Rapiña: una escritura geológica de Balam Rodrigo
Cristina Rivera Garza
La superficie terrestre por la que avanzan las palabras de Balam Rodrigo está franqueada por ríos: al norte, el Río Bravo, y a 14º 40´35.5” N 92º 08´50.4” W, el río Suchiate. Aunque también aparecen por ahí el río Lempa, el río Vadoncho, y hasta el archipiélago de Sonlentiname. Entre volcanes como el Tacaná o el Tajumulco, o a través de bosques de alquitranes o de bambú, hay cuerpos que caminan en la oscuridad o bajo la niebla, por donde solo es posible atisbar el rojo encarnado de los cigarrillos, listos para abordar la máquina de la travesía letal bien conocida como La Bestia. Podría decirse que el territorio de Libro centroamericano de los muertos, que se hizo acreedor al prestigioso Premio Aguascalientes en 2018, es el de un puñado de naciones: El Salvador, Honduras, Nicaragua, Guatemala y, por supuresto, México, pero si ponemos atención a nuevas definiciones de paradigmas territoriales y, sobre todo, a los protocolos que gobiernan una guerra continua pero informal que se expande sin piedad alguna, tal vez habría que decir que las voces de los cuerpos que se enuncian en este libro de muertos son parte, más bien, de la territorialidad de la guerra. En “Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres”, Rita Segato ha llamado la atención sobre el uso de la técnica pastoral como un tercer momento en la periodización de la biopolítica que rebasa, actualizándolas, las relaciones entramadas entre gobierno y territorio, o gobierno y población. Ya no se trata, como en algún punto de la primera modernidad, de capturar el territorio o de administrar los grupos humanos asentados en el territorio, sino de extraer la máxima ganancia de la población dominada “en su carácter extensible y fluido en forma de red y ya no su jurisdicción administrada por el Estado”. Ya no se busca, pues, la “conquista apropiadora” sino la “destrucción física y moral” de los cuerpos, conformando una “relación de rapiña con la naturaleza hasta dejar solo restos” y produciendo “el sufrimiento como una forma de vida”. (Segato, 81) Parece sólido e inamovible bajo los pies, pero el territorio de la guerra contemporánea, fraguada entre entidades estatales y paraestatales, así como corporaciones mafiosas, se mueve, se expande y se consolida de la mano de los cuerpos que cruzan fronteras. “Por efecto del paradigma del biopoder,” argumenta Segato, “la red de los cuerpos pasa a ser el territorio, y la territorialidad pasa a ser una territorialidad de rebaño en expansión. El territorio, en otras palabras, está dado por los cuerpos… la jurisdicción es el propio cuerpo”. (Segato, 67) Si esto es cierto, si en este momento de acumulación la plusvalía se extrae de cuerpos en aterido movimiento, entonces el territorio que merodea y funda el lenguaje geológico de Balam Rodrigo no es el que está bajo sus pies, sino el que va, intrínseco y orgánico, material y dolido, dentro de los pies mismos. Los cuerpos de los migrantes que salen expulsados de Centroamérica sólo para sufrir todo tipo de torturas y humillaciones—estrategias que exhiban así su afiliación—en un camino tan resbaloso como incesante confirman la existencia de esas poblaciones en rebaño, organizadas a modo de red, donde la lealtad se marca con la saña espectacular de la violencia.
DESPOSESIÓN Y DESAPROPIACIÓN
No son pocos los libros sobre migrantes centroamericanos que documentan con puntilloso detalle el viacrucis de la expulsión. Y el libro de Oscar Martínez, Los migrantes que no importan, recientemente traducido al inglés por Daniela María Ugaz y John Washington como The Beast. Riding the Rails and Dodging the Narcos in the Migrant Trail, se alza entre todos ellos con luz propia. Pero Balam Rodrigo no es aquí un periodista, aunque algunas de las estrategias que emplea en este libro vengan directamente de las páginas de los diarios, sino un poeta—alguien para quien el lenguaje es a la vez un proceso de exploración y una experimentación constante. Como otros trabajos desapropiacionistas, este Libro centroamericano de los muertos convoca textos que, a manera de capas, dan cuenta del tiempo profundo de la devastación. Convergen en sus páginas, pues, las páginas de libros canónicos como La breve relación de la destrucción de las Indias, que Fray Bartolomé de las Casas publicó en 1552, los textos en los que se resguardan las señas de la oralidad que los vio nacer, y los encabezados de la prensa cotidiana de inicios del siglo XXI, todos en un campo horizontal y yuxtapuesto donde se interpelan continuamente, en contrapunto siempre con las palabras “originales” del poeta, adjudicadas a los muertos que, como el encontrado en 18º 07´34.I” N 94º 29´qi.4” W, “solo sé que no soy mudo”.
