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Luis Jorge Boone: la melancolía del paisaje

Luis Jorge Boone: la melancolía del paisaje

Alfredo Núñez Lanz

Luis Jorge Boone es un escritor que transita entre algunos géneros con una habilidad que le ha procurado importantes premios y el ansiado reconocimiento crítico. Como cuentista, no teme exponer sus inquietudes con un desinhibido manejo del habla coloquial, casi siempre anclado en las inflexiones del norte de México, de la cultura pop y una que otra modulación del altiplano, donde ahora radica. Los personajes de Suelten a los perros, su nuevo libro de relatos publicado en formato electrónico por Ediciones Era –con una portada que desmerece debido a su ilegible tipografía sobre una foto en azul y negro– se insertan en el paisaje desértico de Monclova; transitan por carreteras, padecen el calor y la precariedad de un ambiente en concordancia con su desolación. Cinco hombres viven la pérdida del amor y de sí mismos; sin rumbo fijo, ansían un cambio que les procure salir del marasmo en el que han quedado hundidos, pero de manera acertada, la realidad les regala más de lo mismo, como si, burlona, los hiciera conscientes de su pequeñez. Los vendabales del desierto los arrojan y mueven a capricho y la pluma de Boone, irónica y afilada, los hace entender que el cambio tan ansiado puede estar en las pequeñas luchas cotidianas, en tomar decisiones aparentemente inocuas, como llamar al exterminador de plagas o perseguir a un raterillo adolescente.

El primer relato, “Mi vida con las plagas”, narra la historia de un profesor de mediana edad que se encuentra en franca y estoica decadencia: habita una casa en obra negra propiedad de su hermana, pues se ha divorciado. Este antihéroe apodado Richard padece la presión de no asumir una masculinidad estereotípica y es objeto de burlas por carecer de la fuerza o habilidad práctica que se espera de los hombres. Resulta interesante que el personaje sufra las consecuencias de un machismo aceptado y promovido por las propias mujeres: “Se rio y me dijo que me faltaba más actitud acá, de machín, y procedió a desabotonarme la mitad de la camisa y a doblarme las mangas hasta los codos. Ahora camina así, me ordenó, y abrió los brazos mientras bamboleaba las caderas, como echando para adelante el pito que no tenía. Me negué. Ensaya, Richard, y verás cómo te sale ser más hombre”. Boone coloca el dedo en la llaga que algunos feminismos se niegan siquiera a ver: la participación de las propias mujeres en el esparcimiento de conductas sexistas. Richard vive una violencia velada: durante los dos años de su relación con Nidia es obligado a solucionar “cuanto desperfecto apareciera en su casa […] a huevo con mis propias manos, como cualquier bato que se precie de no ser maricón”. Para ser considerado deseable, o siquiera tener el derecho de llamarse hombre, Richard debe condescender y arremedar las posturas viriles que le recomienda su novia; paradoja lapidaria que encuentra su contrapunto en la pequeña historia que comparte uno de sus alumnos en su ensayo escolar, un texto donde confiesa las golpizas recibidas por su mujer y antes por su propia abuela, que termina con una reflexión al vuelo:

—Las morras son plaga para los batos. Los batos son plaga para las morras. Los masculinos y las femeninas son especies diferentes. Bien fácil se vuelven el azote de

la otra parte. Si no convivieran, el mundo estaría mejor, habría menos gente. Por eso son plaga.

Para colmo, la hermana de Richard también lo juzga un incompetente; preocupada por la descarriada vida de su hermano, lo forza a una ridícula sesión con su líder espiritual, un pastor que según ella le ayudará a retomar el buen camino. En un claro ejercicio de poder, Richard debe aceptar, pues la amenaza es el destierro, quedarse sin casa. Casi una fábula sobre la incomprensión de los sexos, “Mi vida con las plagas”, sobresale por su pertinencia en estos tiempos polarizados.

“Quimeras por la mañana”, el más entrañable de los relatos –y también el de mayor impulso reflexivo– se centra en la intensa relación de un padre joven y su hija. El relato abre con una escena donde ambos juegan a formar un rompecabezas, símbolo de las inconexiones que obsesionan al protagonista: incapaz de encajar en el tejido social, como una pieza rota o defectuosa, Solís niega sus sentimientos, pues es la única manera de sobrellevarlos: “Pensaba en sí mismo como un asunto en suspensión”. Aferrado a su niña como a un clavo ardiente en un muro de tedio existencial, acepta las humillaciones de su exesposa y su solicitud de pasar la Navidad con la familia política, resignado a ser un elemento sobrante, pues bajo su cada vez más depresivo punto de vista, “el infierno es la inconexión con los otros […] Las experiencias que crees compartidas son en realidad puentes fantasma por las que caen las solitarias almas humanas”. Víctima de su propio desarraigo, Solís es un personaje gris que sueña con escaparse al “gabacho” para evitar la desconexión con el único ser al que se siente adherido genuinamente: su hija. Entre la melancolía y el deseo, Solís enternece por su atinada configuración y se yergue como el personaje más logrado del volumen.

