. Definitivamente me afectaba menos saber que al comandante el tema de la ternura revolucionaria se le daba con ahínco, que el hecho de saber que la depositaria de toda esa hermandad latinoamericana sería la chica de la que yo estaba prendido. Había naturalmente una forma del abuso en aquella situación: el poderoso que seduce.
Tiempo después, tras el regreso de los sandinistas al poder, Omar Cabezas ocupó por más de 15 años la Comisión de Derechos Humanos de Nicaragua. Un dato por demás sintomático del nivel del deterioro de aquella revolución y de aquellos relatos de montañas formadoras de hombres nuevos y amaneceres con ríos de leche y miel.
Réquiem. Nuestro hombre en Managua
Un mexicano, nacido en El Rosario, Sinaloa, en 1940, fue uno de los dirigentes máximos del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua: el comandante Víctor Tirado López, uno de las nueve cabezas del FSLN al triunfo de su revolución en 1979. Hoy, con 81 años de edad, en el retiro, visiblemente senil, es el único de los personajes históricos del sandinismo que respalda a la dictadura de Daniel Ortega.
Su hijo, el opositor al régimen Andrés Tirado, asegura que su padre ha sido manipulado por el tirano. En los últimos tres años las intervenciones de Víctor Tirado en actos públicos, compartiendo el presidio con Daniel Ortega, lo mismo que las entrevistas que le han realizado los medios oficiales, reflejan el deterioro de sus facultades mentales, pero también ratifican que –extraviado o no– nuestro mexicano en Nicaragua apoya al régimen represivo de Managua. La utilización oportunista de la figura del comandante Tirado es un gesto más de la desesperación y el aislamiento político de Daniel Ortega, una señal de que sus días en el poder están contados.
Otros de los nueve comandantes del FSLN que aún sobreviven, Bayardo Arce, Henry Ruiz, Luis Carrión, Jaime Wheelock, e incluso Humberto Ortega –el hermano del dictador que fuera por una década ministro de defensa en la Nicaragua sandinista–, se han deslindado de las acciones autoritarias de Daniel Ortega. No así el mexicano del grupo, aunque hace una década –todavía en la plenitud de sus facultades– se sumó al Movimiento Renovador Sandinista (MRS), una organización política que se deslindó del tirano y de su esposa.
A finales de la década de los 50 Víctor Tirado López se incorporó, junto con su hermano Manlio Tirado, a una célula del Partido Comunista Mexicano en Hermosillo, Sonora. En 1963, reclutado por Carlos Fonseca, viajó a Nicaragua como uno de los fundadores del FSLN, mientras que su hermano comenzó una larga trayectoria periodística que tuvo su mayor auge en la década de los ochenta y noventa como corresponsal del periódico Excélsior en Nicaragua.
Víctor Tirado recibió entrenamiento militar en Cuba, fue expulsado de Nicaragua en más de una ocasión, pero regresó en la clandestinidad y participó por espacio de tres lustros en la consolidación de la rebelión armada sandinista como un representante de la corriente “tercerista”, de la que formaban a su vez parte Daniel y Humberto Ortega y que, paradójicamente, era de las tres tendencias la más moderada.
En marzo de 1979, ante la inminencia del triunfo revolucionario, las tres corrientes sandinistas firmaron un pacto de unidad de la que surgieron los nueve comandantes históricos. Tras la caída de Anastasio Somoza y el triunfo sandinista, Víctor Tirado fue uno de los pocos comandantes que no tuvo un cargo ministerial. En la década que permanecieron el poder participó activamente en la articulación de las organizaciones campesinas y obreras aliadas del FSLN, y a diferencia de otros de sus colegas, no se le sabe que se haya enriquecido groseramente en la “piñata sandinista”.
En 1987 la Universidad de Sinaloa público un volumen titulado La revolución Popular, que recogía algunos discursos de Víctor Tirado. Lo consideraban entonces un hijo pródigo de la izquierda mexicana. En uno de esos textos mencionó: “Últimamente se ha venido discutiendo qué es la democracia en Nicaragua. Unos dicen que vamos hacia el totalitarismo, si cerramos un medio de comunicación o si expulsamos a un sacerdote del país…” Esto lo escribía en 1986 al inaugurar un congreso latinoamericano de sociología en Managua. Arteras, dolorosas y proféticas palabras de nuestro mexicano en Managua.
También escribió en aquel tiempo: “Nuestra democracia incluye el multipartidismo, no el partido único ni el partido que se impone por la fuerza, sino el partido que gobierna por consenso, con amplio apoyo popular y que se impone por la fuerza de la razón”.
“Hay quienes quisieron borrar el sandinismo de un plumazo, silenciar su nombre, de la misma forma que los Somoza trataron, inútilmente, de hacer olvidar el nombre de Sandino”. Esta afirmación hoy le queda, con todas sus letras, al dictador Ortega.
A finales de los años ochenta, un sobrino del comandante Víctor Tirado, el economista mexicano egresado de la UAM Ramón Tirado Jiménez –hijo del periodista Manlio Tirado– fue un cercano amigo en mi juventud y colega en nuestras primeras incursiones en la prensa como articulistas del periódico El Día. Ambos escribíamos artículos con menos prosa que ideología y con menos tinta que sangre. Murió de manera prematura en 2003 a consecuencia de un paro cardiaco. Antes de morir Ramón ya era un crítico acérrimo de Daniel Ortega y de esa gran decepción generacional que fue la revolución sandinista. En su memoria escribo estas líneas.
*Imagen de José Pablo Orozco Morín
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997-98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo
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Posted: July 22, 2021 at 10:06 am