Fiction
Mi tierrita
COLUMN/COLUMNA

Mi tierrita

ALFREDO NÚÑEZ LANZ

La selva, gran verdad con tanto engaño.
Carlos Pellicer

En cuanto baja del avión el aire cálido se aprisiona en su nariz. El verde le da la bienvenida, está en el ambiente, en el ánimo. Y es un olor impregnado de sal. Siente vergüenza por cargar una de esas maletas de cuatro ruedas en vez de una conveniente mochila de camping como cualquiera; su equipaje azul rey va acorde con un viaje de negocios, es adecuado para visitar una ciudad asfaltada. Al llegar al camino de terracería, no rodará. Mientras puede, empuja la maleta por el camino que serpentea del aeropuerto hasta la carretera federal donde le han dicho que pasan colectivos a Zapotalito.

Llega la urban repleta de gente cargando bolsas del mandado, cajas con frutas, bultos y hasta una escoba. Le avergüenza creer que se contagiará en el trayecto, pero debe subir si quiere encontrar transporte a su isla, no hay tiempo para pecar de cauteloso. Pierre, su gran amigo francés, lo espera y la señal del teléfono falla en la isla; el wifi se paga por hora como en los “café internet” de los años 2000.

Contempla el paisaje familiar: esas curvas lo alejan de Puerto Escondido y lo acercan a Río Grande, donde antaño llegaba su autobús, cuando no tenía dinero para pagar un vuelo y soportaba doce horas de trayecto. Río Grande es el umbral al paraíso. Ahí los viajeros se abastecen de aquello que no llega a las tienditas de la isla. Los mototaxis recorren las cortas distancias luciendo sus carrocerías improvisadas en forma de cocos. En Río Grande también se puede comer barbacoa; el combustible perfecto para la siguiente hora y media de trayecto.

Ya en la lancha, su maleta azul es un reducto de la ciudad. A su lado descansan paquetes de papel de baño, verduras, redes de pesca y la backpack de la chica de largas trencitas que va a la playa por una sola noche. Ambos toman las primeras fotos tratando de capturar la vehemente esencia del manglar que tantas veces lo ha sorprendido. Le confiesa a su compañera de lancha que es su sexta visita, la mitad de las veces acampando, y en una ocasión se perdió durante cuatro horas entre los laberintos del manglar trepado a un cayuco con su amigo el francés y otros tantos surfistas alemanes. Este lugar es asombroso, comenta la chica, no sé ni para dónde mirar. La comprende, el verde también la ha seducido y el aire salado le revuelve las trenzas.

En el camino de terracería continúan la conversación; ella se burla de su maleta. Él le habla de su espíritu hippie encerrado en un estuche fresa. Los dos ríen mientras el vaivén de la camioneta hace rechinar las improvisadas bancas de madera donde van sentados. Se llama Celia y le gustan hombres y mujeres por igual. No duda en ofrecer la cabaña que Pierre reservó para él; hay dos camas matrimoniales y le viene bien reducir gastos. Aunque apenas ha cruzado unas cuántas frases con ella, confía en la magia de Chacahua, donde ha hecho muchos y diversos amigos –como el propio Pierre–. Celia le pregunta la razón de volver a Chacahua habiendo tantas playas. Sabe que dará motivos esotéricos, aunque le molesta esa pendular posición suya que va del escepticismo a la fe: en la ciudad es un descreído y en su isla algo deporta la amargura cínica que ahora, desde la pandemia, lo colma. Al fin responde que Chacahua es un santuario para las tortugas marinas, y también para él.

Pierre lo recibe con un abrazo muy cálido, susurrándole la propuesta de observar las constelaciones, tan nítidas que se puede distinguir la vía láctea. En viajes previos a la isla ha podido captar más de una estrella fugaz y Pierre descifró su carta astral. No duda en aceptar el pequeño plan mientras le presenta a su nueva amiga. Receloso, Pierre le tiende la mano, pero ella se apresura a darle un beso en la mejilla. El peligroso saludo le quita el aliento: dejaron de usar el cubrebocas sin siquiera haber reparado en ello. Pierre lee su pequeña turbación y lo tranquiliza: la isla estuvo cerrada cinco meses durante la pandemia, nadie entró ni salió, y los espacios son siempre abiertos, barridos por la brisa del mar. Además, asegura, la energía de Chacahua es demasiado alta para un virus. Él sospecha, pero desea convivir con gente, mucha gente de cualquier tipo, y a la vez está cubierto de un terror que ha fraguado como el yeso en más de un año de vivir en pandemia. Y carga con ese peso.

