Planchado político
Miriam Mabel Martinez
De pequeña, cuenta mi madre, alisaba mi cabello con un peine mojado, con la intención de desaparecer esos chinos que mis parientes adulaban tanto. Una bebé rebelde que renegaba de sus rizos, supongo, por la atención –¿tensión?– que generaban. Recuerdo que los relamía con lo que fuera pero que ellos, necios, me llevaban la contra y sin conmiseración retaban mi dolor y mis rulos.
Envidiaba el pelo lacio de mi hermana mayor, no sólo porque su cabeza lucía ordenada, sino porque era distinta a la de mis padres cuyos chinos rasurados que evidenciaban ese sello familiar. “Salió a su papá”, “no, a su mamá”; mis chinos, además, no me pertenecían del todo, al contrario de mi hermana, quien será la ama absoluta de su cabello liso. Su imperio lacio no le bastaba, ella deseaba pertenecer al club de los colochos (como nos apodan en el sureste), membresía que le fue otorgada tras someterse a un “permanente”. Aquel tratamiento setentero enchinador de lacias, quienes suspiraban por agitar melenas salvajes como la de Donna Summer.
El permanente de mi hermana fue efímero como su enamoramiento de mi personalidad china; pronto añoró la caída natural del fleco sobre la frente y la facilidad con la que el cepillo recorría la distancia entre el cuero cabelludo y las puntas de su cabello; sobre todo, se extrañó del sinuoso sistema métrico enchinado que reniega de los centímetros y celebra las ondas, unas más apretadas que otras. Su fugaz permanente contrastó con lo que en ese momento parecía un permanente berrinche por domar mis chinos que cual resortes saltaban sobre mi cabeza. Los chinos hablaban por mí aún antes de que supiera hablar. Y no sólo eso, aprendí que rizo era sinónimo de chino antes de saber que chino era el gentilicio de China y que esos chinos eran lacios. Nadie me explicó que la palabra “chino” también nombraba a una de las castas de la Nueva España excluida del Top 5, como narran los cuadros de Andrés de Islas (1774), Miguel Cabrera (1793) y otras pinturas anónimas en las que se retrata la discriminación. En estas clasificaciones, chino es la mezcla de negro con india, o de mulato con india, o de lobo (indio y negra) con negra, a pesar de las variantes, la constante fue el cabello rizado. Así de ignorante me asumí china.
Dicen que el que nada debe nada teme, y yo, ingenua, dejé que mi cabello se esponjara sin restricciones hasta que la presencia alborotada de esos rizos en libertad interrumpieron la formalidad exigida en mis primeros pasos sociales. No cabe duda que todos los caminos colonizados nos llevan a la sumisión con una escala en cualquier localito de barrio de planchado exprés. Son curiosas las rutas de la negación. “Peinadita se ve más bonita”, le sugerían a mi mamá; a ella le pareció normal aplacar su sufrimiento aplastándome los chinos con pasadores o estirándolos en coletas tan cursis como accesorios diseñados para las “señoritas”.
De pronto, los otrora festejados chinos resultaron incómodos por desobedientes. No lograba entender el porqué, pero confieso que la posibilidad de infringir el dictado de las cabelleras controladas me resultó gratificante. Me sorprendió que no tuviera que hacer algo en especial para levantar sospechas, yo era la sospecha en sí. Mi cabello generaba prejuicios aun en las mentes más brillantes que se enmarañaban como mis chinos incomodando a eso que le llaman self confidence. Mi alto rendimiento como estudiante hubiera rendido más si hubiera estado peinada, mis buenos modales hubieran lucido más sino los hubieran opacado mis chinos esponjados. ¿Estaba yo dispuesta a sacrificar mi melena, a someterla a tratamientos químicos alaciadores, a plancharlos hasta que la humedad lo permitiera o moldearlos con cremas antifriz? No, para mí ser china de clóset –sobre todo en una ciudad cuya temporada de lluvias cada año empieza antes y termina después de lo esperado– resultaba un absurdo, un sinsentido adoptado para sobrevivir en un mundo de doble moral, donde se celebra a los chinos respetables, que asumen que su deber es no flaquear y sumisos se dejan estirar, como los de Claudia Sheinbaum. Los tiempos posmodernos exigen cabelleras relamidas que delatan el temor a despeinar el ambiente político y obedientes se acoplan a las voluntades de otros.
