Essay
Una metamorfosis

Una metamorfosis

Ernesto Hernández Busto 

Una de las más antiguas y célebres referencias a la metamorfosis del hombre en cerdo aparece en el Canto X de la Odisea, cuando Ulises y sus compañeros de viaje desembarcan en la isla de Eea, donde habita la hechicera Circe, hija del dios Helios y la ninfa Perse.

La trama es conocida: tras llegar a la isla, Ulises sube a una colina para saber dónde se encuentra y ve alzarse a lo lejos una columna de humo, que le confirma que el lugar está habitado. Después caza un ciervo, que lleva a sus hambrientos compañeros reunidos a la orilla del mar, esperando noticias. No les dirá lo que ha visto. Espera al día siguiente para avisar a su tripulación y proponerles explorar la isla. Sus acompañantes recelan. Están aún frescos los episodios del Cíclope y los lestrigones, que han diezmado la tripulación. Adentrarse en otra isla desconocida significaría encarar nuevos peligros, así que el astuto Ulises se guarda información. Finalmente, acuerdan dividirse en dos grupos: uno encabezado por Ulises y otro por Euríloco. Echan a suertes quién será el guía y toca a Euríloco: él y otros 22 hombres encontrarán una mansión de piedra en medio de un hermoso valle. Para su sorpresa, la casa está rodeadas de bestias salvajes, leones y lobos encantados (¿domesticados?) que se levantan sobre sus patas traseras y piden caricias a los visitantes.

Este es el primer anuncio al lector de los extraños poderes de la dueña del lugar, capaz de convertir a fieras en “perros meneando la cola ante el amo”. Asustados, los hombres de Ulises escuchan el canto de una mujer ocupada en tejer “una tela divina”. Poco después, la propia Circe sale a recibirlos. ¿Quién es esa hermosa tejedora de cabellos rizados?, se preguntan mientras son invitado a entrar. Los hombres cruzan la puerta, se sientan a su mesa y todos —menos Euríloco que sospecha un engaño y prefiere quedarse fuera, espiando por la ventana— se convierten de buena gana en huéspedes de la hechicera. En su mesa comen queso, cebada, miel y beben un vino en el que la anfitriona ha puesto “perniciosas drogas… que los hacen olvidar su patria”.

Justo después de que hayan comido y bebido, Circe los toca con su vara y los convierte en una piara de cerdos. Pero —se ocupa de precisar Homero—, aunque “de puerco tenían la voz, la cabeza, las cerdas y hasta el cuerpo… no obstante tenían las mientes de antes”.

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No hay que esperar a Ovidio (donde Circe reaparecerá, y no sólo a propósito de este episodio homérico, sino en otra historia de seducción y despecho: la de la conversión de Pico en pájaro carpintero) para saber que “la metamorfosis define la mutación sin vuelta atrás posible” (Pascal Quignard). Sin embargo, por esta vez Circe aplica un castigo excepcional, doblemente atroz: estos a quienes ha transformado son cerdos por fuera, pero en su interior siguen siendo hombres, es decir, seres capaces de pensar y de sufrir el cambio radical al que han sido sometidos. No han cruzado del todo la frontera del mundo animal porque aún piensan y, como veremos, pronto van a recuperar su apariencia original gracias a Ulises y su proverbial astucia.

Sigue una mezcla de novela de aventuras y culebrón romántico (en la Odisea parece estar el germen de todo eso que ahora llamamos “novelas de género”): informado por Euríloco de que sus compañeros han caído en una trampa, Ulises se dispone a rescatarlos. Pero antes, de camino, se le aparece Hermes bajo la figura de un apuesto mozo que lo pone al corriente de lo sucedido y, tras prevenirlo contra las “maléficas artes” de Circe, le da una hierba mágica, el famoso y debatido moly: un antídoto. Le aconseja, también, cómo comportarse con la seductora diosa: una vez desenmascarada, debe amenazarla y hacerla jurar que no tramará nuevos hechizos.

