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Pobre y sin aseguranza en Texas

Pobre y sin aseguranza en Texas

Ricardo Nuila

Traducido por María E. Pérez

Sin un trasplante, Gerónimo Oregón no podía sobrevivir. ¿Pero cómo lograrlo en uno de los sistemas de salud más restrictivos de los EEUU?

En una silla de ruedas y conectado a múltiples electrodos, Gerónimo Oregón salió de la Sala de Cuidados Intensivos del Hospital Ben Taub el 17 de abril de 2016, acompañado por su madre. Había ingresado por urgencias seis días antes con confusión mental, dolores abdominales y falta de aire. Los médicos le habían extraído alrededor de medio galón de líquido del pulmón derecho, corregido el desequilibrio de sodio (que había sido la causa de su confusión mental) y aliviado un poco el dolor. Ahora Oregón estaba siendo trasladado a una unidad de atención intermedia, una suerte de limbo entre cuidados intensivos y las salas de atención general. Su nueva habitación tenía una bomba de succión en la pared. Cuando se prendía, sacaba un líquido amarillo de la cánula que estaba en su nariz y lo depositaba en el recipiente de plástico transparente al que estaba conectada. Todo su cuerpo: su abdomen, su cara, sus ojos, tenían el mismo color amarillo intenso. Sufría de ictericia, el resultado de la inhabilidad de su cuerpo de eliminar los glóbulos rojos que ya habían dejado de funcionar y cuyo deterioro se acumulaba en todos sus tejidos. En medicina, estos síntomas se conocen como estigmata, la evidencia física de una enfermedad grave. Oregón se estaba muriendo de insuficiencia hepática. Según el cálculo que ofrecían los resultados de sus análisis de sangre, tenía solamente una probabilidad de 18% de sobrevivir tres meses si no recibía un trasplante de hígado.

Cuando conocí a Oregón yo llevaba seis años trabajando como médico internista en el hospital Ben Taub. En mi experiencia, pocos pacientes sin seguro, como era el caso de Oregón, llegaban a la lista de espera de un trasplante. El hospital Ben Taub es parte del sistema de salud pública del condado Harris, una red de servicios que provee atención médica a personas sin recursos, pero como frecuentemente ocurre con este tipo de instituciones, los servicios  que prestan no incluyen el trasplante de órganos, cuyo costo asciende a cientos de miles de dólares. Esa fue la razón por la cual mi enfoque en la atención de Oregón se dirigió a aliviar sus síntomas en la medida de lo posible. En vez de prolongar su sufrimiento con tratamientos agresivos, ¿no era mejor ayudarlo a morir con dignidad? Normalmente, mi recomendación sería no hacer intentos de reanimación cardiopulmonar como, por ejemplo, aplicar estímulo eléctrico al corazón si fallara o de conectarlo a una máquina de ventilación mecánica en caso de paro respiratorio. Pero cuando comenzamos a explicarle este plan a Oregón y a su madre, Emma, ella prontamente dio fin a la conversación con el siguiente argumento: su hijo era muy joven para morir, tenía solamente 36 años. Decidimos entonces que nuestra prioridad sería mantener la función respiratoria en Oregón, aún por vías extraordinarios.

Fue entonces que un estudiante de medicina en nuestro equipo descubrió un dato en el historial clínico de Oregón que nos había pasado desapercibido: en el pasado él había recibido beneficios de Medicaid que posteriormente habían sido denegados. La segunda parte no era sorprendente. Texas es uno de los peores estados del país respecto al sistema de salud, especialmente para personas pobres y con enfermedades terminales, un resultado directo de la disputa política en torno a la implementación del plan de salud del Presidente Obama, la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio o Mercado de Salud (Patient Protection and Affordable Care Act). En su forma original, esta ley habría ayudado a Oregón. Fue diseñada para ofrecer un plan de seguro médico a todos los norteamericanos, beneficiando particularmente a aquéllos que no recibían este beneficio de sus empleadores. Como parte de esta meta de cobertura básica para todos los ciudadanos, la ley ordenaba que los estados ofrecieran Medicaid a cualquier adulto menor de 65 años que tuviera ingresos entre un 38%-100% de la cifra designada como el nivel de pobreza oficial. Oregón ganaba alrededor de $600 en su trabajo en una estación de gasolina, que se consideraba como el 61% del nivel de pobreza. Pero después que la Corte Suprema vetó la expansión del Medicaid en el 2012, muchos estados, incluyendo Texas, rechazaron la expansión del Medicaid y los subsidios federales correspondientes. Texas tiene hoy uno de los sistemas más restrictivos del país para cualificar para los beneficios de Medicaid. Según el reporte de la Fundación Kaiser para Familias (Kaiser Family Foundation), el requisito para que un adulto en una familia de tres personas pueda cualificar y recibir servicios es tener un ingreso familiar menor a cuatro mil dólares por año, o un 19% de la cifra del nivel de pobreza. En la mayoría de los casos adultos sin hijos no reciben beneficios, sin importar el nivel de sus ingresos.

