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Cocodrilos en la noche, de Gisela Heffes
COLUMN/COLUMNA

Cocodrilos en la noche, de Gisela Heffes

Rose Mary Salum

Relatar la muerte de un padre no es, de ninguna manera, un tema nuevo en literatura. Lo que resulta novedoso no es solo cómo se cuenta, o quizá los motivos que suscitaron la partida de ese ser querido, sino la capacidad expresiva del autor para poder transmitir la pérdida y las circunstancias que se atraviesan una vez que el padre se ha ido. Eso es justo lo que hace Cocodrilos en la noche, de Gisela Heffes, publicado por Ril editores: el lector puede contemplarse en el espejo del dolor, ver sus propias emociones calcadas en las páginas de una novela que nos relata la historia de una pérdida esencial.

Y así empieza Cocodrilos en la noche, cuando se nos advierte que el padre de la narradora ha muerto; muy a la manera del Túnel, de Sábato, de tantas otras novelas que anuncian la muerte de un personaje solo para acabar recorriendo el libro y confirmar que, en efecto, ese personaje al fin se ha ido. La primera escena se desarrolla en Disney World cuando, en medio de uno de las atracciones de Tomorrowland (una de las fantasías creadas por Walt Disney que prometen la felicidad eterna), el personaje principal —Gisela Heffes que, a su vez, se desdobla en Vera— recibe la noticia fatídica.  La confusión es importante y el desdoblamiento se lleva a cabo desde las primeras páginas.

Ese desdoblamiento se manifiesta a lo largo de esta historia para mostrar dos realidades: la que se vive y la que se siente.

En la realidad que se vive, el personaje, o quizá el autor, no hay que olvidar que este libro navega entre la autoficción y la ficción, hay un padre enfermo, una ciudad en decadencia y un sistema médico que bajo la máscara de la soberbia y hermetismo esconde su ineptitud.  

En la realidad que se siente, presenciamos los efectos de lo que significaría la posible pérdida así como la experiencia del destierro y una relación disfuncional con la madre y la madre patria.

En la realidad que se vive, somos testigos de las escenas en el hospital, las calles sucias de un Buenos Aires en decadencia, de una narración lineal y extrovertida.

En la realidad que se siente, accedemos a un cuaderno de notas, la intimidad del personaje y una variedad de perspectivas vistas desde la persona que vuelve del exilio y ve su país como si fuera una pintura de Picasso que nos muestra todo tipo de realidades fragmentadas conviviendo en un solo punto temporal.

En la realidad que se vive entendemos la prepotencia en el personaje del Doctor Casabilla. Nos enteramos de la historia de los padres del personaje, de su vida actual, de su vida pasada y la afectación que ésta ha tenido en Vera (¿O Gisela?) y su hermano.

En la realidad que se siente, el cuaderno de notas arropa al lector y lo levanta en vilo para cambiarlo de perspectiva como una cámara que disecciona con su mirada la misma escena desde distintos puntos.

El efecto final desciende en la profundidad sicológica del personaje que se desdobla en un binomio.  Ahonda también en la práctica médica que desde su posición intocable deja a su suerte, no solo al enfermo, sino a la familia entera. Porque si es cierto que la partida de este mundo se experimenta en completa soledad —nadie ajeno al proceso puede compartir lo que se vive, se piensa o se siente cuando se tiene a la muerte frente a sí mismo— ,  la familia y los que rodean al padre, son víctimas de un engaño que se disfraza de piedad y, más que consolar, recrudece la experiencia del dolor:

Doctor Casabilla, ¿por qué no fue directamente al grano y nos dijo, desde un comienzo, que la enfermedad de base que sufre nuestro padre es como un animal salvaje y hambriento y que este animal necesita devorar a su fiera sin piedad alguna? Que le arranca la carne, las ganas de vivir, las ganas de agarrar el teléfono, el celular (que es más cómodo para el que está postrado) y hablar con su familia, con sus hijos, con sus nietos, sus amigos de la infancia y alegres. Ser feliz. Hasta eso se devora. Y usted eminente doctor, por qué no habló de manera franca, por qué optó por esa falta de transparencia. Por revelar la verdad a medias, opaca, ambiguamente. Se lo digo porque usted se hace el sota. 

Asimismo, a lo largo de la novela, la constante reflexión sobre la escritura estudia la función de la palabra. No solo como vaso comunicante, sino como el recipiente de las emociones y la identidad propia. En la función de la escritura se pueden encontrar todo tipo de intertextualidades y citas pero, sobre todo, la escritura se presenta como destino, como esa fuerza que revela la propia escencia.

Se da cuenta de que al escribir, rememora. Escribir es reflexionar. Subraya esto último. Especula sobre escribir, sobre su escritura, y ahora, ya en el avión y de vuelta a ella, la Vera o Gisela, que una vez soñó con ser escritora, se da cuenta de esa urgencia por escribir, por devenir escritora. Apunta:

Un escritor que no escribe es un ser que se va matando poco a poco.

Quizá ese/a escritor/a sea yo.

Soy un descompuesto de materia. Una nada que nadie quiere recoger.

Y al cabo de este vaivén entre lo que es y se experimenta desde la emoción, el lector se pregunta quién en verdad narra y quién es la que vive la impotencia de ver a un padre consumirse, la que no reconoce su ciudad, la que mira con ojos críticos la forma condescendiente de practicar la medicina, la que arrastra una relación inconclusa con la esposa del padre, la que ha dejado una familia entera en el otro país que habita, la que no puede salvar a su padre enfermo ni devolverle la salud y la energía para insertarlo de nuevo en la vida.  En este juego de espejos y dualidades (salud y enfermedad, Argentina y Estados Unidos, Vera y Gisela, Madre y madrastra, arraigo y desarraigo), ¿son todos estos temas a la vez uno? ¿Es Vera la que, haciendo un guiño con su nombre, nos muestra la verdad o es Gisela, la propia autora, la que a través del sufrimiento nos muestra lo que en realidad sucedió?  ¿Cuál de ellas será la que, algo enajenada, se derrumbará frente a la mesa y un café caliente hasta disolverse en una figura efímera y se evaporará en un cielo azul e infinito? ¿Cuál de los dos países puede ofrecer eso a lo que llamamos apego e identidad y que será heredado a generaciones por venir?  Quizá la lectura de esta novela emotiva y visceral  podría darnos algunas respuestas.

 

Rose Mary Salum es la fundadora y directora de Literal, Latin American Voices. Es la autora de Tres semillas de granada, ensayos desde el inframundo (Vaso Roto, 2020), Una de ellas (dislocados, 2020) . El agua que mece el silencio (Vaso Roto, 2015), Delta de las arenas, cuentos árabes, cuentos judíos (Literal Publishing, 2013) (Versión Kindley Entre los espacios (Tierra Firme, 2003), entre otros títulos. Su twitter es @rosemarysalum

 

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Posted: November 25, 2020 at 10:33 pm

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