Todo se desarrolla según lo previsto por el dios: intento de seducción y embrujo frustrado. Ante la espada del héroe, Circe se asusta y ofrece su cuerpo; hace también el juramento y dispone para Ulises un baño caliente y las mejores comidas y bebidas. Casi puede sentirse la tensión sexual que flota en el ambiente, los preparativos para una cópula que será el colofón de un pacto entre desconocidos. Sin embargo, Ulises primero exige que sus hombres vuelvan a su estado normal, así que Circe retoma sus pociones y la vara para devolver a los marineros su apariencia humana. Mejorada, incluso: “eran más jóvenes y más bellos que antes, y aún de mayor estatura” —precisa Homero.

Conmovida por sus emotivos llantos al recuperar su apariencia normal, la hechicera que los metamorfoseó en bestias pide ahora a estos mismos hombres que disfruten de su hospitalidad, aunque Euríloco, el perpetuo desconfiado, siga arrastrando recelos que acaban por encolerizar a Ulises. Al final, sin embargo, todos ceden: son ungidos con finos aceites, comen manjares, beben de los mejores vinos y se regocijan con su buena suerte tras un periplo tan accidentado.

Todo un año disfrutarán Ulises y sus hombres de la hospitalidad de Circe, modelo de una vasta iconografía, desde la arquitectura imaginaria del flamenco von Ehrenberg, que dedicó un cuadro al palacio de la diosa, hasta las ensoñaciones prerrafaelitas de Burne-Jones, Waterhouse y Rosetti; desde el Pornokratès de Felicien Rops, donde una femenina encarnación de la lujuria, ataviada al estilo fetichista, sólo con guantes y medias de seda, imita la imagen canónica de la Justicia con los ojos vendados mientras se deja conducir por un cerdo-lazarillo, hasta el maravilloso cuadro de Franz von Stuck, en que la actriz vienesa Tilla Durieux sirve como modelo de la perfecta femme fatale.

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¿Cómo es que Ulises ha “conquistado” a Circe? ¿Cómo es que el más astuto de los héroes ha conseguido anular sus extraños poderes de hechicera e inclinarla a su favor? Algunos pensarán, compartiendo los prejuicios de varios siglos de comentaristas, que la mujer no tenía otro remedio: era una decisión pragmática: ceder o morir. Es posible, sin embargo, que estemos ante una trama más compleja: la historia de una seducción.

Los lectores de la Odisea han reparado en el paralelismo entre Circe y Calipso, la hermosa ninfa en cuya isla Ulises pasará siete largos años, hasta que Hermes toma —de nuevo, Hermes— cartas en el asunto, y ordena que el héroe siga su viaje de vuelta, su nostos. Desesperada ante la idea de perder a su amante, Calipso le ofrece la inmortalidad, pero Ulises le dice que prefiere ser un hombre que regresa a casa en vez de un dios recluido en un mundo ilusorio que, a fin de cuentas, no le pertenece.

A lo largo de su viaje iniciático, el héroe sufrirá, además de las sirenas y otros peligros, esas dos pruebas femeninas que definen los extremos de su condición. Dos mujeres son las balizas de ese territorio “humano”, que va desde la prueba de animalidad superada en el episodio de Circe, hasta el don de la inmortalidad que le ofrece Calipso, la propuesta (rechazada) de “convertirse en dios”.

Calipso, literalmente “la que oculta” o “la que disimula”, intenta con el amado su último recurso: olvida tu vida anterior, comencemos de nuevo sin preocuparnos por el tiempo. La oferta de Circe, en cambio, son los placeres que degradan y tantalizan el cuerpo masculino, sin anular su capacidad mental para la pena y el sufrimiento. Esa metamorfosis degradante parece inseparable de su condición de sacerdotisa de la sensualidad. En algún momento del relato de Homero uno llega a preguntarse si las pociones cuyo arte Circe parece dominar tienen, no tanto el poder transformador e irreversible de la magia, sino la capacidad de revelar el verdadero ser de cada cual. Más que transformar a los hombres en cerdos, Circe se dedica a revelar a ese “animal humano” que todos llevamos dentro.