Lo alegra el amoroso recibimiento: la tía Mode, de perennes y tupidas rastas negras como su piel, lo abraza muy efusiva; Sarita, la dueña, le ofrece un tenedor con trozos de piña frita como bienvenida; Chris, el puto, como le dicen todos sin que le moleste, lo invita un vaso de agua de carambola. La pareja polaco-peruana de artesanos también le da la bienvenida ofreciéndole sus bronceadas sonrisas. Él les presenta a Celia, quien de inmediato se siente integrada al ambiente hospitalario de las cabañas Sara del Mar.

La penumbra del atardecer los convierte en seres fantasmagóricos bajo una paleta de tonos rosas, amarillos y morados estrellándose en las nubes. Pierre y él comparten el primer cigarro de la noche, rociado sólo por unos cuántos toques de mota sativa recién llegada de la ciudad. Es un regalo para su amigo: en Chacahua sólo hay una mariguana índica que le llaman “la panteonera”, por ello se aprecia un regalo así. Hasta tía Mode la disfrutará en las horas muertas, cuando sus hamburguesas de camarón no sean tan demandadas.

Comienza el viejo ritual donde Pierre lía el porrito. Ambos tienen una conexión que Pierre suele definir como masculina y amorosa. Pierre es alguien espiritual, en contacto con su lado femenino; le gusta maquillarse, usar largos aretes de plumas y dibujar motivos tribales en su frente cuando asiste a festivales de música electrónica. Ya en una ocasión bailaron juntos durante tres días al ingerir aquellas piedritas semejantes a cuarzos beige: Molly, le llaman. Sus experimentos con sustancias han sido siempre teniendo a Pierre como “chamán” y guía: incluso han viajado juntos hasta al desierto de Wadley, en San Luis Potosí, para comer la medicina: el peyote. Esta vez es diferente, lo intuye, pues su amigo está muy ocupado ganándose la vida dando masajes con reiki –que él llama terapias holísticas– a los extranjeros varados en la isla desde los primeros meses de la pandemia. Y tiene agenda llena.

Pierre es un viajero, lleva nueve años sin pisar Francia, pero le asegura que ahí ha encontrado su lugar después de recorrer más de treinta países. Muy apesadumbrado, le cuenta que con el dinero que hizo en California como jefe de un campamento que cosecha y empaca mariguana, ha estado apostándole a las criptomonedas con resultados desastrosos.

Ya en la habitación –ahora compartida con Celia– se echa en su cama y observa un palito rojo de punta negra en elegante movimiento, a unos centímetros de su nueva amiga. La previene: sobre el cobertor se pasea un alacrán. Ella salta al instante. El bicho siente la amenaza, se oculta y él se apresura a rociar insecticida como citadino delirante. Al cabo de tres minutos, el mareado palito sale de su escondite. ¡Mátalo!, le grita Celia. ¡Se escapa! Ella trata de aplastarlo de un pisotón, pero el aguijón la alcanza en el tobillo desnudo y lanza un alarido. Medio aplastado, húmedo de veneno, el alacrán retuerce las patas, camina un metro y muere sobre el escalón de pierda, en el umbral de la puerta.

Celia se queja de dolor y decide acostarse temprano. Lástima, tu única noche en la playa y te irás con mala impresión, le dice. Me fascina este lugar, con todo y alacranes, revira ella. Podría quedarme aquí, remata. Y eso que no has nadado en la bioluminiscencia, pero no es temporada, pues las noches de luna casi no se percibe, le aclara. Chacahua ofrece tours al manglar, mientras más tarde y oscuro, mejor, pues en lo profundo de la laguna, la estela que va dejando el motor de la lancha repentinamente se ilumina de puntos azules y blancos, como si el agua, celosa de las estrellas, ofreciera las propias, pero evanescentes.