Mis colegas y yo concluimos que en Texas Oregón nunca recibiría un trasplante financiado por el Estado. Sin embargo, el descubrimiento que Oregón había recibido beneficios de Medicaid en el pasado nos daba alguna esperanza. Nuestra interrogante era: ¿si Oregón había cualificado para Medicaid anteriormente, sería posible que volviera a hacerlo para estos servicios?

Oregón nació en la ciudad de México, había crecido en el estado de Michoacán y fue traído a Houston ilegalmente cuando tenía nueve años. Su padre había abandonado la familia años atrás y Emma era la única que mantenía a sus hijos, frecuentemente trabajando en la noche. Cuando Oregón tenía trece años comenzó a sufrir de convulsiones en la escuela. Emma lo llevó al hospital Ben Taub donde se le dio un diagnóstico de epilepsia y se le recetaron medicinas para este mal. A pesar de que las medicinas lograron controlar los ataques, Oregón nunca regresó a la escuela. Ahí fue donde su padre intervino, exigiendo que regresara a vivir con sus abuelos en Michoacán, convencido que recibiría mejor atención médica en México. Emma lo aceptó, aunque más por temor a las represalias del ex-esposo, del que había sufrido maltrato en el pasado. En México, sus abuelos lo pusieron a trabajar en su ranchito cuidando el ganado. No regresó a Houston hasta los veinte años, esta vez como un residente legal de los EE.UU. Aunque solamente tenía una educación de sexto grado era bilingüe y se incorporó a un programa federal de capacitación laboral, el Job Corps, y encontró trabajo inmediatamente.

Oregón trabajaba en empleos que no pagaban mucho, como lavaplatos, ayudante de cocina y asistente en una gasolinera, pero siempre contribuyendo a los gastos del hogar que compartía con su madre. Recibía atención médica, incluyendo el tratamiento para su epilepsia, a través del sistema de salud del condado Harris. En diciembre del 2010, su médico de cabecera comenzó a detectar los primeros indicios de daño al hígado en un análisis de sangre, tenía cirrosis, el resultado de una infección de hepatitis tipo C. El virus de la hepatitis C puede ser trasmitido a través de contacto con sangre contaminada o menos frecuentemente a través de contacto sexual sin protección, y es una causa común de fallo hepático. Según la Organización Mundial de la Salud (World Health Organization), miles de personas mueren anualmente de complicaciones relacionadas a este virus y pacientes con esta infección tienen un 30% de probabilidad de desarrollar cirrosis en los siguientes veinte años. Los especialistas que lo atendieron en ese momento optaron por no tratar la infección, pensando que las medicinas antivirales en combinación con las medicinas contra la epilepsia podrían exacerbar el daño al hígado. Era joven y no bebía alcohol, por lo cual prefirieron simplemente monitorear su enfermedad. 

El 9 de junio de 2014, Oregón no se sentía bien cuando fue a trabajar a su empleo en el turno de noche de la gasolinera. Pocas horas más tarde, comenzó a sentir náuseas, vomitó sangre y se desmayó.  Fue trasladado por ambulancia a Ben Taub, y admitido a la Unidad de Cuidados Intensivos. Su aflicción del hígado había progresado mucho más rápido que lo anticipado. Necesitaría nuevas medicinas y eventualmente un trasplante. El especialista del hígado, sabiendo que el sistema de salud pública del condado no cubría este servicio, lo refirió a un trabajador social, que le recomendó solicitar ayuda del Programa de Seguros para Personas Discapacitadas del Servicios de Seguridad Social (Social Security Disability Insurance), un programa para personas que aún no han llegado a la edad de jubilación pero que están incapacitadas para continuar trabajando. Bajo este plan Oregón podría recibir suficientes ingresos para cubrir gastos de vivienda y alimentación y también le ayudaría a cubrir sus gastos médicos. Pero lo más importante, este programa le permitiría ingresar al sistema de Medicaid: en Texas una persona discapacitada puede cualificar a este programa si tiene ingresos de menos de setecientos treinta y tres dólares por mes y si sus recursos financieros son menores de dos mil dólares. A pesar de las restricciones, Oregón parecía ser elegible bajo estos parámetros.

