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AMLO: Pasar a la historia

AMLO: Pasar a la historia

Jorge Cano Febles

Para el presidente  el paso a la Historia no solo es necesario sino que ya se dio. La gran Obra ya está en marcha y la envergadura de los cambios es imponente. Como la historia no fluye sino que todo ha sido definido ya, las críticas carecen de sentido.

Desde hace un tiempo en México el debate de ideas está francamente muerto. Gracias al beligerante estilo de gobernar del Presidente, el espacio público ha devenido en una confusa y perpetua gresca, de dimes, diretes, ataques y cancelaciones; se ha convertido, asimismo, en una zona tóxica, incómoda, poco interesante e improductiva, donde cada vez es más difícil encontrar un piso mínimo para conversar o abrir espacio a temas y agendas diferentes a las del presidente y su partido. Aunque hay algunos nuevos actores y proyectos, o están financiados por el gobierno y sirven como plataformas de propaganda y golpeteo, o no logran escapar de estas inercias. Se extrañan hasta las polémicas literarias o estéticas de años anteriores o los debates, muchas veces incendiarios pero pertinentes, sobre juicios, interpretaciones, matices y propuestas. Hoy esto parece imposible porque reinan el insulto, el anatema, el cinismo y la ansiedad de control hegemónico.

Escribo esto, entonces, provocado por dos tuits pretéritos e insignificantes, pero que tocan tangencialmente un tema de mi interés y me van a servir para escalar algunas reflexiones. Los tuits son de Hernán Gómez Bruera, personalidad mediática protagónica en este sexenio. Decían así (en el contexto de la discusión sobre el testamento político, a principios de año):

[23/01/2022] Critican “el testamento político” de @lopezobrador_ porque les encantan los gobernantes mediocres, que sean simples gerentes para administrar los intereses de los poderosos, que no tengan la más mínima ambición de pasar a la Historia.

[25/01/2022] “Hacer política es pasar a la historia”, dijo esta mañana el presidente. Creo que eso piensa genuinamente @lopezobrador_ y a sus enemigos eso les cala (y les caga) porque son incapaces siquiera de concebir un pensamiento semejante.

Aunque creo que los tuits aludían a la oposición fervientemente antagonista del Presidente distribuida en los partidos políticos, la élite empresarial, el sector privado, los medios y las diferentes capas sociales, quise escribir este texto porque, en cierto sentido, en su momento, sí me calaron, ya que conceden y aceptan lo mismo que veo. Y me da gusto encontrar un piso común, porque así puedo glosar mis impresiones, justo sobre ese tema, sin miedo a ser tildado de exagerado. Pero esto que estamos viendo en común en mí ha causado —y lo digo con total honestidad, aceptando así la inocencia de mis pasadas impresiones sobre el personaje— la sorpresa; y es incluso lo que más le reprocho al Presidente en este momento o lo que más me intriga intelectualmente sobre la actual formación de poder.

Noto también, como Gómez Bruera, a un Presidente obsesionado por pasar a la historia. De hecho, después de verlo estos tres años, tengo la impresión de que esa parece ser la causa última, el motor de toda esa política que gesta, y en esto radica mi principal decepción. Y escribí “sorpresa” porque no estoy seguro de que esa obsesión (personal) fuera necesaria para la causa o algo inherente en el devenir de los procesos políticos, a la implementación de un programa o indispensable para poner supuestamente en crisis al neoliberalismo.

Como el resto de sus homólogos, el pase a la historia de la política nacional le fue dado al personaje en 2018 cuando llegó a la presidencia. Pero creo que este pase no es suficiente para él, y esta insatisfacción vuelta ahora misión es precisamente de lo que habla Gómez Bruera, es decir, eso que lo hace diferente a otras figuras de poder o, más bien, lo hermana con una taxonomía específica. Me parece que la novedad en este poderoso es, sí, la vanidad histórica, una vanidad desmedida.