Mira el cadáver del bicho que yace estirado como si durmiera una larga siesta. ¡Hey, amigo!, escucha de repente. ¡Acá! Retrocede tres pasos y reconoce la silueta que sostiene una jicarita en la mano y la alza a manera de brindis. Es Nina, vieja compañera de estadías en Chacahua, la generosa reina del mezcal. Tras el saludo y las explicaciones de rigor lo invita al bar que da a la laguna, donde hace un año se enamoró. Ahora hay fiesta, una palabra que le es ajena, prohibida. Allá se encontrarán con otro viejo amigo: Lalo, dueño de varias parcelas en la isla.

Ya nada puede salir mal en su primera noche, las estrellas parecen alineadas: mezcal para el camino, buena compañía y ese magnetismo que proviene de la tierra, el arraigo. Ahí tiene ya un pasado, viajes anteriores se entrelazan, como los múltiples brazos del manglar. Cerca se oyen los tambores; va caminando en sandalias, mezcal en mano, contando su breve historia de amor y esa armonía preexistente y primitiva, turbada por las cosas terrenas, vuelve a vibrar acompasada con los djembés, el caracol y los cantos del bar.

Hay tres hombres de pantalones de manta improvisando la música. Lalo le ofrece una silla y las jícaras se llenan de nuevo por el reencuentro. Tú ya casi eres de aquí, le dice. Coincidieron el año pasado, cuando llevó al amante chef para que el manglar ablandara a sus fieras con la bioluminiscencia, los atardeceres en la laguna, la vista desde el faro o el verde curativo. Pero nada restituyó su ánimo, andaba por ahí vacío y roto como los cocos caídos y olvidados de las palmeras. Antes de que Lalo pregunte, se adelanta a confesar que el amor no prevaleció lejos del manglar. Otra vez soltero, confiesa, y Nina choca su jícara.

Ahora le ayudo a un amigo a vender un terreno, le cuenta Lalo, es una oportunidad, ya no hay terrenos así, “frente de playa”. Le explica que no quieren ofrecérselo a ningún gringo, gentilicio para cualquier extranjero. La calidez de la bienvenida, los recuerdos del chef iluminado de naranja durante el atardecer en la mesa contigua y ese tibio oxígeno marino de inmediato le hacen ver que necesita un refugio. El mundo irá a peor, la ciudad estará cada vez más contaminada y allá, hacinado, quizá no se salve de otras pandemias. Aquí ya tienes una pequeña familia cosmopolita, se dice. ¡Me interesa!, le asegura a Lalo.

***

Es la hora gris del segundo día y está frente al terreno. Se ubica a un lado de Casa Tatú, una horrible prolongación de Tulum; corren las malas lenguas que el dueño colombiano ha prometido construir el mayor despropósito para darle un toque chic a su hotel: una alberca frente al mar. Las lujosas cabañas, dispuestas en medialuna, las cobra en dólares. El concepto de retiro espiritual hippie trendy le molesta, pues ha sembrado la semilla de la gentrificación en su isla. No le gustaría tener de vecino a alguien preocupado por vender “espiritualidad”, dietas crudiveganas, yoga al amanecer o talleres de mindfullness a influencers o brokers de Brooklyn. Pero piensa en Pierre, que le ha compartido muchas veces su ilusión de establecerse en Chacahua.

Tú cuidarás este santuario, porque eres mexicano, asegura Orlando, el dueño de la tierra, un exsurfista enjuto que hasta el momento no lo había mirado a los ojos. La ventaja es que aquí excavas y hay agua, puedes plantar algunas palmeras para que hagan frente a los nortes. Lalo opina que es perfecto para comenzar un pequeño campamento de surfistas. Sería la única forma de costear una casita en la playa. Sus ahorros alcanzan, pero no tendría dinero para construir. Es lo de menos. Ninguno de sus compañeros de generación ha logrado algo más allá de una hipoteca a pagar durante cuarenta años. Es hora de formar un patrimonio, tener un lugar dónde caer muerto. Mi tierrita, piensa mientras se proyecta nadando en la laguna a cualquier hora, invitando a la familia, los amigos citadinos, atendiendo a los surfistas que llegan por temporadas, conectándose, “haciendo comunidad”. Sí, me interesa mucho, le asegura a Orlando. La emoción comienza a esponjarse: necesita platicarlo con Pierre, hacer averiguaciones. Mañana te doy mi respuesta, le dice de manera muy seria, como todo un propietario.