Sin embargo, con Ulises Circe parece haber encontrado, como se diría, la horma de su zapato: un hombre que consigue pasar, indemne, la prueba de sus hechizos. “Un espíritu hay dentro de ti que no puede torcerse” (Odisea X, 329) —le reclama la diosa, con una mezcla de miedo y admiración. Algo tiene este héroe que no puede ser avasallado por los más bajos instintos. El antídoto le regala una especie de vulgaridad autoconsciente, indomesticable pero también seductora. Justo cuando su plan de embrujarlo sale mal, Circe se empieza a enamorar de Ulises. No porque éste no sea capaz de participar de la lujuria, sino porque esa lujuria está ya integrada dentro de su ser, prevista. Así comienza un juego de poder, en el que, antes de caer rendida, la diosa es obligada a destejer sus hechizos: los hombres-cerdos, víctimas que se han sentido y pensado como tales, vuelven a ser hombres “normales”.

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Al comienzo de su Dialéctica de la Ilustración, en el ensayo titulado “Odiseo, o mito e Ilustración”, Theodor Adorno y Mark Horkheimer se esfuerzan en probar que es Ulises el primer burgués de la historia. El primer civilizado, puesto que conseguido atravesar con éxito las “malas artes” del mito. El episodio de Circe será para estos filósofos la prueba simbólica de una metamorfosis social: la transformación del héroe indomable en un moderno devoto del matrimonio:

“Odiseo resiste el hechizo de Circe. Por eso se le concede justamente a él lo que ese hechizo promete sólo de forma engañosa a aquellos que no se resisten a ella. Odiseo duerme con ella. Pero antes la obliga a pronunciar el gran juramento de los bienaventurados, el juramento olímpico (…) Circe pone al placer que concede el precio de que el placer haya sido desdeñado; la última hetaira se revela como el primer carácter femenino. En la transición de la leyenda a la historia, ella hace una contribución decisiva a la frialdad burguesa. Su comportamiento pone en práctica la prohibición de amar, que posteriormente se impuso con tanta mayor fuerza cuanto más tuvo el amor, como ideología, que encubrir el odio de los que competían. En el mundo del intercambio está equivocado quien más da; pero el que ama es siempre el que más ama”.

Según la estricta lógica dialéctica de Adorno y Horkheimer, la sociedad moderna no puede sino castigar la auténtica entrega amorosa. La incapacidad de dominar las pasiones acarrea un castigo, mientras que la seducción debe pasar, necesariamente, por la frialdad. “La fuerza de Circe, que somete a los hombres y los hace sus esclavos, se convierte en sumisión ante aquel que, al renunciar, le negó su sumisión. La influencia sobre la naturaleza, que el poeta atribuye a la diosa Circe, queda reducida al augurio sacerdotal y, desde luego, a la sabia previsión de futuras dificultades náuticas”. Lo cual pervive aún hoy en la máscara de la llamada “intuición femenina”. Para estos filósofos, prostituta y esposa son “los polos complementarios de la autoalienación femenina en el mundo patriarcal”. Desde tal supuesto, describen la lógica sentimental de la sociedad moderna: una esposa ajena al placer pero dedicada a fomentar la estabilidad y el orden de propiedad, y una hetaira que es su aliada secreta, pues al vender placer “vuelve a someter a la relación de posesión lo que los derechos de propiedad de la esposa dejan libre”.

