Para defendernos de los muertos
Alejandro Badillo
Alguna vez leí en un libro de antropología que, para muchas culturas, los ritos funerarios funcionan como una especie de protección para que al recién fallecido no se le ocurra regresar entre los vivos. Oraciones, cantos y danzas reconfortan a los deudos por la pérdida de un familiar y, al mismo tiempo, establecen un límite infranqueable entre la vida y la muerte. El mundo cristiano, al menos en Occidente, revistió el atávico miedo al inframundo con su propio cielo e infierno; sin embargo, el concepto sigue siendo el mismo: un muerto está muy bien donde está y hay que asegurarse de que el proceso siga su curso normal más para tranquilidad nuestra que para la de ellos.
Se ha vendido muy bien la compleja relación del mexicano con la muerte. Desde las ceremonias en Pátzcuaro hasta las calaveritas de azúcar. Los turistas sacan fotos mientras se eleva el humo del incienso y resplandecen las flores de cempasúchil. Sin embargo, una de las costumbres muy arraigadas que, imagino, se reproduce en casi todos lados y para la cual, por fortuna, no hay tours para extranjeros, es la serie de supersticiones y ritos que se realizan en México cuando se entierra a alguien. Cuando murió mi abuelo, un trabajador de la industria textil que emigró de Zacatlán a la ciudad de Puebla, atestigüé de primera mano una gran cantidad de costumbres que, hasta ese momento, ignoraba. Lo primero, como se puede suponer, es convocar a los vecinos. El duelo y las lágrimas fueron pronto sustituidos por la urgencia de atender a la gente que llegó y que se sentó alrededor del ataúd. La logística debe ser impecable para no ser malos anfitriones y que todos tengan café y pan a la mano. La sala pronto estuvo llena de gente. Algunos, por supuesto, hablaban de mi abuelo, pero otros aprovecharon la ocasión para saludar a algún conocido que no habían visto. Fue extraño atestiguar pláticas que incluían consejos de cocina y quejas sobre la crisis a escasos centímetros de donde reposaban los parcos huesos de mi abuelo. Lo siguiente –cuya compleja dinámica aún no logro discernir– fue el asunto de la cruz. Mi abuela y algunos tíos comenzaron a elaborar el calendario de cambio de la cruz una vez que los restos de mi abuelo estuvieran en el cementerio. Me explico: a partir de determinado tiempo la cruz original tiene que cambiarse por otra de madera, luego por otra diferente y, al fin, por una de metal que, supongo, es la definitiva. Cada cambio, por supuesto, debe estar acompañado de su respectiva reunión que no sólo incluye misa sino comida para los acompañantes. De camino al panteón ninguno de los hijos de mi abuelo pudo cargar el ataúd. “Es para que no sienta que lo entierran. Es como si se quisieran deshacer de él”, me dijo una prima con una seguridad que no le conocía. Al fin, después de la serie de rituales, asuntos más de chamanes que de humanos, enterramos a mi abuelo en una lluviosa tarde de junio.
El siniestro epílogo de la experiencia fue que, si no mal recuerdo, en la cruz definitiva que mandaron poner mis parientes se lee esta frase: “estubiste con nosotros y nos llenaste de alegría” (sic y recontrasic). Para mí, escritor y maestro, esa garrafal falta de ortografía es un signo de muy mal augurio. A pesar de que mi abuelo no era un hombre de letras, temo que un día se dé cuenta del error y regrese a reclamarme en una noche tormentosa. Por eso espero que los laberínticos rituales de su entierro funcionen de verdad así como funcionan –según muchos mexicanos– las bolsas llenas de agua que se cuelgan del techo para que no entren las moscas. Los vivos y los muertos debemos conservar una saludable distancia.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: June 15, 2017 at 11:18 am