Cuando salió del hospital, Oregón fue a la Oficina del Seguro Social para solicitar ayuda, completó todos los trámites exigidos y en septiembre del 2014 recibió su tarjeta de Medicaid. Sin embargo, dos meses más tarde, recibió un mensaje que sus beneficios habían sido suspendidos. El Programa para Personas Discapacitadas (Disability Insurance) calcula sus beneficios de acuerdo al promedio de ingresos anteriores a que la persona haya estado impedida para continuar trabajando y como el promedio de los ingresos anteriores de Oregón ascendían a $912 por mes, por encima de los requeridos setecientos treinta y tres dólares, esto impedía que pudiera continuar recibiendo los beneficios. El haber contribuido al sistema de Seguridad Social paradójicamente lo hacía inelegible para recibir los beneficios de salud pública.

Si Oregón hubiera vivido en otro estado, esto no habría ocurrido. En estados que adoptaron el plan de expansión al Medicaid, como el de Virginia del Oeste, Oregón no habría tenido ningún problema en continuar recibiendo ayuda. Aún en otros estados que no adoptaron el plan de expansión, como Carolina del Norte y Missouri, pacientes como Oregón todavía pueden tener la esperanza de obtener un trasplante en situaciones de vida o muerte. Estos estados tienen otras vías que integran los costos médicos de manera que una persona pueda cualificar para Medicaid deduciendo el valor de cuentas médicas por pagar de sus ingresos. El estado de Texas ofrece un plan similar para mujeres embarazadas y menores de edad, pero no para personas discapacitadas. En una conversación con una trabajadora social del centro de trasplantes de hígado de Missouri sobre las restricciones en Texas, me comentó: “Tu estado me parece muy duro.”

Por los próximos dos años, Oregón continuó recibiendo atención de los médicos del sistema de salud pública del condado Harris, y Emma buscó empleos adicionales, incluyendo el turno de noche en un bar de deportes. Les quedaba una última opción: en Texas las personas discapacitadas menores de 65 años que no son elegibles para Medicaid y que no pueden pagar el costo de un seguro pueden solicitar Medicare de modo temprano. Pero aún aquéllos que han contribuido al sistema de Seguridad Social, como Oregón, con bajos ingresos pero de manera consistente, deben esperar alrededor de dos años para que comience la cobertura. Esto es en añadidura al periodo de espera de alrededor de 5 meses para comenzar a recibir los cheques del Seguro Social. Durante los debates en torno a la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (Affordable Care Act), el Congreso había considerado reducir el periodo de espera de dos años a seis meses, pero cuando la Oficina de Presupuestos revisó este plan concluyó que el costo ascendería a 80 billones de dólares, lo cual prontamente eliminó esta opción. Los legisladores consideraron que la expansión al Medicaid abarcaría las necesidades de las personas atrapadas en esta situación. Este habría sido el caso de Oregón si Texas habría adoptado la expansión. En lugar de esto tuvo que esperar hasta enero del 2017 para que fuera aprobado para recibir Medicare, cuando ya habían pasado muchos meses desde que su hígado había fallado y necesitara un trasplante urgente.

Al comienzo de mi práctica médica, durante mi primer turno de noche, un jefe de sala me dio este consejo: “No trates de ser el Llanero Solitario”. Sin embargo, pedir ayuda significaba llamar al médico supervisor y despertarlo, por lo cual por puro instinto de supervivencia, pensé que lo haría solamente en última instancia. Esa primera noche, atendí a una señora con insuficiencia cardíaca. Mientras me relataba su historia clínica, tenía que parar frecuentemente para toser. Aunque pensé que la tos era bastante fuerte, no pensé que fuera a empeorar, pero poco después estaba teniendo serias dificultades para respirar aún sentada en la cama y aferrada a las barandas para sostenerse. Había esperado demasiado, así que llamé a mi supervisor. Revisó rápidamente la radiografía del pecho y observó que tenía líquido en los pulmones. Requería un diurético y lo ordené inmediatamente. Me disculpé con él por no haber reconocido los síntomas de edema pulmonar y por haberme tardado tanto en llamarlo. “¿Para qué si no estoy aquí?”, fue su respuesta. En pocos minutos, la paciente comenzó a respirar mucho mejor. Así aprendí la importancia de la colaboración, de no intentar hacerlo todo por mi cuenta.