La desapropiación, así, abre a la vista el proceso de desposesión por el que atraviesan y del cual son resultado los itinerarios de los migrantes centroamericanos, señalando con certitud estética (que no policiaca) el origen de los textos que la poesía comparte. Lejos de impostar el yo poético, o de intentar hacerse pasar por el otro al que conmina, la estructura del Libro centroamericano de los muertos deja en claro que la muerte—resultado de la precarización y de la desesperanza, de la saña del capital y de la violencia de las pandillas—abre el campo para la aparición de las breves biografías que se enuncian ya en un yo solo y precavido, o en un nosotros que da cuenta de una comunidad compartida, pero que siempre constituyen una interrogación. Desde el río Suchiate, esta voz que viene bajando desde los Cuchumatanes, desde “los bosques /de azules hojas de la nación Quiché”: “Dos machetazos me dieron en el cuerpo/ para quitarme la plata y las mazorcas del morral:/ el primero derramó mis últimas palabras en quiché;/ el segundo me dejó completamente seco”. Luego, conforme los polleros y coyotes confirman que ven su fantasma en la rivera, declara: “se aparece un fantasma, pero yo sé que soy/ que he sido y seré, el unigénito de los muertos,/ guardián de mi propia sombra, negro relámpago de mi pueblo,/ bulto ahogado en esta poza en donde inicia Xibalbá”. (Rodrigo, 29) Mientras tanto, dos cuerpos de texto estipulado como ajeno, ya a través de las itálicas y ya por los corchetes y los puntos suspensivos, describen la travesía del “último indígena mam” desde el Suchiate hasta el Bravo. Las palabras citadas dan cuenta, por una parte, de los esfuerzos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas para conservar a los quetzales en la biósfera de reserva del volcán Tacaná, especialmente en las laderas del volcán y entre las comunidades serranas de Cacahoatán y Unión Juárez; y, por otra, del camino del migrante: “alumbro mi camino hacia México con una tea de sangre/ bajo un cielo enzopilotado que picotea mi lengua/ y los brillantes ojos de mi cabeza cercenada”. (Rodrigo, 41) Las biografías continúan: está el niño que nació y huyó de Soyapango y que tendrá 11 años para siempre; está el cantante que yace lejos del río Lempa, decapitado y sin voz; está el hijoeputa que a los 14 llevaba ya 20 muertos a cuestas y todavía se sumó a los de La Letra, o al que secuestraron en Nuevo Laredo, Tamaulipas, y se asfixió a sí mismo tratando de escapar.
No es un detalle menor que cada sección de este libro doliente inicie con un escrito de Fray Bartolomé de las Casas. Sus denuncias de las “matanzas y estragos” cometidos contra las poblaciones indígenas de la colonia, apenas intervenidas aquí con un nuevo set de personajes —en lugar de encomenderos o virreyes, ahora se listan coyotes, policías, militares y narcos— continúan siendo tan pertinentes hoy como lo fueron antaño. De hecho, esa especie de intervención ventrílocua que permite la canalización de voces del presente en textos pretendidamente del pasado muestra que los patrones de migración que caracterizan el inicio del siglo XXI no son parte de un proceso de neo- o pos-colonización, sino de una única operación de colonización, cuyos orígenes se remontan a la acumulación originaria con la que, de acuerdo a algunos, se inaugura el antropoceno. El pasado, ya lo aseguraba el novelista serbio Milorad Pavic, siempre está a punto de ocurrir. La colonialidad, que nunca ha dejado de manifestarse, también.
LA MÁQUINA TOTÉMICA
En La guerra contra las mujeres, Rita Segato distingue entre dos tipos de feminicidios: “aquellos que pueden ser referidos a motivaciones de orden personal o interpersonal —crímenes interpersonales, domésticos y de agresores seriales—, y aquellos de carácter francamente impersonal, que no pueden ser referidos al fuero de lo íntimo y en cuya mira se encuentra la categoría mujer, como genus, o las mujeres de cierto tipo racial, étnico o social” (Segato, 85). La distinción, aunque discutida en ciertos círculos, es fundamental para argumentar el caso sobre los genocidios de mujeres (Segato los llama feminogenocidios) en el cual tanto víctimas como victimarios pertenecen a colectivos (corporativos, raciales, de género), y que aumentan exponencialmente en condiciones de guerra informal. Las voces de las mujeres masacradas que emergen, certeras, en Libro centroamericano de los muertos, pertenecen sin duda a la segunda categoría y, como tales, forman parte del incremento bárbaro de feminicidios impersonales: un 111% en El Salvador entre 2000 y 2006; 144% en Guatemala entre 1995 y 2004; 166% en Honduras entre 2003 y 2007 (Segato, 86).
