Oíd, Adán es sal
Rima de Vallbona
La profunda religiosidad de mi madre viuda (comunión diaria, vía crucis, padrenuestroqueestásenloscielos, santosantosantodiosinmortal…) nos impedía abrirnos y mostrar en el hondón de nuestro ser cómo Nietzsche había triturado, pulverizado, aniquilado a Dios. Ingenua y bellamente, mi madre nos había regalado a Dios en los años niños que suben confiados a la última rama del árbol; y se tiran de cabeza en la primera poza del río sin reparar en torbellinos ni vorágines; y se saltan una cercaamenaza-de-púas en un salto vértigo de quién lo hace mejor y sale con menos rasguños; y ven en el rostro almo del creador en la nube del atardecer; y saben que Dios, la palma de la mano tendida, los va a recoger.
Vivíamos entonces a Nietzsche con tal intensidad, que buscamos todas las formas posibles para que la muerte de Dios no fuera sólo una filosofía apergaminada en los libros, sino algo palpable en nuestra vida cotidiana. Primero castigamos sin tosteles ni chocolates al que nombrara siquiera a Dios. En nuestra ignorancia de entonces medio adivinamos que lo que no denominan las palabras, no existe. Después descubrimos que el lenguaje es la más valiosa posesión del ser humano, porque es libertad: podrá no haber libertad de expresión como en nuestro caso, —¡no digas herejías, Belita, Dios te va a castigar! Ricardo, ¡qué horrores decís, es una blasfemia!—, pero siempre el lenguaje será libertad. ¿No me explico bien verdad? Bueno, no importa, porque no es el lenguaje el motivo de lo que estoy contando, sino Dog: pequeño, inquieto, blanco, de una blancura luminosa, lo trajo un día mi madre de la perrera pública, porque cuando cresca, nos cuidará la casa; con tanto ladrón y asesino suelto, hay que andarse con cuidado.
Lo vimos, y pensamos los dos instantáneamente, como si hubiera vasos comunicantes entre nuestros cerebros, que ya para nosotros era lo mismo decir perro que Dios. Pero claro, eso había que ocultarlo y que se expresara sólo en anagramas hábiles. ADÁN, el primero que descubrimos, suscitaba el enfado de mi madre: parecen tontos con su ADANADANADANADA… ¿Y quién es ese bendito Adán?, porque ustedes no tienen ninguna afición a la Biblia, ni siquiera a la lectura…
Ella no sospechaba que era en el desván, entre cachivaches empolvados, donde las páginas de los libros repetían el eterno retorno, en una visión deslumbrantemente infinita, y después nos traían revelación del superhombre, y después, el entierro gigante de Dios, y dejando desmantelados nuestros quince años… vacíos, diluidos en una oscuridad espesa y angustiosa… la NADA… ADÁN… NADA… ADÁN…
Y ella —rosario y comunión—, pero ahora qué es eso de OID, ADÁN ES SAL? ¡Qué estupideces llevan en el magín, hijos míos! Si rezaran un poco más, no perderían el tiempo en esas majaderías. Se van a condenar y el infierno, ya saben, es eterno.
Le respondíamos con una risa en gorgoritos retozones y palabras entrecortadas: OID… DIOS…ES…LA…NADA…ES…LA…SAL…
Nuevamente me desvío de lo que quiero contarles, porque es muy interesante, ya lo verán.
Descubrir el anagrama inglés de DOG nos dio un placer que duró varios días. Y al perro debía gustarle también su nombre ubicuo, pues cuando lo llamábamos agitaba el blanco parabrisas plumoso de su cola. Estar con Dog, jugar con él, era recuperar un pedazo de algo, de realidad, de nosotros mismos… era mantenernos a flote unos instantes y salvarnos del la asfixia de la nada en que pasábamos inmersos el día entero. ¿Ustedes nunca han vivido el horror de la nada? Nos abrazábamos a Dog como náufragos desesperados y él, como si comprendiera su papel de salvador, se nos entregaba en un abandono total. Patas arriba en el suelo, revolcándose, jugueteaba con nosotros. Gozaba además de nuestras caricias, pero un día, al pasarle la mano por el lomo, dio un aullido largo, desgarrador, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Dog, mi Dog, ¿qué tenés? ¿Te duelen las costillas?