Recuerdo con nostalgia la gestión, en la Secretaría de Medio Ambiente del otrora Distrito Federal, de aquella científica de pelo chino que maravillaba a la ciudadanía progresista con sus logros académicos y parecía entender que la agenda de la izquierda del siglo XXI debía ser sustentable y feminista. Su currículum superaba la cuota de género y su competencia la colocaba entre los mejores de su generación. Resultaba una inspiración la presencia de una doctora en ingeniería ambiental, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia de Mexicana de Ciencias, una mujer que nos hacía sentir orgullosas y nos invitaba a imaginar un futuro menos desigual. Una funcionaria de izquierda que se había unido al Consejo Estudiantil Universitario y posteriormente a las juventudes del entonces naciente Partido de la Revolución Democrática (PRD) sin claudicar a sus ideales académicos y sociales. Una científica consciente de que la única manera de combatir el calentamiento global es reducir la pobreza.
Me entusiasmaba ver que había mujeres participativas que nos enseñaban a las más jóvenes la urgencia de tomar acciones, de ciudadanizarnos, de politizarnos, de apropiarnos del espacio público para ahí presumir nuestros rizos saltarines sin temor a la censura. Me alentaba la presencia política de chavas que ejercían feminidades paralelas y distintas a la impuesta.
Chavas sin rímel no por “hombrunas” ni por “malcriadas” tampoco por contreras, sino por decisión. Chavas de mirada cuestionadora con ánimos de resignificar un mundo caduco sujeto al moribundo siglo XX. Chavas cuya onda, expresión e identidad no dependían de tacones ni de comportamientos “delicados” y promovían que las tareas domésticas debían ser unisex.
Me ilusionaba imaginar otro futuro posible, uno más equitativo y justo, en el que las mujeres no tuviéramos que masculinizar nuestras acciones para competir, en el que pudiéramos vestir sin estigmas de escasez de feminidad o demasiada sensualidad, sin reglas antifriz. Soñaba con un futuro de cabelleras exentas de prejuicios, cortas, largas, abundantes, escasas, esponjadas, planas, recogidas, sueltas, pintadas, al natural, teñidas, peinadas, despeinadas que lucieran edad, origen, costumbres y otras formas de ser libres, diría Rosario Castellanos.
Durante el primer lustro del siglo XXI, cuando el éxito del alaciado exprés amenazaba con planchar todos los chinos del planeta, la presencia en la política de Sheinbaum me reconfortaba. Sentía una sororidad colocha que se evidenciaba en la libertad de pensamiento y de participación. China había votado por el ingeniero Cárdenas en las primeras elecciones para jefe de Gobierno del Distrito Federal; china llegué a la transición con un presidente panista, Fox, y un jefe del DF, perredista, AMLO. China también repudié “el viejerío” del Jefe Diego, los chistes misóginos de Hank Rhon (“Mi animal preferido sigue siendo la mujer”), de Fox (“lavadoras de dos patas”), de Peña Nieto (“no soy la señora de la casa”) y de Calderón (“¿Delfina es nombre propio? ¿O así le dicen…?). China luché por la recuperación de un 8 de marzo digno y exento de felicitaciones misóginas con las de Francisco Kiko Vega, exgobernador de Baja California (“Ustedes son lo mejor que nos ha pasado. Están rebuenas todas para cuidar niños, para atender la casa, para cuando llega uno, y a ver mijito, las pantunflitas. No, no, ustedes de veras que son el pilar de la familia y perfectamente lo saben. Muchas felicidades”). China me uní a la indignación ante declaraciones agresivas como las del arzobispo de Guadalajara (“Las mujeres no deben de andar provocando, por eso hay muchas violadas”) o la violencia transmitida en radio como la del chiapaneco exdiputado del PRI Alejandro Gracia Ruíz (“Las leyes como las mujeres se hicieron para violarlas”). Expresiones que me ponían los pelos de punta los cuales volvían a enroscarse cuando pensaba que en la izquierda no sucedía eso. ¡Qué alivio!, porque la izquierda, esencialmente, cuestiona. O eso creí, hasta que el actual gobierno demostró que hay un sector de la izquierda machista.