Pistas sobre esta obsesión histórica se pueden encontrar en lo que yo creo que es su interpretación de la historia nacional, que es una interpretación simplista y autoritaria. Tengo la impresión de que para el presidente la historia reciente de México no es otra que su historia política, es decir, la historia de su movimiento en contra de sus adversarios (antes en el poder) —como se puede leer en A mitad del camino (Planeta, 2021). El México de A mitad del camino no es un escenario complejo, con diferentes actores locales e internacionales, procesos políticos, sociales y culturales, diferentes grupos, víctimas, ideas en pugna, sino un país donde lo importante es el melodrama de poder, las escenas y rumores, las frases y chismes y vendettas que le suceden a él (horizontalmente) en la élite, en una suerte de continuación de la saga del resto de sus libros. No hay tiempo para hablar sobre las mujeres, las comunidades indígenas, el estado del narcotráfico (que define la vida de algunas entidades) o problemas como el cambio climático (quizá el problema del siglo), porque la historia general del país es entendida como la historia política de uno, como un monólogo, una biografía concebida como la gran síntesis en la que se subordinan todas las historias de colectividades, industrias, culturas y regiones —como editorializó en Letras Libres Carlos Bravo Regidor, uno de los críticos más finos del actual gobierno, en 2019.

En ese sentido, según entiendo, el instante en que su biografía –con la llegada al poder– se cruzó con el destino del país, fue un momento fundacional. Este sexenio es tomado, entonces, como un corte en la historia con el cual releer el pasado —un pasado en que la historia era una farsa, casi un pasado no acontecido—, y como el instante del nacimiento de un presente, ahora sí, auténtico. Por ello, es tan importante para el presidente concebir este momento como un momento “de definiciones”. En esta visión de la historia los mexicanos casi no son interesantes (sus opiniones son menores, sus estrategias biográficas irrelevantes), porque su única importancia histórica en la síntesis está ligada a la gran batalla del presente. Este es el momento en que los actores históricos se “quitan las máscaras” y revelan sus verdaderos rostros en la gran batalla del país que es la batalla política entre el presidente (ya en el poder) y sus adversarios, en el marco de la supuesta Gran Transformación, un proceso de “cambio” comparable nada menos que con la Independencia, la Reforma y la Revolución.

En otras palabras, sumada a la necesidad personal de pasar a la historia del presidente, estamos ante esta necesidad constante del poder central efímero por reescribir los términos de la historia general nacional e imponer nuevas directrices narrativas a partir de la historia de uno, en lo que es una operación evidentemente tiránica que reduce la complejidad histórica de un país gigantesco, vibrante y complejo. En otras palabras: estamos ante un intento estatal por centralizar, aplastar y restarle importancia y luces (con narrativa, el erario y el poder simbólico del Estado) al resto de historias a partir una de una opinión, una historia además excesivamente melodramática, simplista y chabacana.

Por otro lado, creo que el paso a la Historia, y no la causa (los pobres, la agenda social), es lo que define el debate de la República a mediados de sexenio. Querellas aparte (como la pugna en torno a la Reforma Energética, eminentemente político e importante), hoy muchas de las diferentes pugnas en el espacio público se reducen no a luchas políticas en la realidad sino a disputas (en palabras, discursivas) por la imagen de la realidad. Los enemigos discursivos de mediados del sexenio ya no son ni los factores de poder (los oligarcas, el ejército, Estados Unidos, los partidos de oposición, los gobernadores, las televisoras), ni el narcotráfico o los criminales de poca o mucha monta (a pesar de que estamos viviendo máximos históricos en niveles de violencia en homicidios, desapariciones y feminicidios), sino los activistas, los periodistas, los editorialistas, los académicos, los especialistas, quienes se dedican profesionalmente (es decir, por vocación y decisión de vida) a escribir, decir y enjuiciar la realidad frente al público.