En “El club de salir a correr los viernes” un coordinador de contenidos digitales entregado al caos de la vida freelancer, descubre in fraganti a unos ladrones que se dedican a las autopartes. Gracias a que vive con los horarios de cabeza ha subido mucho de peso y se confiesa incapaz de aceptar que tiene un noviazgo con una chica. Mutuamente marcan los límites de manera tajante, pero con tal de no perder ese vínculo efímero con Margarita, el hombre de este relato inventa que los viernes ha comenzado a correr con un grupo de amigos con tal de cuidarse y bajar la barriga. Es así que desarrolla una obsesión por encontrar al chico que se roba los espejos en el vecindario. Una vez más, la obsesión surge del tedio. Los relatos “Cien fotografías iguales” y “Las glorias del cine al alcance de todos”, compartiendo el espíritu de la canción de derrota cantada al calor de las copas, se enfrentan a un mismo destino: la pérdida.

Quizá lo único reprochable del volumen es que todos los personajes están cortados con la misma tijera y el mismo tono: en aras de configurar una especie de arquetipo del hombre norteño –fregado, amante de los videojuegos, en consonancia con el sopor y la melancolía del paisaje– Boone termina por ofrecer un solo personaje. No hay rasgos distintivos: todos comparten el mismo léxico, casi la misma edad e iguales problemáticas en relación al sexo opuesto. Ninguno parece comprender o siquiera establecer un vínculo sólido con sus exparejas; los cinco protagonistas están solos, enfrentándose a la áspera cotidianidad que les recalca sus fracasos. Todos son la antítesis de los discursos de autoayuda y los engaños del lucrativo couching empresarial, han renunciado a la idea de volverse triunfadores o siquiera masculinos –bajo la noción tradicional–. Cuatro de los cinco relatos están narrados en primera persona, aspecto que vuelve aún más complejo diferenciarlos. Sin embargo, ¿esto es verdaderamente reprochable al autor?

En el cada vez más estrecho gremio editorial mexicano –asfixiado por la pandemia y la nula política cultural–, el espacio para publicar relatos ha quedado reducido a unos cuantos sellos valientes que, como buenos kamikazes, están dispuestos a vaciar sus bolsillos a favor de un género que paradógicamente es más afín con nuestros tiempos de angustiosa inmediatez. Sin embargo, son cada vez más frecuentes las exigencias de volúmenes que presenten una “unidad”, ya sea temática o de cualquier índole. Si el mismo personaje aparece en otros textos, aunque en diferentes tramas, mejor, pues la tiránica unidad ayudará a catalogarlo y, por consiguiente, a venderlo. Las historias independientes, versátiles, que dejan saborear una variedad de personajes, tonos y situaciones han sido sustituidas por volúmenes homogéneos: cuentos encadenados, sucesivos, interconectados, o que quepan en una misma cajita es lo que seduce ahora, pues es más fácil ponerles el moño y exhibirlos en la vitrina. Pero una cosa es que un libro de relatos ofrezca un espíritu en común que deje entrever vasos comunicantes, preocupaciones o contrapuntos, y otra cosa son los libros de cuentos disfrazados de novelas que por desgracia son los que generalmente encuentran un lugar en las mesas de novedades.

El cuento reciente ha tenido visibilidad y relativo éxito encuadrado en la llamada “literatura de género”, cada vez más de moda entre los poquísimos lectores. Y el escritor que quiera adentrarse en el relato deberá ceñir sus textos a la restrictiva “unidad” que tanto se aprecia hoy, si quiere publicar. Por ello no me atrevo a reprocharle a Boone que haya sucumbido a la coercitiva cohesión. Agradezco que su realismo sucio rompa con el marco genérico en el que se inserta, a diferencia de varios de sus coterráneos, aún clavados en la narcoliteratura y sus derivados.

 

Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hogueraSu Twiter es @NunezLanz

 

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Posted: May 6, 2021 at 9:04 pm

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