Me entristece que a la sociedad nos unan los prejuicios pero me asustan más los malos entendidos, como el asumir que las mujeres debemos seguir luchando el derecho a tener derechos, y aún más que seamos incapaces de reconocer el absurdo. Un absurdo tan absurdo como fingir que se es lacio o chino.
Apoyo la cuota de género como una estrategia para alcanzar una equidad, sin que esto signifique complacencia. Ansío la igualdad no sólo de sueldos sino de oportunidades, las cuales seguirán limitadas hasta que no se reconozca nuestro derecho a decidir (lo que sea); de otra forma, la autonomía seguirá siendo una ilusión. La inclusión de las mujeres en la vida pública será lenta mientras las tareas domésticas continúen siendo la fortaleza del “sexo débil”, mientras la paternidad no se ejerza de tiempo completo como la maternidad; mientras las mujeres sin hijos seamos calificadas de egoístas o “incompletas”; mientras la apertura sexual se reserve el derecho de admisión; sobre todo, mientras se nos exija demostrar perfección.
A nadie le resulta extraño que las mujeres debamos esforzarnos el doble para demostrar que superamos las expectativas de lo que sea. Es normal debamos “ganar” ese lugar que no nos corresponde. Somos usurpadoras, por ello debemos dominar cualquier labor, tarea, habilidad u oficio sin la prerrogativa del error, esa es exclusiva del sexo fuerte. Nuestra penitencia es levantar los platos rotos, lavar la ropa sucia (en casa) y mostrarnos bien peinaditas para no incomodar a nadie.
Desde que Claudia Sheinbaum asumió el cargo de jefa de Gobierno, la ausencia de sus chinos me pareció un mal presagio. ¿Por qué alaciarse el pelo? ¿Es más elegante, se ve menos informal? ¿Este look resultaba más conciliador en un país misógino y católico? Me decepcionó la claudicación de una de mis chinas favoritas. Pronto esa decepción se tornó en preocupación. Al alaciado de aquellos chinos (que para mí evidenciaban que no le interesaba ser una más dispuesta a encajar ni a lucir “bien”), le siguió la falta de sororidad, la incapacidad de diálogo y la obediencia a un sistema al que le urge ser transformado, que requiere de la acción política de mujeres decididas a romper el pacto con el fin de construir la izquierda que el siglo XXI necesita. Una que siga combatiendo la desigualdad, que luche contra el racismo y el clasismo; que entienda que pensar y cuidar la tierra es un principio básico de justicia, que promueva la inclusión de todes, no por cumplir con la cuota sino porque entiende y actúa con perspectiva de género contribuyendo en la urgencia por entender que lo personal es político, que el reparto de las tareas del cuidado son parte de la equidad. Una izquierda que no idealice a las mujeres ni las integre a cambio de obediencia, sino que admire su agresividad y la impulse con la misma pulsión con la que celebra la masculina. Una izquierda que acepte mujeres de carne y hueso, gritonas, emotivas, enojonas, gordas, altas y chaparras, morenas y blancas, chinas y lacias, que nos permita equivocarnos y rectificar no con esa permisividad regalada a los hombres, sino procurando solidaridad y rectitud sin género.
A veces sueño que una mañana de éstas, Claudia Sheinbaum aparecerá con tremendos rizos al aire sorprendiéndonos con una voz poderosa y un gesto elástico como sus chinos, contagiándonos ideas hidratadas que planteen rutas alternas llenas de curvas como sus caireles. La imagino con esos rulos, que la caracterizaron en sus pininos políticos, dirigiendo esta ciudad –que en 1996 se orilló a la izquierda– asumiendo la responsabilidad que implica su puesto al aceptar los equívocos y proponer soluciones, para así demostrarnos que hay otras maneras de hacer política…, pero parece que aun en la izquierda las mujeres peinaditas y calladitas nos vemos más bonitas.
*Imagen de Devin Trent.
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).
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Posted: July 4, 2021 at 2:04 pm