Lo irrisorio y fascinante de esta tensión entre esta red plural e inestable —robustecida durante la transición democrática— de académicos, periodistas y organizaciones y el presidente, su partido y el gobierno es que ni siquiera es relevante en términos republicanos. De esa red no dependen violencias, crímenes, muertes o injusticias; además, esta red, de hecho, ni dota tan directamente de discurso a la oposición partidista —ellos sí en plena decadencia ideológica, eclipsados, atomizados, derrotados moralmente. No solo eso: esa red (activa y productiva, pese a todo, en el sexenio de Enrique Peña Nieto) ayudó decisivamente a someter con periodismo, investigación, argumentos y evidencia a los gobiernos pasados, favoreciendo una coyuntura en la República para que Morena llegara a la presidencia.

No obstante, esta red es hoy el objeto de campañas sistemáticas de acoso, hostigamiento, estigmatización y difamación de parte del presidente, el Gobierno Federal y las huestes. Lo que se ha buscado es la muerte moral desde el poder central de personas y organizaciones, en un aleteo absolutamente coercitivo, para socavar su legitimidad como actores públicos y, así, decretar indirectamente quién o quién no es válido para decir, enjuiciar y proponer en el espacio público.

Para mantener esta operación viva, el presidente, quizá el hombre más poderoso en la República en este momento, se presenta cada mañana en Palacio Nacional con la intención de, además de informar, tener la última palabra sobre todos los temas de la agenda, actuando a la vez el papel melodramático, y un poco patético, de la “víctima”. Gracias a la plataforma de las mañaneras, no importa qué se diga o cómo evolucione la realidad, porque el presidente (dueño del principal micrófono de la República) siempre tendrá la última palabra.

Sobre esto, por un lado, las huestes argumentan, siguiendo el melodrama del presidente, que el exceso de crítica deslegitimaría el proyecto y podría abrir el camino a la confusión y al caos, y a la toma, de nuevo, del poder por parte de los adversarios. Este tipo de aseveraciones no solo son delirantes sino abiertamente tiránicas, pues conciben solo a un grupo dentro de la República como los únicos moralmente legítimos y preparados para gobernar; además son reaccionarias, ya que convienen que, como ha habido supuestamente algunas mejoras, el estado de las cosas presente es “aceptable” y, por lo tanto, ya no debe ser intervenido, mejorado, revolucionado; y también son antiéticas pues invitan a la claudicación del pensamiento crítico sobre los asuntos públicos de una de las principales economías del mundo.

Pero, por otro, queda la pregunta: si hay problemas más graves, ¿por qué seguimos viendo este antagonismo? Bueno, tengo la impresión de que el presidente, evidentemente obsesionado con el qué dirán en el concierto de los tiempos, no quiere ver su magnífica Obra manchada, menospreciada o empequeñecida. (Quiero exagerar, llevar este apunte al límite: da la impresión de que los antagonistas del presidente hoy son exclusivamente todos los que tienen la capacidad de historiar, es decir, de producir datos, argumentos, evidencia y contranarrativas.)

Me parece también que en esta ansiedad por tener la última palabra y en el enojo con los críticos hay una actitud ahistórica. Para el presidente el paso a la Historia no solo es necesario sino que ya se dio. La gran Obra ya está en marcha y la envergadura de los cambios es imponente. Como la historia no fluye sino que todo ha sido definido ya, las críticas carecen de sentido o están guiadas por intereses podridos, actores que han perdido privilegios o rémoras del pasado. Las críticas son inconcebibles y los críticos y el público deben entender y aceptar el nuevo orden impuesto, la nueva jerarquía. Como los críticos no entienden, deben ser reprendidos, humillados y ubicados. Deben recordar que su lugar, evidentemente, es el Gran Basurero de la Historia. Entonces, ya no se necesitan nuevos actos, nuevos hechos; ni siquiera la Historia cuando en verdad acontece (la pandemia, la guerra, la peor crisis económica en un siglo) debe mermar el discurso histórico oficial; solo hay que defender lo cosechado y terminar de imponer, como sea, en todas las oficinas y en todos los espacios la nueva verdad.