La voz que viaja desde Tapachula, Chiapas, 14º 53´37.0” N 92º 14´49.0” W, no solo cuenta la historia de persecución generacional que sacó a la familia de Guatemala, arrojándolos a la selva chiapaneca, sino también los mecanismos del engaño que la volvió víctima de trata de personas en un prostíbulo de la frontera. Como en otros casos, su cadáver aparece en el río, en este caso “el pútrido río Coatán”, desde donde avisa: “Quiero decirles que ni todo el peso de la tierra/ me asfixia tanto como el peso de uno solo de los cuerpos/ jadeantes y sucios que en vida soportaba”. La historia de María N, fallecida a los 19 años en el río Bravo sin haber alcanzado el sueño americano, contada aquí desde Sabinas, Coahuila, a 27º 54´14.4” N 99º 53´44.9” W, aparece primero en un recorte de periódico rodeado aptamente de comillas, para luego abrirle la puerta a un torrente verbal en que la primera persona del singular arremete contra la violencia impersonal —el feminogenocidio— que se perpetra día a día en tierras mexicanas: “México soltó sobre mí todos sus perros de presa,/ su virgen de las amputaciones, su violación masiva y patriarcal”. Pronto, sin embargo, el yo se transforma en un nosotras que poco puede contra la máquina totémica que se les avienta encima y les trepana el cerebro y les arrebata la piel: “la jauría de los asesinos del viento; y nosotras exhaustas,/ clandestinas y fugitivas del fuego nuevo,/ hincadas ante el aullido metálico de La Bestia”. (Rodrigo, 38)
La cartografía de la trata no se detiene en la frontera sur y continua, por otros medios, un historial de violencia ejercida en el seno mismo del hogar de procedencia. Desde San Juan del Río, Querétaro, en las coordenadas 20º 30´21.2” N 99º 52´03.6” W, un par de mujeres de Honduras habitan la primera persona del plural para desde ahí decir: “Esclavas de la usura, abandonamos/ desde siempre nuestros cuerpos a la infamia, y apenas niñas,/ acostumbramos la carne a la música yugular de la violencia paterna,/ a las heridas maternas, a la explotación hermanal, y aquí,/ en nuestro éxodo por México, nos secuestra un huracán de suicidas/ para apaciguar su sed en nosotras, para mercar con nuestro sexo,/ y sin lástima mutilar nuestros pechos mordidos, y así los pechos/ de sus madres para luego vendernos y olvidarnos en las jaulas/ de pequeños dioses proxenetas que se beben la sangre de un trago”. (Rodrigo, 83)
Si la saña con la que se marca los cuerpos de las mujeres en migración responde a un afán de lealtad y afiliación en el territorio resbaloso de la guerra informal de nuestros tiempos, la trata aparece aquí como una constante, tanto en términos de participantes como de métodos. Corporaciones y colectivos de hombres mexicanos, con redes que se despliegan por todo el país, se abalanzan contra los cuerpos de las centroamericanas para asegurar, por una parte, la ganancia máxima; y, por otra, con igual relevancia, la devastación física y moral de un enemigo, igualmente masculino e impersonal, al que se las ofrecen como víctimas sacrificiales. Este, que es un crimen contra el cuerpo, es también uno de los modos del quehacer constante y cruel de la máquina totémica contra el territorio.
