Essay
Ver porno y ser visto por ella

Ver porno y ser visto por ella

Naief Yehya

Cuando una persona con deseos y fantasías eróticas, en una sociedad mojigata, afligida por la culpa cristiana o musulmana o judía, confronta la tentación de tener acceso gratuito y sin restricciones a entretenimiento pornográfico inagotable, incesante, impertinente y de una variedad delirante, debería quedarle claro que tarde o temprano tendrá que confrontar sus fantasmas de una manera muy pública. La oferta de estímulos eróticos —pródiga, generosa y sobreabundante— tiene un precio, que hemos conocido desde los albores de la era digital, pero que hemos ignorado convenientemente. En esencia la ilusión de anonimato y privacidad que ofrece la red digital ha sido tan sólo una ficción en la que hemos querido creer, por la fascinación incontrolable que provoca la mina sin fondo de imágenes porno, por la atracción de lo prohibido. La realidad que deseamos tapar con un dedo es que si uno ve pornografía en línea ésta devuelve la mirada, como el proverbial abismo nietzscheano.

Resulta paradójico y a la vez evidente que el medio digital que suponía la desaparición del cuerpo en nuevas interacciones sociales sin jerarquías, a través de redes y pantallas, el espacio que invitaba la reconstrucción del individuo mediante código, a la transformación del ser en una ciberentidad capaz de convertirse en cualquier cosa, de adoptar identidades fluidas y de desaparecer entre algoritmos es precisamente el territorio inmaterial en el que nuestras huellas son imborrables. Hoy que hay cientos de millones de consumidores consuetudinarios de pornografía podríamos imaginar que para un individuo no tiene importancia ser detectado, rastreado y clasificado por sus consumos pornográficos, que sus experiencias son insignificantes ante la masa de consumidores, sin embargo la estructura social conserva sus mecanismos represores y de intimidación, los cuales aún en un tiempo de cinismo y desparpajo, de apertura y desinhibición siguen funcionando, selectivamente.

Sabemos gracias a Edward Snowden que el hiperespionaje opera sin restricciones, que prácticamente todo lo que decimos, escribimos, vemos, calificamos y juzgamos pasa por numerosos filtros y eventualmente se integra a descomunales expedientes en granjas de datos en donde se configura lo que se supone que somos, ese doppelgänger digital que es nuestro reflejo distorsionado. Ahora bien, al imaginar estos escenarios de espionaje masivo debemos tomar en consideración la cantidad inmensa de información que representaría guardar los datos de preferencias de consumo pornográfico de millones de personas. Tan sólo Pornhub tiene más de trescientos millones de solicitudes al día, por lo que requeriría de alrededor de 3.6 mil terabytes de memoria para almacenar esa información. Esta es una cantidad de datos imposible de ser analizada por ojos humanos en siglos de trabajo. No obstante cada vez hay más algoritmos de inteligencia artificial capaces de procesar bases de datos gigantescas en un parpadeo.

Nuestras andanzas en línea son registradas por varios mecanismos que al combinarse completan algo semejante a una imagen total. Por un lado tenemos nuestra dirección IP (protocolo de internet) que nos identifica y que es reconocida fácilmente (aunque podemos ocultarla con una red privada virtual o VPN, gratuita o de paga), así mismo están las huellas que deja nuestro navegador o browser a su paso y que son recolectadas por diferentes sitios. Esta huella es una identificador global determinado y permanente. Casi todos los sitios (porno y no porno) que visitamos crean cookies y muchos almacenan directamente información suficiente de cada cuenta con la huella de su navegador, así mismo hay otros servicios que no tienen que ver con nuestras búsquedas ni intereses y que recogen la información que vamos dejando en nuestro navegar. En cualquier momento algún hacker puede crear una página en la que haga correlaciones entre cuentas de correo electrónico y visitas a sitios porno, en ella podrá ofrecer listas de los videos vistos por cada uno, con todo detalle. Basta que alguien pueda hackear una o más bases de datos de sitios porno o de los servicios paralelos que, como rémoras, están cazando información y estableciendo conexiones entre huellas digitales para crear anunciar enfocados. Imaginemos una especie de directorio indexado alfabéticamente, así como por perversión y por hábitos, con millones de nombres de personas famosas y desconocidas. Podría haber un sistema de pago para ser “borrado” a cambio de un pago (o una mensualidad) y una vez creado y posteado podría ser copiado, clonado y repetido hasta el fin de la historia. En un tiempo en que hemos visto el potencial destructor de la pornografía de venganza (revenge porn) y posteos como The Fappening, de 2014 (en el que fueron hechas públicas alrededor de quinientas fotos privadas, algunas sexualmente explícitas de celebridades, en un foro de 4chan), es claro que las condiciones están listas para una crisis planetaria de información confidencial.