En este sentido, para el presidente la única historia válida es una suerte de historia de bronce automática sobre una Obra inacabada y de resultados inciertos. El presidente quisiera que esta historia recoja las hazañas institucionales, las heroicidades patrióticas frente a los perversos, sus declaraciones majestuosas, sus valientes y emocionantes misivas. Así como el intelectual debería estar en “el lado correcto” de la Historia defendiendo con su pluma y cerebro la transformación, en arte, el amigo de Silvio Rodríguez, quisiera que el pincel, el instrumento, el baile y la cámara también fueran puestos en favor del nuevo orden. Lo que es: el arte concebido como decoración, como una paleta acumulativa que muestre y celebre las proezas gubernamentales y el artista concebido como servidumbre del poder, como agente vaciado de cualquier capacidad crítica.

Ahora bien, atando todo, aunque esta obsesión histórica es evidente, quizá el mayor problema del presidente con la historia es su concepción equivocada de la misma, que es una disciplina —como bien anotó Enrique Krauze—, subordinada a cierta ética de conocimiento. El Presidente quisiera brillar en la Historia por siempre pero el suyo es un acercamiento infantil, ignorante y (de nuevo) tiránico a la disciplina porque la historia no es un concurso, ni un ornato de poderosos, sino es más una suma de ecos, más una conversación que un monólogo, un ejercicio intelectual comunitario, veleidoso y progresivo para darle inteligibilidad al pasado y el presente. En la historia importan, nos importan, las causas, los porqués, los juicios, los procesos, etcétera.

Más importante para la historia del país que las poses épicas, las lecciones de moral y discursos solemnes, que cada tanto nos regala el presidente, están, por ejemplo, solo en este sexenio, la historia del proceso de consolidación del poder militar en México, la historia de la consolidación territorial del narcotráfico, la historia del reordenamiento de la élite política de las diferentes entidades en torno al nuevo partido hegemónico, las respuestas de las diferentes comunidades rurales a la crisis sanitaria y económica o el papel social de las remesas en el equilibrio político durante los peores momentos de la pandemia. Estas historias son interesantes porque, gracias a ellas, podremos entender, o intentar entender, qué pasó.

Asimismo, en el tema de la tensión entre las minorías académicas, científicas, culturales y artísticas y el gobierno es más importante para la historia, no quién tiene la razón en los diferentes puntos o quién acabará ganando en los diferentes antagonismos, como el Presidente y las huestes piensan, sino el enfrentamiento mismo, la tensión como proceso y el proceso como conjunto de hechos en un contexto que hay que, nuevamente, entender, explicar y narrar.

Por ejemplo, sobre esto, el nivel de saña del Gobierno Federal y Morena con la pequeña comunidad epistémica del CIDE, por ejemplo, ya ha cruzado, yo creo, niveles delirantes. El tiempo, la energía, la pasión, el capital político invertidos en Morena para el hostigamiento y la difamación de la institución y de los miembros de la comunidad en lo individual es francamente delirante. Pero este juicio mío es irrelevante para la historia, porque la historia misma es la que nos interesa: el proceso con sus personajes y sus biografías, las ideas en pugna, los eventos, el papel de los estudiantes, los argumentos jurídicos, los posicionamientos institucionales, el resentimiento de los inquisidores, los actos ilegales, las declaraciones, todo esto es la materia histórica; no el resultado de la pugna, sino el todo, que alguien debería ordenar y narrar eventualmente.

También pienso las expresiones lacayas entre las huestes del partido del presidente, así como los oportunistas que han salido de todas partes, no para participar en la causa, sino pasar asaltar el poder y quedarse (supuestamente) del lado correcto de la Historia, aunque sea de manera parasitaria. Son comunes hoy de nuestra República y la corte alrededor del poder central —como en todas las cortes, con un poder central fuerte— el cinismo, los personajes bufonescos, la hipocresía, los delirios de grandeza, las traiciones, el servilismo más abyecto, la falta de dignidad, la ansiedad antipluralista y la pérdida de humor.

