Polvo en las espirales. Las cenizas y las cosas, de Naief Yehya
Alfredo Núñez Lanz
Un escritor “a medias”, mitad mexicano y mitad iraní, que ha dejado de escribir y sobrevive casi por inercia gracias a unos cuántos trabajos de traductor en la Nueva York de finales de siglo XX, recibe un correo electrónico de dudosa procedencia. Entre docenas de anuncios de viagra, prozac y métodos para aumentar el tamaño del pene, este mensaje constituye una promesa con tal de salir de su ensimismamiento, pues se trata de una invitación para inaugurar un auditorio con su nombre: Niarf Yahamadi. El acto se llevará a cabo en la mítica ciudad de San Ismael, en México. Sin embargo, nada en la pobre carrera literaria de Yahamadi justifica aquel mensaje; han pasado años sin que aparezca un libro suyo, algunos de sus colegas lo dan por muerto, no cuenta con un agente, con algún contrato cerrado en una editorial de pedigrí, ni en México ni en Nueva York. A pesar de repetirse que “sólo un idiota podría redescubrir la fe en sí mismo por recibir un correo electrónico de semejante procedencia”, luego de un vaivén de mensajes donde el cobro de honorarios se descarta y ni siquiera el pasaje de avión a San Ismael es absorbido por la institución convocante, Yahamadi decide sucumbir ante la elogiosa y ridícula propuesta sintiendo una mezcla de ego, curiosidad y sentimentalismo.
Este es el preámbulo que Naief Yehya traza en su más reciente novela, Las cenizas y las cosas (Random House, 2017). Valiéndose de arcos narrativos enormes, que por momentos hacen pensar que la trama principal ha quedado olvidada, Yehya se adentra en el pasado de su personaje –con quien comparte origen étnico, terruño, nombre y hasta el quejoso humor por momentos sobreintelectualizado–, entregándose a las nuevas modas de la autoficción. Bajo un tono de confesión y colocando a su alter ego en un remolino cómico-grotesco por el que se deja absorber como algunos personajes de Woody Allen, el autor caricaturiza la vida de finales de siglo XX y el modus operandi de las esferas culturales que, a saber, se rigen por los mismos mecanismos colonialistas y opresores de cualquier otra industria.
Mediante un tono hiperbólico y anclado en la decepción hacia los discursos sociales que todavía marcan las pautas de nuestro “deber ser” –la idea de realización plena vía la paternidad, por ejemplo–, Yehya nos lleva por el viaje de un antihéroe siempre inconforme, resentido, maltratado por las mujeres y consecuente con su propia inercia. Con un tono más ensayístico que novelesco, el autor desarrolla la anécdota del desmoronamiento matrimonial de Yahamadi y Pris, una mujer con mal genio que sobrevive como secretaria temporal “es decir, fuerza laboral sin contrato ni beneficios, mano de obra barata y desechable que se invoca con un simple llamado telefónico a una agencia y se despide con un memorando impersonal”. Desde que ambos personajes se encuentran, no existe ni el más mínimo atisbo de afinidad. La atracción que Yahamadi siente hacia esa joven desabrida, amargada y mediocre “era probablemente lo que la hacía incontratable para la mayoría de los puestos corporativos”.
En las extensas y un poco tediosas 40 páginas siguientes que conforman la segunda y tercera parte de la novela, Yehya no escatima en detalles sobre la desintegración de un matrimonio condenado al fracaso desde el primer minuto y que se ve arrastrado por la inercia hasta el colmo de emprender una frenética búsqueda por convertirse en padres. Esta parte de la narración es casi una comedia de enredos machacona sobre el tráfico de niños, el conflicto moral y la condescendencia del protagonista. Quizá lo que se cuenta en estas partes hubiera tomado mayor relieve con un preciso manejo de la elipsis y evitando tantos juicios del narrador. Aunque la intención es clara: configurar el absurdo en “los círculos infernales de la compulsión paternal” y la búsqueda desesperada de un motivo ulterior que encauce la existencia, Yehya sólo nos regala una frase sorprendente en medio del marasmo narrativo: “No hay nada más inquietante que ver a alguien, que uno cree conocer, transformarse en un desconocido”.
En los siguientes apartados se cuentan los fracasos literarios de Yahamadi, quien parece cargar el estigma de lo inconcluso y la indefinición, mientras culpa a su identidad mestiza: “[…] mis rasgos físicos eran indistinguibles en una ciudad como ésta. Mi piel –ni demasiado oscura ni muy clara– y mi cabello […] me hacían invisible. Un transgresor de filiación indefinible es menos transgresor”. Paradójicamente, continúa viviendo en Nueva York, exiliado del país donde podría ejercer la lengua que lo ancla como escritor y comienza a publicar sin que ello le genere la notoriedad que “la promoción de la necedad” promete. Sus creaciones no contienen “el virus de los libros de éxito globalizado” y mientras, la gentrificación toma por asalto las calles de Brooklyn. Aquí las anécdotas divertidas superan los recursos de las comedias de enredos y arrebatan más de una carcajada. Por ejemplo, el momento en que durante una entrevista televisiva, el conductor confunde a Yahamadi con otro escritor y el bochornoso contexto lo obliga a dar explicaciones sobre una supuesta frase acuñada por él.
A partir de este momento, en La cenizas y las cosas se activa el mecanismo del absurdo que convierte los fracasos continuos del personaje en algo más que el sollozo lastimero de un inadaptado anhelante de reconocimiento y pertenencia. Con una estructura en gradación descendente, la anécdota adquiere aires fantásticos como una reacción natural ante la irracionalidad extrema. Los muros de necedad por los que trepa Yahamadi incansablemente, pues le es imposible derrumbarlos, resultan muy divertidos; su argamasa está construida con el inteligente manejo de la ironía. La desigualdad social, la egolatría de los intelectuales, las expectativas truncas y el cada vez más cínico nihilismo de este antihéroe conforman el escenario de una batalla que se sabe perdida, pero a la que deseamos asistir como lectores, pues como diría Camus: “Lo absurdo despierta cierta rebeldía que puede ser muy fecunda”. Así, la lucha humana, inagotable, necia y porfiada queda disminuida por el aplastante yugo de la naturaleza, siempre ignota, representada por un volcán oculto a la vista de todos los mexicanos y más tarde, por el atentado a las torres gemelas. De manera que Yahamadi y sus aspiraciones son devastados por la fatalidad, el destiempo y la mala suerte de ser atropellado por las circunstancias.
El protagonista va perdiendo toda convicción y queda despojado hasta de sus raíces. Sin duda el patetismo de Yahamadi no resultará atractivo a los lectores sedientos de sentimentalismo y muchos se incomodarán ante el quiebre total y reducción de este antihéroe, pues él nos señala una verdad que no queremos recordar en nuestra cada vez más sofisticada vida: no importa cuánta riqueza material o moral acumulemos, más pronto de lo que imaginamos nos convertiremos en cenizas.
Alfredo Núñez Lanz es autor de los libros Soy un dinosaurio (conaculta, 2013),Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera(Ediciones Era, 2017) . Ganador del IV Certamen Internacional de relato breve en Cáceres, España, 2005 y finalista del Premio Nacional “Sergio Pitol” de la Universidad Veracruzana en la categoría de relato en 2006. Fundador de Textofilia Ediciones. Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el área de novela, 2014-2015 y 2016-2017. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: March 12, 2018 at 10:37 pm