Después del traslado de Oregón a la unidad de atención intermedia, discutimos con su madre su cuadro clínico, que estaba empeorando cada día. Le dijimos que el líquido que se estaba acumulando alrededor de sus pulmones había comenzado a asfixiarlo, que el funcionamiento de su hígado era incapaz de prevenir la hemorragias en su piel, y que sus riñones estaban fallando, todo en menos de 48 horas desde que había dejado la unidad de cuidados intensivos. Buscamos nuevas opciones de financiamiento pero siempre acabamos en callejones sin salida. Le preguntamos a la oficina de Seguridad Social si podrían reducir el cheque mensual a los requeridos setecientos treinta y tres dólares al mes para que pudiera cualificar para Medicaid, pero nos dijeron que era imposible tomar esa medida. ¿Habría algún centro de trasplante que lo aceptaría como un paciente de beneficencia? No, esta opción tampoco resultó viable. A pesar de que Oregón se consideraba un buen candidato para el trasplante, no había manera de financiar el costo de atención post-operatoria, incluyendo un régimen sumamente caro de medicinas inmunosupresoras. La opción de comprar un seguro en el Mercado de Seguros tampoco era posible, había pasado el periodo de inscripción abierta, y otros seguros privados le dijeron a Emma que la enfermedad de su hijo tampoco podría ser considerada dentro de los criterios requeridos.

Finalmente, al parecer la única alternativa posible era no tratar de hacerlo todo por nuestra cuenta y buscar el apoyo de alguien con influencia y poder que nos ayudara. El 26 de abril, con la salud de Oregón en pleno deterioro, el equipo médico de Ben Taub llamó a la oficina del representante John Culberson.  Era el representante republicano que había sido elegido por el sector electoral que le correspondía a Oregón. Culberson se había opuesto a la Ley de Cuidado Médico a Bajo Costo y la expansión del programa de Medicaid, pero Oregón era uno de sus constituyentes, por lo que miembros de su personal administrativo comenzaron a indagar en todo el estado buscando quién podría financiar el costo de la evaluación para un trasplante. Dos días después, Emilie Becker, la directora médica a cargo del programa de Medicaid de Texas, me llamó directamente para comunicarme que varias personas de su oficina estaban trabajando en este caso también. Solamente necesitaban un documento adicional, el estado de cuenta del banco Oregón. ¿Podríamos enviarlo por fax para agilizar los trámites?

A este punto la condición médica de Oregón lo incapacitaba para cualquier trámite administrativo, sufría de un dolor de cabeza permanente y sus riñones ya no funcionaban. Su madre logró encontrar el documento y enviarlo al equipo médico. Aparecían tres transacciones: un depósito de novecientos dieciocho dólares del cheque del Seguro Social, un retiro de fondos en efectivo por la cantidad de novecientos dólares y otro depósito de novecientos dieciocho dólares, veintinueve días más tarde. Enviamos el fax, pero le confié mi temor a los miembros de mi equipo médico, que el valor del cheque del Seguro Social impediría que pudiera recibir los beneficios dado que la cantidad excedía el requisito y, por lo tanto, todos nuestros esfuerzos habrían sido en vano. Una de las trabajadoras sociales estaba tan convencida que llegó hasta el punto de escribir en el archivo médico: “Estos beneficios le serán negados.” Sin embargo, esa misma tarde recibí una llamada de la oficina del Medicaid. Oregón había sido aprobado para recibir beneficios.

Mientras nos preparábamos apresuradamente a trasladar a Oregón a un centro de trasplante, recibimos una llamada de la oficina del representante Culberson para preguntar cómo estaba todo. Le agradecí la ayuda que nos habían prestado; “por supuesto”, nos dijo, “había una vida de por medio”. Aunque ni ella ni sus compañeros habían tenido que enfrentar una situación así anteriormente, existía el precedente en el que la acción de un congresista había contribuido a que un paciente en condición crítica pudiera recibir cobertura médica. Hablé con consejeros financieros de varios centros de trasplante de hígado en nuestro estado, quiénes me confiaron que cada tres meses entre uno y nueve pacientes no cualificaban para Medicaid porque sus beneficios de discapacidad sobrepasaban la cantidad máxima estipulada. Nadie sabe a ciencia cierta qué sucede con estas personas, si logran obtener seguro médico o cambian de residencia a otros estados con políticas de Medicaid menos restrictivas, o simplemente mueren por falta de un trasplante. “Estoy seguro de que eso sucede”, nos dijo el representante del Congreso Gene Green, del distrito número veintinueve, que abarca la zona este de Houston. Cuando llamé a Becker para agradecerle su intervención, no pude dejar de preguntarle también, cómo era que por fin le habían otorgado el Medicaid a Oregón, pero ella tampoco tenía una explicación, “al parecer lograron que se involucraran las personas adecuadas”, fue todo lo que pudo decirme.