En uno de los pasajes de esa abstrusa interpretación filosófica del relato homérico, Adorno y Horkheimer acuden a Freud para establecer su división entre lo humano y lo animal, representado por el cerdo. La cita invocada proviene de El malestar de la cultura, donde Freud asegura que una vida sexual plena incluye la liberación del sentido del olfato, que ha sido sofocado, reprimido, cuando se estableció en los bípedos la posición vertical. “La adopción de la postura erecta y el reemplazo del olfato por la vista como sentido predominante fueron factores de importancia en la represión”. Sin embargo, para Adorno y Horkheimer, incomprensiblemente, el cerdo, a pesar de su buen olfato, no representaría esta liberación. En él, “esa felicidad del olfato está ya deformada y reducida al olisquear no libre del que tiene la nariz pegada a la tierra y renuncia a caminar erguido. Es como si la hetaira hechicera repitiera, en el ritual al que somete a los varones, una vez más, aquel al que la sociedad patriarcal la somete a ella siempre de nuevo”.

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A pesar de su indiscutible habilidad filosófica, desplegada en la saga dialéctica de una razón ordenadora, Adorno y Horkheimer demuestran saber poco de cerdos. En realidad, el olfato porcino (que esos animales usan para buscar trufas, por ejemplo) es dos mil veces más agudo que el nuestro. La extrema sensibilidad de los cerdos les permite distinguir olores que se encuentran hasta cinco metros de profundidad, en la tierra, y hacer “mapas olfativos” de su entorno mucho más precisos que los de los perros.

Recientes estudios han desvelado que el cerdo presenta un mayor número de genes olfativos respecto al hombre u otros mamíferos. Sin embargo, tiene un pésimo gusto, es decir, dispone de menos genes codificadores para la recepción del sabor amargo que los humanos. En pocas palabras, el cerdo pese a su sofisticado olfato, puede tragar alimentos que resulten demasiado salados, amargos o repugnantes para el hombre, y por eso es el animal ideal para alimentarse de nuestras sobras o residuos.

Empeñados en demostrar cómo el mito es ya una parte de eso que entienden por Ilustración, Adorno y Horkheimer no sólo exhiben un problemático desconocimiento del mundo animal sino también de la condición femenina. Para ellos, la Odisea es una estricta alegoría en la que Circe no queda muy bien parada. Pero si analizamos el mito desde otros puntos de vista, incluido el “materialista”, nos asalta la sospecha de que ese espíritu burgués que “se abandona a la naturaleza alienándose respecto a ella cuando en cada nueva prueba quiere derrotarla” podría ser algo ajeno al mundo homérico, al mundo del que Homero nos quiso hablar. Así lo consideran no sólo varios mitólogos, sino aquellos lectores de la Odisea que han seguido, de la manera más objetiva posible, las huellas de Ulises por el Mediterráneo.

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Durante diez años, entre 1950 y 1960, el marinero e historiador inglés Ernle Bradford siguió los pasos del héroe homérico cruzando el Egeo y el Mediterráneo en diversos barcos de vela de pequeño tamaño. Su idea era demostrar que el itinerario de Ulises, protagonista de una de las más antiguas fantasías poéticas de Occidente, descansaba sobre una sólida base de realidad geográfica dentro de las posibilidades de navegación de la época. En busca de Ulises es un libro clave, no sólo sobre Homero sino sobre la cultura mediterránea en general, y su poder de evocación ha servido de guía a otros viajeros que hasta hoy reeditan, una y otra vez, ese recorrido épico.

Para Bradford, la “isla de Circe” no es otra que el cabo Circeo —tesis hoy comúnmente aceptada, si bien más que de una isla se trata de un monte, en el extremo de la península que lleva ese nombre. Aunque el monte esté unido a tierra firme por un angosto istmo, Bradford demuestra que vista desde el noroeste —es decir, como aparece a los ojos de Ulises—, tuvo el aspecto de una isla costera. Así, el relato marinero de Erford tras las huellas del épico personaje identifica de manera convincente paisajes, características de la fauna y la flora, picos y arroyos que forman el escenario real del relato homérico. En tales paisajes pudo tener lugar el episodio descrito en el Canto X, es decir, el encuentro del héroe con una diosa misteriosa o hechicera que habitaba cerca del mar.