Durante el camino de regreso va pensando en las celdas solares, cercar el terreno y otros detalles. No encuentra a Pierre por ningún lado: unos dicen que está dando masaje, otros que salió. Pide de cenar y se sienta con Nina y tía Mode, quienes le comparten un mezcal y un toque, respectivamente. Les cuenta que fue a ver el terreno y ambas coinciden en el buen precio. Nina complementa la información: Asegúrate bien, Orlando no anda en muy buenos pasos, se inhala todo lo que gana; era una estrella del surf, varias marcas lo patrocinaron, y le ganó la cocaína.

Un chico que acampa bajo la enramada se une a la conversación: yo estudié arquitectura, no terminé, pero sé de bioconstrucción. Y empiezan las proyecciones, los números, el tejido de ilusiones. Celia, que ha decidido pasar una noche más en el paraíso, se emociona: ahora podrás invitarme y al fin conoceré la bioluminiscencia. Pero ¿dónde está Pierre? Le encantará escuchar de esa oportunidad, él formará parte del proyecto, puede instalarse ahí mientras la enramada queda lista, no tendrá que rentar en Sara del mar.

***

El calor es casi insoportable. Orlando sigue trayendo cervezas mientras llega el policía municipal encargado de poner un sello en ese papel donde su firma descansa al lado de dos testigos y la del vendedor. Están a punto de hacer la transacción, llamó al banco después de despedirse de Celia en medio de promesas de volver a verse. Pierre estaba en una lectura de carta astral, no quiso interrumpirlo. Casi no lo ha visto y es su quinto día en Chacahua; parece increíble, pero a la vez deja que las cosas fluyan, tal y como Pierre le ha enseñado. Se enterará en cuanto el sello quede en esa hoja tan simple; su pasaporte a un refugio, su certificado de adultez.

Mientras esperan, Orlando habla de viejas con sus amigos: anoche se picó a una negra, una gringa que no hablaba español. Entre los amigos y primos que van llegando, Orlando trata de infundir respeto alzando la voz, riendo a carcajadas, siendo soez y repartiendo cervezas del segundo cartón que compró. Cada tanto va atrás de la tienda, donde orina, pero sale después con la sonrisa tensa y la pupila agrandada. Es sólo el vendedor, confía en Lalo, tu testigo, nada puede salir mal, se repite a cada rato.

El hambre, el calor y el reggaetón de Orlando hacen que desista. Quiere ir a hablar con Pierre, quizá logre encontrarlo entre un masaje y otro. Queda con Orlando de reunirse cuando baje el sol en unas tres horas. Al fin dejará de fingir sonrisas.

Llega a Sara del mar empapado en sudor, sube las escaleras que conducen a la cabaña de Pierre, quien está ocupado con un cliente. Se le ocurre dejar en su mesa, a manera de ofrenda, esa hoja tan simple y a la vez tan importante con las firmas relucientes. La coloca bajo el caracol que Pierre usa de cenicero. Baja a cenar, pedirá pescado al ajillo, pues está de festejo.

Frente al mar Pierre le reprocha no tomarlo en cuenta. Él trata de explicarle que lo ha buscado por días. ¡Esto parece brujería!, le espeta Pierre. No creo en este papel firmado… ni siquiera tienes un plan, o dime, ¿qué vas a hacer con el terreno? ¿Sabes que cualquiera puede invadirlo si no vives aquí? No tienes idea de cómo son las cosas aquí. El tono de Pierre es envidioso.

Donde esté yo, esa será tu casa, no tendrás que pagar un alquiler. Pierre se torna inflexible: me obligas a ir a tu ritmo, a cuidar tu tierra cuando no estés, a pertenecer a tu proyecto; tu egoísmo es más de lo que puedo tolerar ahora, estoy cambiando de ciclo y no me gustan estas energías; te metiste en esto solo, ¡pues hazlo solo! No me embarres tu mierda, ahora voy a descansar. Le avienta la hoja con las firmas y se va.

Es sólo una reacción, se dice, un malentendido. Camina herido y rabioso bajo otro atardecer deslumbrante. Si Pierre no desea participar en el proyecto, él se lo perderá. Quiere terminar el trámite del sello, aunque a esas horas Orlando debe estar ahogado de borracho y quizá se olvidó de la cita. Se apresura. La hoja está protegida por un pedazo de cartón para no doblarla, pero el aire hace de las suyas, queriendo arrebatársela. Se aferra al papel abrazándolo contra su pecho. El viento es tan fuerte que lleva arena y tierra.

