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Entre la asfixia y el fuego: notas en torno al racismo antinegro, la opresión sistémica y el privilegio blanco en las Américas.

Entre la asfixia y el fuego: notas en torno al racismo antinegro, la opresión sistémica y el privilegio blanco en las Américas.

Odette Casamayor-Cisneros

¡No puedo respirar!

Las últimas palabras apenas alcanzando a salir del moribundo George Floyd mientras su garganta se cerraba bajo el peso de la rodilla de Derek Chauvin, entonces policía de la ciudad de Minneapolis.

Ocho minutos y 46 segundos le tomó al verdugo ultimar el linchamiento.

Pero la queja de su víctima, ya apagada casi tres minutos antes de que Chauvin decidiera liberar el cuello de Floyd, era más larga, más vieja. Todavía se escucha.

¡No puedo respirar!

Repetía Floyd como seis años antes lo hiciera Eric Garner al ser estrangulado sobre el pavimento por la policía de la ciudad de Nueva York; como desde la niñez repite hasta inconsciente toda persona negra en las Américas; como se decían nuestros antepasados en las bodegas del barco en que a la fuerza se les trajo desde África hacinados, amordazados.

Asfixia que no cesa.

No podía ser de otro modo. Para que nacieran las naciones americanas, su fortuna y destino, ha sido indispensable el tenaz estrangulamiento del ser esclavizado. Para sostener el sistema entonces erigido, hay que mantener todavía hoy afixiadas las vidas “desechables”, según diría el filósofo Achille Mbembe.

Derek Chauvin pertenecía al cuerpo policial, cuya función en toda sociedad es asegurar la observancia del orden establecido. Es este el principal argumento de quienes se oponen a las multitudinarias protestas con las que se ha respondido al asesinato de George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery por policías y racistas blancos -clímax del abuso sistémico e institucionalizado infligido sobre la población negra. Al criticar las manifestaciones, sus detractores defienden el despliegue represivo. El orden es sagrado, aducen, ha de ser preservado. Mas la sacralidad que le atribuyen esconde la verdad que se niegan a reconocer: ese orden no es casual, no nos cayó de otro planeta. Es el sistema implementado por los antepasados blancos de Chauvin a través de la opresión ejercida sobre los antepasados negros de Floyd. Ni Chauvin ni Floyd conocieron a estos antepasados, pero los mecanismos de dominación impuestos por los unos sobre los otros son los móviles esenciales del crimen.

Junto a Derek Chauvin, confrontando a los peatones que exigían la interrupción de la ejecución, inmutable permaneció todo el tiempo el también expolicía Tou Thao. De origen Hmong, podría uno preguntarse qué emociones se escondían tras sus impasibles rasgos asiáticos. ¿Por qué tampoco en su opinión merecía ser evitado el estrangulamiento de un hombre negro? ¿Por qué a todas vistas Floyd, para él, no era un ser humano, aun si en vano insistían en recordárselo los testigos del crimen?

Hay que denunciar y juzgar debidamente a Chauvin, Thao, Thomas Lane y J. Alexander Kueng, los otros dos policías que intervinieron en el arresto de Floyd. Hay que enfrentar a sus colegas y desenmascarar la violencia policial. La subversión, con todo su fuego y su furia, es necesaria. Pero el problema no se detiene en ellos. Ni siquiera basta con cambiar un presidente por otro, si el sistema al final permanece intacto.

El problema es global. Hay un único sistema dominando el planeta, al cual todos de una forma u otra estamos sujetos. En el poder se mantienen las élites que desde sus orígenes han necesitado asfixiar al otro –el indígena, el negro, el inmigrante no europeo, el individuo no conforme con las estructuras sexuales y genéricas de control social– para mantener su status hegemónico. El poder instaura e impone el orden. Dentro de ese orden nos ubicamos todos. Más o menos privilegiados. Más o menos reconocidos como humanos. Más o menos responsables de la pervivencia de este sistema.

Nosotros.

Todos.

Las protestas estallan diariamente en cada enclave urbano y en suburbios donde la calma cotidiana no ofrecía indicios de que irrumpiera allí el descontento; extendiéndose incluso a otras partes del mundo. Tras dos semanas, se van tornando un movimiento masivo, arrastrando a inconformes de múltiples razas, etnias, orígenes. En el vigor de los multicolores puños alzados, se sienten la compartida la impaciencia ante la acumulación de injusticias y el agravamiento de las presiones económicas. Se distinguen ya señales de una rebelión antisistémica, que por su parte las fuerzas supuestamente garantes del orden intensifican cuando reprimen por igual a todos: hombres, mujeres de cualquier edad y condición, de cualquier color, aun si protestan pacíficamente y no pueden oponer resistencia. La alianza multirracial se solidifica, la sinergia entre unos y otros es revitalizada con cada golpe asestado y oleada de gas lanzada. Una joven mujer blanca usa su cuerpo como escudo, tras el cual puede protegerse un manifestante negro cuando está a punto de embestirle la policía. En su casa de Washington DC, Rahul Dubey, hombre de negocios Indo-Americano, alberga por una noche a casi 70 personas gaseadas por los represores.