Otra de las razones que prueban esa conjunción de la geografía imaginaria y la real es que, a sólo diez millas del monte Circeo, en Terracina, se encontraba uno de los santuarios más antiguos de Italia: el templo de Feronia, diosa de la fauna salvaje (feri), y cuyo culto era muy anterior a los romanos. Junto al templo había un bosque sagrado y una fuente cuyos restos sobrevivieron hasta finales del siglo XIX. “Era uno de los cultos rituales más antiguos de Italia —explica Bradford— en el transcurso del cual Feronia presidía la ceremonia de la manumisión de los esclavos: sentado en una piedra del templo, el esclavo era “bautizado” con un gorro y la palabras siguientes. “Sentaos, esclavos que habéis merecido la gracia! ¡Levantaos, hombres libres!”

Bradford también hace notar que hay una estrecha relación entre Feronia, diosa de los animales salvajes, y Circe, la hechicera que transforma a los hombres en bestias. Ambas serían variantes de un culto femenino que acompañó en otros tiempos al matriarcado mediterráneo, por lo que Ulises bien pudo desembarcar en este lugar de la Italia occidental y tropezarse con un templo dedicado a una diosa de la Naturaleza. Llega incluso a identificarla como una divinidad que ya era conocida en la época homérica y prehomérica: la Diosa de las Cosas Salvajes, de la que Feronia pudo ser una variante.

El encuentro entre Ulises y Circe se vuelve así la conjunción entre un mundo matriarcal y el representante de una raza que creía que el principio masculino estaba llamado a dominar el mundo, un choque que hoy en día llamaríamos “multicultural”, pero que va mucho más allá de una diversidad de cultos o la fábula dialéctica acerca de la Ilustración primitiva.

Pasando por alto los detalles mencionados por Bradford (el posible zoológico que rodeaba el santuario de Feronia, la abundancia de cerdos salvajes en esos parajes, las variantes matriarcales —que van desde la “diosa blanca” y las costumbres matrilineales hasta los cultos femeninos de la Creta minoica—), en realidad estamos tentados de leer el episodio homérico de Circe como la puesta en escena de un conflicto irresuelto entre los sexos, que rebasa incluso la figura de la seducción:

Ulises trataría sin duda a la sacerdotisa y el bosquecillo sagrado con muy poco respeto. Sus marineros, ignorantes y supersticiosos, pudieron, quizás, mostrarse dispuestos a aceptar a la diosa del lugar y a su sacerdotisa de la misma manera que los indígenas, pero no Ulises, que era la encarnación del hombre racional. ‘Los había transformado en bestias’, o sea: había hecho de ellos sus subordinados. Pero el fálico Ulises no estaba dispuesto a bajar la cabeza ante una mujer, de modo que tiró de la espada. La sacerdotisa suplicó clemencia y lo invitó a su lecho.

Nos encandilan todas estas metamorfosis, los entretelones de ese juego de poder sin ganador preciso. En apariencia, Ulises sale vencedor. Sus compañeros transformados en cerdos representan una condición subordinada, bestial, pero redimida cuando el Héroe, embajador de la masculinidad, derrota a la mujer-diosa de extraños poderes. Que sin embargo, acaba por convertir aquel lugar en un paraíso utilizando sus propias habilidades y las de sus doncellas, esas sensuales “hijas de las fuentes de los bosquecillos y de ríos sagrados que llevan al mar sus corrientes”. Mujer sofisticada, (“la diosa bien peinada”, la llamará Ezra Pound en su Canto I, aludiendo a sus trenzas oscuras recogidas en el sphendone, una especie de redecilla), reina en un paraíso natural que parece el refugio perfecto para que los viajeros pasen el invierno. Allí abunda la buena comida, el vino y otros placeres. Todas esas descripciones apuntan a cierta idea de lo civilizado inseparable del refinamiento sensual. La propia Circe demuestra, en la escena del balsámico baño caliente descrito en detalle, un alto nivel de sofisticación hedonista.