RAPIÑA Y TERRITORIO
Uno de los primeros poemas incluidos en este Libro centroamericano de los muertos le pertenece a la voz de un coleccionista de plantas, un hombre especialmente interesado en la “filogenética y evolución floral de Gunnera mexicana/ planta de enormes hojas conocida como ´capa de pobre´”. (Rodrigo, 34) Sus observaciones acuciosas del camino de regreso a su campamento por el volcán de Tacaná dan cuenta de las presencias humanas (“Treinta hombres, quizá más”) con las que se cruza sin apenas saberlo, pero también de las no-humanas con las que comparte vereda. El viento es un “machete oscuro” sobre los helechos y, gracias a su paso entre el bosque de bambú, “único en su tipo en todo México”, puede oír el tañido de su “cáscara verde”. (Rodrigo, 35). El ruido de sus botas sobre la hojarasca se entrelaza, así, con la música natural del Tacaná y con los olores del medio ambiente, entre ellos el de copal del liquidámbar. La preponderancia de la geografía no sólo emerge aquí como parte de los poderes descriptivos del lenguaje respecto a las características del paisaje sino también, de hecho desde el mismo inicio, en la insistencia sobre la importancia de la ubicación de los hechos y los orígenes materiales de las palabras: muchos de los poemas de esta colección le deben su título a las coordenadas geográficas, un sistema de referencia que utiliza números, letras y símbolos para representar la posición horizontal (latitud y longitud), así como la altitud de la posición sobre la tierra. Los nombres de ciudades y otros puntos de referencia, que también son añadidos a los títulos, no son de ninguna manera suficientes. Es necesario proveer también la información científica que sitúe con precisión el lugar de los hechos. El pacto de materialidad del libro queda establecido justo así: los cuerpos ocupan espacios, los sitios son ocupados por seres humanos y no-humanos, todos juntos y la violencia que los une y los destroza forman el medio biofísico de la nueva guerra.
La palabra rapiña es sinónimo de robo o saqueo, especialmente cuando el proceso se lleva a cabo con extrema violencia y aprovechando el descuido o la falta de defensa de la víctima. La rapiña no nace de la vulnerabilidad, sino que produce el estado de ser inerme. En la obra de teatro en que Elena de Troya es transformada en Marilyn Monroe, Anne Carson expone las raíces griegas y latinas de la palabra rapere: “Si cortas una flor, arrebatas un bolso, posees una mujer, saqueas un almacén, arrasas pueblos u ocupas una ciudad, estás tomando algo por la fuerza. Eres alguien que arrebata. En el griego antiguo se usaba la palabra, que llegó al latín como rapio, rapere, raptus sum, y nos la entregó en inglés como rapture y rape: palabras manchadas con la sangre más temprana de las doncellas y la vieja sangre de las ciudades, con la histeria del fin del mundo”. Rita Segato define el verbo rapiñar como la acción que, en contexto de la guerra contra las mujeres, devasta física y moralmente cuerpos, tribus, familias, comunidades, territorios. Hay aves de rapiña volando en círculos sobre todo esto. Y, abajo, impertérrita, los mecanismos de una economía de rapiña se desatan con furia sobre los cuerpos que son el territorio de los lúgubres tiempos que nos marcan. Balam Rodrigo se vale del lenguaje propio y ajeno —y de la yuxtaposición entre ambos— para des-sedimentar las capas de violencia que la rapiña de la acumulación ha colocado una sobre otra al menos desde inicios de siglo XVI hasta nuestros días. Entra cada capa se despliegan las voces de los muertos y, también, las expresiones de plantas y animales que pueblan los bosques y ríos, caminos y las laderas de los volcanes de Centroamérica. Su ruido es música y aviso. Su presencia, refugio y tradición. El que colecciona materiales para un herbario avanza entre los bosques de alquitrán a la vez como científico y denunciante, poeta y pariente. De ahí que las dos imágenes que aparecen en el libro, cada una de su propia familia rodeada de amigos migrantes expulsados de Honduras o Guatemala, dejen huella de una comunidad conformada por el reconocimiento mutuo y la empatía y, si la poesía lo hace del todo posible, la solidaridad.
Aunque se define como poeta o, como lo expresa en el subtítulo del libro, como un integrante más de “los escribidores de poesía”, Balam Rodrigo también se coloca frente a estos materiales con la función del testigo que observa, pregunta, escucha, anota. Así, muy a pesar mío, y con toda la indignación y la rabia míos, testifico que […] dice en los entresijos de las palabras de De Las Casas, transcribiéndolas y subvirtiéndolas al mismo tiempo. La suma, otrora de denuncia, se presenta ahora como una “suma poética” que, siendo igualmente brevísima que la que vio la luz en 1552, es ahora, además, literaria (itálicas de Rodrigo). Pero esta obra literaria, que ha desapropiado textos y voces, muestra el rango de posibilidades de las escrituras del capitaloceno.
*Imagen de Sergio y Adeline
Cristina Rivera Garza es la autora de Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999), La cresta de Ilión (México/Barcelona: Tusquets, 2002), La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Dolerse. Textos desde un país herido (Mexico: Sur+, 2011) entre otros. Su título más reciente es Había mucha neblina o humo o no sé qué (México: Literatura Random House, 2016). Es columnista en Literal Magazine. Su Twitter es @criveragarza
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Posted: September 8, 2020 at 8:08 pm