Hay entonces esperanza. Podemos a veces imaginar el nacimiento de otra sociedad posible. Aun si la ilusión se desmorona ante la visión de indiferentes jóvenes tomando el brunch, cómodamente sentados, mientras por su lado desfilan los manifestantes -tal vez esperando que una empleada negra les traiga platos aderezados por un cocinero latino; o la de Amy Cooper en el Central Park de Nueva York, llamando a la policía porque un hombre negro le pide hacer lo requerido en un área pública: atar su perro; las de unas despreocupadas señoras cuya marcha es sólo hasta el ahora tapiado Whole Foods donde hacen la compra cotidiana, sin temor, sin apremio. Todo bajo la engañosa tranquilidad de los primeros días del verano -la brisa, el sol, pájaros trinando, y una pareja que pasea sonriente a su bebé, poco antes del toque de queda, como si nada estuviera pasando, convencidos de que, por mucho incendio y alboroto, el mundo -su mundo- nunca va a cambiar. El bebé dentro del cochecito crecerá sano para un día caminar, como ellos, tan seguro de ser bien recibido en las elegantes tiendas del centro de la ciudad, que nunca un policía le cercenará la vida con una rodilla aprisionándole el cuello, que podrá como sus padres pasearse y conversar y hacer jogging sin máscara protectora en mitad de una pandemia, porque aun enfermando, pocas posibilidades tendrá de morir. La muerte inevitable es cosa de negros y latinos, de inmigrantes siempre a punto de ser expulsados y pobres sin seguro médico: gente, en fin, condenada a la asfixia.

No es para nadie un secreto que existen dos Américas, y las corporaciones de la información se obstinan en rendir evidente la separación entre ambas. Caos, destrucción y saqueo, cacofónicos repiten comentaristas en la televisión y la radio y escogen como título, sin apenas dedicarle reflexión, periodistas y redactores. Cubriendo las protestas antirracistas, la prensa nos ofrece una continuidad de los seriales de Netflix en los que no nos quedó más remedio que zambullirnos durante más de dos meses de confinamiento. Ruido de explosiones, el fulgor de la llamarada, tumulto. Un horror que nos paralice -es importante la inanición, permanecer enajenados- y nos deje clavados al sofá, perpetuando el confinamiento provocado por la pandemia. Hay de hecho una nueva pandemia, parecen decirnos los titulares: los negros desesperados, clamando justicia en la calle -ya no en las calles sucias, mal iluminadas y desiertas de los barrios a los que son confinados siempre, con o sin coronavirus; sino en las bien cuidadas y elegantes avenidas del centro de la ciudad, donde nunca han sido bienvenidos.

En una y otra América hay miedo. El New York Times y CNN pueden amplificar el clamor aterrado de quienes lamentan los edificios en ruinas, los supermercados saqueados. No dicen en cambio nada de nuestro miedo cotidiano, el de los negros. No pueden. Nunca han sabido quienes somos. ¿Por qué entonces lo harían, ahora, quienes en épocas menos agitadas hacían coincidir en la sección dominical una tierna crítica a la gentrificación con la invitación a comprar lujosos apartamentos, siempre por más de un millón de dólares, en edificios recién construidos allí mismo, en los solares yermos del barrio “en desarrollo”?

Todos somos el problema.

Lanzar un esclavo rebelde por la borda del barco negrero es sólo un espectáculo de escarmiento, destinado a amedrentar a sus sediciosos compañeros. Linchar a George Floyd en las calles de Minneapolis, no es privar la vida a un ser humano, sino una mera práctica represiva a la cual el cuerpo policial se entrega sin titubeos. Mantener trabajando en plena crisis del coronavirus y aun enfermos a los obreros de las plantas procesadoras de carne y a los trabajadores agrícolas –muchos de ellos migrantes a quienes les es negado el derecho a permanecer legalmente en los Estados Unidos– es un deber patriótico, no un sacrificio humano. Consumir esos productos, continuar financiando con nuestros impuestos a los órganos represivos, es facilitar el exterminio policíaco de los negros tanto como las redadas de ICE.

Más que mostrarse solidarios, emitir notas de condolencia y apoyo, convendría entonces aceptar la responsabilidad y complicidad que tenemos todos con el sistema que deshumaniza al otro, el no blanco, el ser desechable.

Esa es la acción necesaria, ahora, antes de que terminen de arrebatarnos el aire y ya de veras no podamos respirar.

University of Pennsylvania

 

OdetteOdette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Pennsylvania. Autora del volumen Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana y del libro de cuentos Una casa en los Catskills, actualmente prepara nuevas entregas sobre la experiencia y la producción cultural afrolatinoamericanas. Twitter: @odettecasamayor

 

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Posted: June 7, 2020 at 6:01 pm

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