Sé muy bien —dice Circe— (“por mí misma”, en otras traducciones), todo lo que habéis sufrido mientras vagabais por esos mares turbios, y los desastres que en tierra firme os causaron hombres injustos. Pero ahora podéis disfrutar de la comida y beber de este vino. Así que anímense, lo peor ya ha pasado, en sus pechos pueden volver a habitar los ánimos de antes (“tenéis que volver a ser los hombres que erais”, en otra traducción), aquel impulso aventurero que los condujo cuando salisteis por primera vez de vuestros hogares, en la rocosa Ítaca.

Por lo visto, Circe sabe del mundo bastante más que sus huéspedes, a los que acabará dando instrucciones precisas para que puedan llegar a su destino. Ya no se trata de una simple oposición entre la Hetaira y la Esposa, que el celo moral de la Escuela de Frankfurt desentraña como la lógica de una inevitable alienación sentimental. Estamos en la escena de un intercambio más sutil entre el mundo matriarcal y el principio masculino. No se ha puesto en práctica “la prohibición de amar”, más bien se ha consumado un complejo proceso de seducción cuyo significado último no se deja desentrañar fácilmente. Porque, según cuenta Hesiodo en su Teogonía, durante el año que estuvieron juntos Circe le dio a Ulises varios hijos (hay discrepancias sobre el número), y uno de ellos, Telégono, el último-en-nacer, el benjamín, será quien acabe matando a su padre por error, y casándose luego con su viuda, la famosa Penélope.

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“Nunca convertí a nadie en cerdo./ Algunas personas son cerdos. Yo hago/ que lo parezcan”, dice Louise Glück en “Circe’s Power”, unos de los poemas de su libro Meadowlands, versión revisionista de la historia contada en la Odisea, pero esta vez desde el punto de vista de Penélope, que ve su matrimonio deshacerse como si fuera ese paño nocturno que teje y desteje para evitar a sus pretendientes.

La Circe de este poema  es “un espíritu pragmático” (“a pragmatist at heart”), que primero debe castigar a los hombres porque está “harta de tu mundo/ que permite que lo exterior disfrace lo interior”. Sin embargo, al devolver a los acompañantes de Ulises su apariencia humana, la diosa estaría mostrando tanto su poder como su bondad, desplegando la ilusión de una vida dulcificada que durará apenas doce meses, antes de que ella misma presienta la inevitable partida del hombre amado.

Se trata, por supuesto, de la típica lógica del matrimonio, pero ya no encorsetada en una ineluctable “dialéctica de la Ilustración” sino en la más compleja e inagotable realidad de la vida.

Hay en el mismo libro otros dos poemas dedicados a la hechicera. En el primero, “El tormento de Circe”, se habla de un arrepentimiento (“I regret bitterly/ the years of loving you in both/ your presence and absence, regret/ the law, the vocation/ that forbid me to keep you…”) marcado por una confesión: “como puedo tener poder si no tuve/ ganas de transformarte”. El amor es ese territorio de equívocos donde hay uno que adora un alma y entrega un cuerpo, mientras el otro ejerce el proceso inverso. Disyunción que termina en una especie de callejón sin salida: la Circe del poema siguiente (“Circe’s Grief”) ya es un alma en pena: Amante despechada que ha escogido entrar como una voz en la cabeza de la Esposa, revelarse prescindiendo de la presencia corporal. Con todo el poder que implica su transformación en eterna sospecha. Duelo de tejedoras: el telar mágico de la hechicera versus el tejido eterno de Penélope. Tejer es también el oficio de las Parcas, otras mujeres que deciden destinos y realizan metamorfosis. En el poema de Glück, el fantasma de Circe se las arregla para llegar a Ítaca antes que Ulises: habla al oído de la Esposa, que mira hacia los lados sin saber quién le susurra la molesta verdad. Ya se ha vengado, ya puede ripostarle sonriente al Héroe: “When/ you see her again, tell her/ this is how a god says goodbye:/ if I am in her head forever/ I am in your life forever.”