Es evidente que en una sociedad moderna y abierta el peligro de que se revele a todo el mundo el tipo de pornografía que uno consume puede implicar humillaciones públicas, problemas maritales y familiares, incluso en ciertos casos ser despedido del trabajo. Ver pornografía infantil es un crimen pero ver pornografía con modelos que pretenden ser menores de edad no lo es, sin embargo, si un maestro o educador es descubierto teniendo una fascinación por ese subgénero es inevitable que será considerado como un peligro potencial. Así entraremos a un terreno en el que ciertas preferencias podrán ser consideradas tolerables mientras otras serán alarmantes, sin importar que el sujeto en cuestión no tenga la menor intención de imponer sus perversiones a nadie ni llevar a la realidad sus fantasías. Sus deseos simplemente lo convertirán en una amenaza pública. Ahora bien, en una cultura donde toda expresión o representación sexual está prohibida, como en Arabia Saudita o Irán, la revelación de los hábitos de consumo de imágenes sexualmente explícitas puede llevar al cibernauta a la cárcel o al patíbulo. De hecho la NSA (National Security Agency) ha recopilado información de presuntos terroristas y individuos sospechosos para explotar sus “vulnerabilidades personales”, es decir, para exponer a sujetos considerados subversivos dentro de sus propias comunidades y destruir de esa manera su credibilidad. Esta es una vieja táctica de las agencias de espionaje pero en la era digital su potencial, extensión y facilidad de empleo se ha multiplicado. En un documento de la NSA, fechado el 3 de octubre de 2012, se habla de exhibir a ciertas personas como hipócritas para dañar su mensaje. La NSA se enfocaba en ese momento es musulmanes, algunos angloparlantes, varios localizados en Estados Unidos, que no habían cometido ningún crimen o acto terrorista pero que estaban en listas de sospechosos.

Hace años que la pornografía dejó de ser un negocio rentable para convertirse un producto gratuito, sin embargo, los pornógrafos y quienes se encargan de administrar y dirigir sus sitios tienen en las manos algo más valioso que imágenes de desnudos y de genitales estimulados: la información privada de quienes ven esas imágenes, la frecuencia con que lo hacen, el tipo de géneros que consumen, el tiempo que le dedican y otros detalles. Es de esperar que tarde o temprano, nos preocupe o no, los secretos se revelarán. De acuerdo con Brian Merchant, una prueba reveló que el 91% los sitios dedicados a la salud, que se consideran los más respetuosos de la privacidad, comparten su información con otras corporaciones. Esto quiere decir que cada vez que hacemos una búsqueda de alguna enfermedad, padecimiento o malestar hay una muy alta probabilidad de que este sitio comparta o transmita esa inquietud a otras empresas. Mientras tanto el 88% de los sitios porno permiten a otras empresas acceso a sus bases de datos. Cada vez que en un sitio porno hacemos clic en un video no estamos haciendo únicamente una solicitud a ese sitio sino también a empresas de rastreo, anunciantes y agentes de datos (data Brokers) que les ofrecen servicios, como AddThis y Pornvertising. Además, como ya todo mundo debería saber, borrar la historia de nuestro navegador en realidad es inútil, ya que esa información está almacenada en servidores remotos e inalcanzables. Es probable que los sitios porno no tengan realmente interés en almacenar o utilizar esa información, sería difícil afirmar lo mismo de las corporaciones que también tienen acceso a ella y que dependen de conocer y explotar los hábitos de los usuarios. Además es importante considerar que no hay leyes que limiten el uso que se da a la información que recopilan estas empresas y si bien ahora la emplean para vender bases de datos y enfocar con mayor precisión los anuncios, es imaginable que en un futuro inmediato puedan ser usados para extorsionar cibernautas.

 

Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Entre sus libros recientes están: Las cenizas y las cosas (Random, 2017), Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Razón. Twitter: @nyehya

 

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Posted: February 19, 2019 at 11:20 pm

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