El viernes, 29 de abril, Oregón fue trasladado al hospital St. Luke-Baylor de Houston, dónde fue evaluado por el equipo de trasplante. Poco después, su presión arterial bajó precipitadamente a un peligroso nivel. Fue intubado y le colocaron respiración mecánica; también recibió diálisis para ayudar al funcionamiento de sus riñones y, asimismo, se le puso en un régimen de medicación por vía intravenosa. Súbitamente la documentación en su hoja clínica había adquirido un tono siniestro: “Este paciente tiene una alta probabilidad de deterioro acelerado y significativo, lo cual requiere el más alto nivel de preparación en caso de la necesidad de intervenir urgentemente”. A pesar de su gravedad, el equipo de St. Luke-Baylor logró estabilizarlo. Entonces decidieron ponerlo en la lista de trasplantes. Según el especialista de hígado, su nombre estaría en los primeros de la lista dada la extrema gravedad y urgencia de su condición.

Pero ese mismo día, las enfermeras detectaron una señal preocupante en el paciente. Cuando le insertaron una aguja para sacarle sangre, no hubo ninguna respuesta de Oregón. Aún más preocupante, cuando le movieron el tubo de respiración para probar si respondía tosiendo como esperado, Oregón se mantuvo inmóvil, sin ninguna respuesta. Una prueba de tomografía axial computerizada  confirmó el peor diagnóstico, había una hemorragia cerebral. La cirurgía no era una opción porque la hemorragia se había generalizado. Los doctores esperaron cinco días para ver si Oregón recobraba la función cerebral básica, repitiendo los mismos exámenes de reflejos en múltiples ocasiones. Una vez que se hizo evidente que Oregón no se recuperaría, quitaron su nombre de la lista de trasplantes. El 10 de mayo, exactamente un mes después de su ingreso por urgencias al hospital Ben Taub, su madre le pidió al equipo médico suspender el tratamiento y desconectar las máquinas que mantenían a su hijo vivo por medios artificiales.

El sepelio de Oregón se celebró dos días después en la Funeraria Santana, un edificio de ladrillos rojos cerca de una de las carreteras más transitadas de Houston. Llegué por la tarde, cuando terminé de visitar a mis pacientes en el hospital. Emma me saludó a la entrada y me llevó hasta el féretro de su hijo. “Míralo”, me dijo, señalando cómo el color amarillento había sido reemplazado por su color bronce habitual. “No tuvimos que usar mucho maquillaje,” comentó.

Le expresé mis condolencias lo mejor que pude. Le dije que Oregón ya no estaba sufriendo. Le dije que la devoción a su hijo había sido motivo de inspiración para mis colegas y para mí. Le pregunté si me permitiría escribir sobre las experiencias que había vivido con la enfermedad de su hijo. “Por favor, hazlo”, me respondió. A través de las estadías en la Unidad de Cuidados Intensivos, primero en Ben Taub y después en St. Luke-Baylor, Emma no se había apartado de su hijo, dormía en una silla a su lado, y le daba masajes a sus pies hinchados después que los médicos y enfermeras salían de la habitación. Antes de eso, cuando estaba enfermo, ella se quedaba en casa con él, aunque afectara sus escasos ingresos, para cuidarlo y protegerlo para que no se cayera. Ahora, en sus últimos momentos, se mantenía a su lado.

Cuando terminé de hablar con ella, me pidió que le pasara un mensaje a todos los que habían atendido a su hijo, no solamente a los doctores, sino también a trabajadores sociales, personal administrativo y el miembro de la oficina del congresista que los había visitado en el hospital. Fue lo que Oregón le había dicho cuando se pensaba que por fin iba a recibir el trasplante. “Me siento tan importante,” le dijo, “porque todos me tratan como si fuera un millonario.”

Este artículo fue originalmente publicado en inglés en la revista The New Yorker

Ricardo Nuila es médico y profesor en el Colegio Baylor de Medicina y profesor de Humanidades Médicas del Honor’s College de la Universidad de Houston.

La traductora, María E. Pérez, es profesora de la Universidad de Houston en el Depto. de Estudios Hispánicos y Coordinadora del Programa de Español para las Profesiones. 

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: July 25, 2017 at 8:57 pm

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