***

Orlando y él se encaminan a la casa del policía municipal, quien los recibe descamisado y con desdén, pues a esas horas ya no trabaja. Orlando comenta que lo estuvieron esperando toda la mañana. Te pagaremos bien, es sólo un sello. Pero el policía se niega. Mañana a partir de las ocho a la hora que quieran nos vemos. Y los despacha.

Pinche mamón, ¿qué le costaba? ¡Es un puto sello! Orlando no para de repetir aquello mientras caminan de regreso. A mí me urge el dinero, ese pendejo lo sabe y se niega, pero ya va de salida, en dos días entrega poderes; aquí hubo elecciones, no nos va a negar el sello, sería el último dinerito que se mama por tener ese cargo. La burocracia llega al paraíso, dice él y Orlando se carcajea. Te acompaño a Sara del mar, ahí donde te quedas está la negra que me piqué anoche, un culote de reina, bien gordo, papá; me la chupó por horas y yo aguantaba, aguantaba no soltarlos, tenía una boquita chula. Reír es lo que queda en esos casos, una risa puede interpretarse cómplice, sin resultar comprometedora y también puede zanjar asuntos si se acompaña de silencio, así que opta por eso.

Caminan por la calle principal que se convierte en la carretera más adelante, hay faroles aislados que dan una luz patética. ¿Y cómo le hiciste, Orlando, sin hablar inglés? Pues a piquetes, como se entiende uno con las hembras. Le da un par de nalgadas al aire, luego se tienta la entrepierna. ¿Y tú no te andas picando a nadie ahí donde te quedas?, pregunta Orlando, sonriéndole. No, es todo lo que dice. Pero ¿eres hombre?, revira. ¿Cómo? Sí, quiero decir si te gustan las hembritas. Mejor de una vez que lo sepa: no, Orlando, no me gustan las mujeres. Ah, dice, ah… entonces te gusta chuparla. No sabe qué responder. Sí te gusta chuparla, afirma y se ríe. Recurre a la risa por incomodidad. Yo la tengo bien rica, asegura, y se vuelve a frotar el traje de baño. Va sin camisa, los ojos más saltones de lo usual.

Te la enseño, mira. Están en plena calle. Frente a él se yergue un miembro demasiado grande para alguien con su delgada complexión, es casi un brazo más. ¡Te van a ver, Orlando! Pues vamos allá a lo oscuro. La frase le da risa. No, no, responde. Entonces aquí. Y vuelve a sacarla de su funda, como si se tratara de una fusca. Tócala, le ordena. De súbito lo obliga a tocarlo. Lo tienta, es tan grueso y grande que pesa, tiene unas venas abultadas. Toda esa sangre ahí, junta. Quita la mano de inmediato, ¿qué estoy haciendo? Chúpala, bien que quieres, bien que te gusta; o agárrala, jálala rico, tú sabes cómo. Se paraliza.

¡Te digo que la chupes, cabrón! Orlando lo atrae con brusquedad y él tropieza, pasa una bicicleta con un chico que los observa, desconcertado. Orlando ríe: aquí me la pelan, dice, todos tienen vieja y culito, ¡chúpala, cabrón! Comienza a darle rabia ese mandato. Pero nada de caricias, no me gustan; tampoco me beses, si vas a querer verga es sólo verga, cómetela. No, estamos en la calle. ¿Y qué? Te digo que aquí todos me la pelan. Yo no me voy a arriesgar, nos vemos mañana para lo del sello. ¡Ya ves cómo eres! Tas’ peor que una vieja.

Orlando se queda riendo. Desconcertado, camina rápido y de repente siente un proyectil en la oreja. La piedra choca con un poste de luz. ¡Ven, cabrón, mírala! Le vuelve a presumir su pene, esta vez se coloca en medio de la calle, masturbándose. Decide continuar con su camino, acelerando el paso. Percibe a Orlando acercándose. La única luz que los ilumina es la de la luna. Las estrellas lo miran tan nítidas que se avergüenza frente a ellas. Te quiere someter, ese pensamiento lo carcome. ¡Te pico a ti en vez de a la negra!, le grita. Se vuelve: a mí nadie me pica, a mí me gusta picar, le aclara, y se agarra los huevos con rabia.