Incluso mientras se ha agudizado más la crisis sanitaria en el país y la violencia ha seguido al alza, las celebraciones de los lacayos se han vuelto más hiperbólicas y cósmicas. Lo más curioso es que también estas figuras han tomado (en la gran síntesis) el papel de “héroes”, como si sus defensas cínicas importaran o estuvieran abonando a algo “trascendental”. Mezquinos y ridículos, incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos, estos personajes han perdido el piso de en qué momento han pasado de ser la vanguardia de la historia (2018) a la retaguardia (2022): los bufones de la historia, ya burlados y superados por el nuevo acomodo de los hechos. Pero independientemente de los juicios, ¡ellos son la historia! Uno puede decir: estas actitudes bufonescas pero sistemáticas son históricas. La materia histórica que acompaña el teatro de este sexenio.

También, pienso en el estilo de gobernar del presidente. No en sus poses, sus razones, sus frases, sino él todo: eso que tiene de hombre de espectáculo, de figura de entretenimiento, de actor; su extraordinario carisma; ese belicismo imparable, que lo convierte en el presidente que, quizá, haya insultado (públicamente) a más ciudadanos en la historia de este territorio; esa lógica política que encarna por centralizarlo todo, por ser el protagonista histórico y también la pluma y también supuestamente “encarnar” al pueblo y también tener la capacidad para “leer” al pueblo, por ser a la vez Jesucristo, Josefa Ortiz de Domínguez, Juárez, Heródoto, Gandhi, Fidel y Bulnes, esa necesidad permanente —e indudablemente chusca— por querer tener la razón en todo, ganarlo todo siempre cada semana desde la plaza pública del centro del país, y tener el poder para centralizar hasta las plumas de todos los historiadores venideros. En otras palabras, es más interesante para la historia el presidente (esta singular antípoda de Marco Aurelio) como rareza, como caso de estudio, como pregunta, que como supuesto ganador de la Historia.

Así como también es parte de la historia algo en lo que tiene razón el presidente, y que está bien asentado en A mitad del camino: que, con todo, en el país hay gobernanza y a pesar de los fracasos (Covid-19, seguridad) el país está atado y sigue andando. No llegó el Apocalipsis, ni el desastre que los imprudentes futurólogos vaticinaban y, en este sentido, los proyectistas del desastre quedaron desmentidos por los hechos.

Dicho lo anterior, creo que existen otras agendas más importantes para el Estado que el paso del presidente a la Historia como resolver los problemas estructurales de México. Tres de sus promesas de campaña me siguen pareciendo importantes: los compromisos por erradicar la corrupción, reducir la pobreza y la desigualdad y reducir la violencia e inseguridad.

Sobre el primer punto, al día de hoy no hay una reforma sobre la mesa que plantee mejoras al podrido sistema penal mexicano, que deja impunes casi todos los delitos cometidos en el territorio, como mejorar la capacidades de investigación de los Ministerios Públicos, ni una estrategia seria anticorrupción que pueda tener un impacto no solo en el Gobierno Federal sino a nivel estatal y municipal. Sobre el plan económico, aunque la decisión de priorizar a los pobres será una de las mejores herencias históricas de este sexenio, éste nunca trajo el conjunto de propuestas necesarias para crecer y reducir importantemente la pobreza y la desigualdad; y, ante la peor crisis de décadas, tampoco ha habido una modificación importante del plan original. Y sobre la estrategia de seguridad, lo que sea se está haciendo tampoco está funcionando: ha sido un fracaso formidable.