Dog se levantó, se sacudió el pelaje con gesto de quitarse algo pesado y molesto y se fue a roer su hueso bajo el roble-de-sabana. Desde allí nos miraba arisco y rencoroso. Una flor cayó del roble y quedó prendida en su espinazo como una silenciosa campana rosada. En ese momento nosotros dos nos sentimos identificados con Dog, de un blanco purísimo, hermoso en su rencor perruno, y coronado con una silenciosa campana rosada.
Por entonces ya todo había sido engullido por la nada, sólo nos quedaba Dog… había que repetir su nombre ubicuo para que se afirmara más y más en nuestro ser…
Dog DOGDOGDOGGODGODGOD… ¡Pifia, pifia! lo has dicho, ¡lo dijiste! Tu pedazo de tarta hoy es mío.
En varias ocasiones, al pasarle las manos por el lomo, Dog aulló, cada vez con un aullido más desgarrador.
—Por tu condición divina, no debés gemir así, Dog.
Fueron tales sus alaridos, que decidimos un día no explotar las regiones turbias de la metafísica y aniquilar un rato a la nada con la fútil tarea de explorar en el espeso pelaje de Dog: una garrapata, menuda como un frijol, negra como un frijol, rellenita como un frijol, estaba tan incrustada en su piel, que tardamos una eternidad para arrancarla. Tuvimos la impresión de que le habíamos quitado un pedazo de él mismo, porque al destriparla con el pie, saltó un chorro oscuro de su propia sangre. Entonces comenzó a perseguirnos la culpa… ¿de qué? DOGDOGDOGGODGOD… ¡pifia!
Otro día, tiempo después, nuevos alaridos, nuevo dolor al pasarle la mano, y entre el pelaje blanco, otra negra garrapata tan grande como una bellota. Costó un mundo arrancarla de su hábitat perruno del que parecía inseparable. Después de nuestro heroico acto, quedamos desmoralizados: aquella sangre negra que brotó en aluvión al pisarla, era la sangre de Dog, era como si lo estuviéramos matando. Nos estreme-cimos de miedo, de asco, de culpa. Dejarlo desangrar así, en garrapatas que lo iban aniquilando, era lo mismo que dejarnos desangrar nosotros mismos. DOGDOGGODGODGODOG, ¡pifia, pifia!
Después, lo mismo, pero la garrapata estaba tan grande que entre el pelaje era un higo maduro ornado de patitas. Fue cuando con los aullidos desgarradores de Dog el terror-pánico se apoderó de nosotros, y la culpa, y el deseo de no volver a decir más ADANADAGODOG, ni de pensarlo siquiera, porque el higo-garrapata, ahora lo sabíamos, era otro pedazo enorme de Dog que aniquilábamos con el zapato extrayéndole un chorro negro de su propia sangre… y Dog —para nuestro horror— disminuía, sí, disminuía, ni dudarlo que disminuía, se iba reduciendo poco a poco con los pedazos-garrapatas que le arrancábamos. Comprendimos entonces agonizando de angustia, que lo que había comenzado en un juego de palabras era un acto criminal que en rito cotidiano perpetrábamos en Dios —¡pifia, pifia!—, pero éramos nosotros, sólo nosotros los sacerdotes de ese sacrificio y lo teníamos todo bajo nuestro control… todo menos la nada…la garrapata era lo inquietante, estaba ahí, la tocábamos, la arrancábamos, una y otra vez, y volvía más grande, más negra, más hinchada de su sangre. DOG, DOG, DOG, sólo me quedás vos. Cuando te acabe de devorar la garrapata, sólo la nada… Adán…y en el fondo, la voz de mi madre con su retornelo de herejes, más que herejes y ateos, se van a condenar y el infierno es eterno.
¡El infierno!, el que vivo desde aquella mañana… quisiera pensar que fue una pesadilla, porque esas cosas, bueno, sólo en sueños, o en la locura se conciben, pero lo juro, lo juro… ¿y por quién o por qué voy a jurar si no me queda ni Dios, ni Dog, ni nada?… Sólo me queda el espanto de aquella mañana, de aquella garrapata —¿sería de veras una garrapata?— gigantesca, tan grande como Dog, que luminosamente negra ocupaba la perrera de Dog y me miraba arisca y rencorosa.
– Houston, 10 de octubre de 1975
Oíd, Adán es sal pertenece al libro de cuentos Mujeres y Agonías, Editorial Arte Público Press
Posted: April 1, 2012 at 8:22 pm