Continúa caminando rápido. Orlando sigue detrás, tambaleándose. Al llegar a Sara del mar por fin deja de seguirlo, se queda orinando en las matas. En la mesa comunal están tres chicas afroamericanas, una de ellas, intuye, es la mujer que estuvo con Orlando. Aprovecha para escapar a su cabaña.

Se tiende boca arriba en la cama, confuso, sucio. Chris, el puto, le ha hablado antes de los mayates en la isla: hombres casados que al calor de los tragos tienen sexo con otros hombres a los que someten, pues ellos nunca son penetrados. Y lo niegan ante todos. Una mancha se mueve en el techo, como si fuera una astilla sigilosa. Es otro alacrán, esta vez más grande. Con un palo lo tumba al suelo y lo aplasta, pero el animal expide un ruido difícil de definir, es una especie de grito.

Suena su celular. Es un mensaje de Pierre: “no necesito gente como tú en mi vida, ni brujería, alguien te amarró. Y es muy fuerte”. Embrujado o no, sale a la oscuridad hecho un nudo. Ya se comprometió con Orlando a comprar esa tierra. Da unos pasos, la luna llena se ve gloriosa, ella no sabe de papeles y propiedades.

Al regresar a su cabaña observa que hay cinco tortugas muertas justo a un lado del cadáver del alacrán que picó a Celia. Habrán perdido el rumbo. Repara en el campamento de tortugas que ha quedado relegado entre el amplísimo terreno de Sara del mar y unas cabañas nuevas que construyen. Hay una luz azul afuera. Algo lo empuja a ir hacia allá: no quiere pensar más en lo ocurrido. El pasante de arquitectura lo presenta con “el tortuguero”, un tipo alto, guapo y de pelo ensortijado. Es biólogo y ha trabajado los últimos diez años en Chacahua; lleva seis meses esperando el permiso oficial para patrullar la isla, pues hay mucho “huevero” en busca de nidos, la gente cree que los huevos de tortuga son afrodisiacos.

Piensa que perdió el tiempo mirando cómo Orlando se emborrachaba a la espera de un sello que lo convertiría en un flagrante destructor de nidos. Les cuenta a ambos sus dudas sobre el terreno sin atreverse a mencionar la escena con Orlando. Nadie puede venderte tierra aquí, zanja “el tortuguero”, esto es parque nacional; aunque cada vez se instalan más paracaidistas cerca de Casa Tatú, si alguna autoridad con ganas de salvar al manglar se aparece, puede correrlos a todos, y a mí me alegrará, para eso necesito el permiso de patrullar, quiero obligarlos a apagar sus bocinas y sus luces porque es zona de desove. Si realmente quieres tierra, compra allá en Puerto Escondido, hay lotes regulados, aquí no, esta zona, además, es de narcos: entraron con todo y muchos chicos de la comunidad ya andan en eso.

“El tortuguero” cuenta que en 2017 el guardaparque de la laguna, un biólogo de 37 años considerado por sus colegas como uno de los más experimentados de la zona, fue acribillado por dos sujetos en una motocicleta. Y a la fecha no hay culpables. Los narcos no dejan que los biólogos hagan su trabajo; desde Calderón se apoderaron de las zonas protegidas donde se hacían labores de estudio e inspección. Nadie quiere ser guardaparque, hay que aceptar el dinero del cartel y hacerse de la vista gorda con los transportes de droga. A los biólogos que no cooperan, los secuestran y torturan, en el mejor de los casos. Ya no hay condiciones para el trabajo de campo, termina, dándole una larga calada al churro. No compres aquí, no tienes pinta de “tuluminati”, a esta isla le quedan diez años antes de volverse Tulum.

***

Ha roto el trato con Orlando, quien no se quedó contento hasta soltarle una buena cantidad de dinero. Se la dio por temor a las represalias, quiere continuar visitando su isla. La vida de los huéspedes en Sara del mar seguirá igual en sus cuatro noches restantes: muchos cabellos rubios en pieles bronceadas, niños corriendo felices, tía Mode en la hamaca, tablas de surf, y una mesa larga, comunal, donde se mezclan las lenguas y Pierre reparte afecto, bromas, consejos espirituales, sin siquiera mirarlo. Ante su puerta continúan las cinco tortugas muertas junto al alacrán; los siete han sido expulsados del paraíso.

Imagen de Jason Ramos

Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz

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Posted: May 8, 2022 at 8:19 pm

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