En fin, por todo lo anterior considero que la obsesión con la historia del Presidente no es interesante porque es irrelevante en términos republicanos, pues lo importante, como él mismo ha admitido, son los hechos. Por eso, más que en los gestos, los testamentos, las vanidades y las escenas, hoy es en la tensión entre la épica discursiva y teatral de este gobierno y el contraste con los buenos, mediocres, magros o pésimos resultados donde está avanzando la razón histórica. Acecha, por supuesto, el fantasma del fracaso y la pérdida de la oportunidad histórica de implementar una agenda de izquierda en beneficio auténtico de las mayorías. Por el bien de México, ojalá dejen a un lado los espejos y empiecen a corregir.

 

© Foto: Eneas de Troya: Una vez más AMLO. Presidente Legítimo de México. Flickr

 

Jorge Cano Febles. Egresado del ITAM, es escritor, editor y analista político. Fue coordinador editorial y autor recurrente del sitio Horizontal. Es coautor, junto a Anuar Portugal, de Cartas a un joven diseñador (RRD, 2020), libro experimental de superación personal para jóvenes artistas desarrollado con el colectivo Red de Reproducción y Distribución Vicente Guerrero Saldaña (el libro está disponible aquí). Twitter: @JorgeCanoFebles.

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Posted: April 7, 2022 at 9:10 pm

There are 2 comments for this article
  1. Alejandro Zaldívar at 7:16 pm

    ¡Qué pobre análisis, calcado de la derecha más reaccionaria! Debiera entender que si AMLO y sus “huestes” combaten diariamente a las posturas retrógradas de la derecha es primero por responder a la cantidad de mentiras, tergiversaciones y falsas noticias que los medios corporativamente diariamente esparcen; y segundo, que si realmente le preocupara a este autor la Historia, entonces también hablaría de la historia de saqueos y crímenes que la derecha ha cometido desde hace décadas. Sí, en efecto, la Historia importa, pasar a la Historia es un deseo legítimo cuando se quiere cambiarla infamia continua de una historia que ha dejado un país en ruinas.

    • Jorge Cano Febles at 12:42 pm

      ¡Hola, Alejandro!

      Gracias por la lectura y el apunte crítico.

      Sobre la segundo, aunque a penas estoy empezando en mi carrera, ¡de hecho sí me interesa mucho la historia, la desigualdad, el crimen, el tema del Estado saqueado y la injusticia, sobre todo del periodo que citas!

      ¡Hasta mi tesis de licenciatura es sobre ese tema! Es una historia política de la antes Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, de 1994 a 2018, que pretende entender los factores de la impunidad y la desigualdad en el acceso a la justicia en ese contexto. Se puede leer aquí:
      https://www.academia.edu/50394018/La_procuraci%C3%B3n_de_justicia_en_la_Ciudad_de_M%C3%A9xico_y_la_transici%C3%B3n_democr%C3%A1tica

      ¿Más textos sobre esos temas?
      -Esta reseña sobre un libro Emiliano Ruiz Parra para esta casa, para Literal Magazine:
      https://literalmagazine.com/obra-negra-de-emiliano-ruiz-parra/
      -Esta reseña (un poco cruel, que ya no suscribo tanto) sobre un libro de José Woldenberg (que ahora irónicamente me parece imprescindible):
      https://revistareplicante.com/la-democracia-de-jose-woldenberg/

      Y en Horizontal, proyecto en que fui editor y autor recurrente, y trabajé tres años, publicábamos no semanal, sino diariamente, análisis polémicos sobre esos temas.
      Sobre desigualdad, pobreza, racismo, género, democracia radical, urbanismo, movimientos sociales, precariedad laboral, neoliberalismo, ¡etcétera!, más discusiones teóricas sobre propuestas. ¡Hasta nuestras críticas de arte eran ideologizadas! El archivo todavía se puede visitar aquí:
      http://web.archive.org/web/20210308181125/http://horizontal.mx/

      Y en el futuro espero publicar trabajos más robustos sobre el Estado en esos años. ¡Sí me interesa mucho ese tema!

      ¡Saludos!

      J.

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