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Circe es la primera mujer consagrada de una larga serie que alimenta el mito y la poesía de Occidente. Señora de la metamorfosis, ella misma se va metamorfoseando hasta convertirse en emblema intemporal de la hechicera-predadora. Diosa pharmakia, hechicera experta en pociones y transformaciones mágicas, al final queda contagiada de la misma ambigüedad de los poderes que practica. Se le suele reivindicar junto a figuras como Afrodita o Lilith: es a través del fascinare (encanto ambivalente: atracción y embrujo enfermizo) que lo viril se realiza y se purifica. Pero a diferencia de esas otra figuras, Circe parece llevar consigo una sabiduría sobre la condición humana que rebasa la identidad sexual. El cerdo es aquí el doble inevitable de lo humano: lenguas atadas, seres conscientes pero condenados al gruñido. Porque el hombre, como bien sabía Ovidio, es siempre algo no terminado; parte de una naturaleza, es decir, parte de una continua metamorfosis.

Al poder de transformar a los hombres en los cerdos que probablemente son, corresponde la ambigüedad o doblez esencial de quien lo ejerce. En uno de sus ensayos más conocidos, “¿Por qué mirar a los animales?”, tras recordarnos que el animal fue el primer tema del arte, John Berger especula: “El que la primera metáfora fuera animal se debía a que la relación esencial entre el hombre y el animal era metafórica. Lo que tenían en común los dos términos de esa relación, el hombre y el animal, revelaba lo que los diferenciaba. Y a la inversa.”

Así visto, el poder metamórfico no sólo decide la esencia de lo humano, sino que implica también una idea reversible de la dominación. Cualquier espectador del Pornokratès de Rops se siente de inmediato asaltado por la duda: ¿quién lleva a quién? ¿quién es el dueño y quién la mascota? ¿quién posee a quién? ¿Se trata de una Circe paseando a su víctima o de una figuración moderna de la feminidad conducida por el vicio, como asegura Michel Onfray? Ambos sentidos parecen ser complementarios. Por eso la historia de Circe y sus metamorfosis atraviesa imaginarios y culturas, desde D. H. Lawrence y Lawrence Durrell hasta Edward Hirsch, desde Boccaccio y George Grosz hasta El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki, desde Ovidio a las Marranadas de Marie Darrieusecq o los performances de Sophie Calle y Miru Kim.

La interpretación moderna hizo del episodio de Circe una estación en el trayecto hacia el conocimiento. Es una idea que se deriva del Ulises de Dante, ese héroe heterodoxo que no vuelve nunca a Ítaca y que acabará en el Infierno por su ansia de experimentar el mundo y de retar a lo desconocido: el poeta que lo ha condenado por ello también, al mismo tiempo, lo admira.

En realidad, Circe es mucho más que una simple seductora o un ejemplo perfecto de intuición, aquella que se huele que será abandonada. Su poder controla los límites de la masculinidad, el espacio entre el hombre y la bestia, y con ello, la civilización misma. Al saber que su Amante debe partir, no opone resistencia: al contrario, lo ayuda y da todas las explicaciones para que se largue al Infierno. Literalmente. Porque es al Hades donde primero debe dirigirse Ulises si en realidad quiere alguna vez llegar a Ítaca.

Ernesto Hernández Busto (La Habana, Cuba, 1968). Poeta, ensayista, editor y traductor cubano residente en Barcelona. Entre sus títulos más recientes se encuentran La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio, 2015). Colabora en El País.

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NOTAS


Posted: September 19, 2017 at 10:16 pm

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