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Rebelión en la granja

Rebelión en la granja

José Antonio Aguilar Rivera

No es una casualidad que el papel del intelectual como conciencia moral de la sociedad que inauguró Zolá vuelva hoy a tener entre nosotros una extraña y extemporánea vida. Es Guillermo Sheridan quien, en esa honrosa tradición, ha levantado el guante de la honestidad intelectual.

En plena guerra mundial George Orwell escribió Granja animal, una feroz crítica a Stalin y a la URSS. La fábula daba cuenta de la traición que significó la revolución rusa. La rebelión de los animales de una granja contra los humanos fue capturada por los cerdos y su líder, un chancho llamado Napoleón, se convirtió en un tirano antropomórfico. Encontrar editor en Inglaterra para el libro fue muy difícil; no solamente porque el gobierno británico, entonces aliado de los soviéticos contra Hitler, desalentó su publicación sino porque, en general, fue considerado “inoportuno”. Antagonizar al dictador ruso dificultaría, se pensaba, el esfuerzo de guerra conjunto. No que la mayoría estuviera en desacuerdo con la triste imagen de la revolución soviética que dibujaba Orwell en su sátira (aunque un número no menor de intelectuales ingleses simpatizaba con el régimen soviético) sino porque consideraciones de mayor envergadura hacían aconsejable evitar criticar al aliado coyuntural. La respuesta de Orwell a este dilema fue clara: la verdad sobre la tiranía estalinista no debía subordinarse a la conveniencia política. El argumento de que el libro ayudaba a Hitler no lo arredró. Si la libertad significa algo es decirles a los otros lo que no desean escuchar.

Es cierto que el gobierno parece tener toda la intención de intervenir políticamente en la designación del próximo rector de la UNAM. Sin embargo, aducir que no se debe criticar a la Universidad Nacional porque esto ayudaría al gobierno en sus designios es un error.

Una universidad que no contempla, o no puede, retirar los títulos que otorga cuando estos son  obtenidos de manera  fraudulenta falla en un nivel muy elemental de su misión como institución de educación superior. Más aún si se trata de la universidad nacional. Esto es lo que ha evidenciado el escándalo de la ministra Yasmin Esquivel que plagió su tesis de licenciatura en la FES Aragón. Es cierto que el gobierno parece tener toda la intención de intervenir políticamente en la designación del próximo rector de la UNAM. Sin embargo, aducir que no se debe criticar a la Universidad Nacional porque esto ayudaría al gobierno en sus designios es un error. Las universidades requieren de parámetros éticos para mantenerse como referentes en la sociedad. Si la UNAM no emprende una radical reforma para garantizar la integridad de los títulos que otorga su valor social se verá seriamente mermado. Revocar un título es –y debería ser— un evento excepcional y cuidadosamente diseñado para ofrecer garantías de un proceso justo. En algunos países esa decisión la toma una autoridad judicial o administrativa. Ahí hay oportunidades no solo para la justicia sino para la chicanería, la ineptitud o la corrupción. Es lo que he visto de primera mano en un caso que me atañe personalmente en la Universidad Autónoma de Madrid. Sin embargo, aunque sea difícil es crucial que la sanción de revocar un título académico sea real y no meramente hipotética. En esa posibilidad descansa la integridad de los grados que otorga una universidad. La revocación debe ser vista no como un castigo extemporáneo a un infractor deshonesto sino como una garantía para los estudiantes y egresados de una institución de que sus títulos mantendrán su prestigio y valor.

El presidente le ha regresado la pelota caliente al rector de la UNAM. Es, sin duda, una maniobra política que busca debilitar a la universidad. Sin embargo, también es una oportunidad para que esa institución cumpla con su obligación. Es posible que si lo hace le siga una andanada y una carga.

El presidente le ha regresado la pelota caliente al rector de la UNAM. Es, sin duda, una maniobra política que busca debilitar a la universidad. Sin embargo, también es una oportunidad para que esa institución cumpla con su obligación. Es posible que si lo hace le siga una andanada y una carga. Algunos analistas piensan que responsabilizar a la universidad disminuye la presión sobre la ministra plagiaria para renunciar y da pie a la intervención abierta en el proceso sucesorio universitario. No me convencen estos argumentos porque lo que está en juego para la UNAM es de una trascendencia tal que no puede mirar a otro lado. Se juega su razón de ser.

Parecería configurarse en el país un choque entre dos visiones, dos concepciones, de la ética y la moral pública que este caso particular encarna. El affaire Esquivel es crucial porque la actitud de la ministra –su negativa a renunciar–  es representativa no solamente de su carácter moral, sino, sobre todo, de un frío cálculo sobre los costos que enfrenta. Una parte del país, empezando por el presidente, cree que el plagio –y las diversas ilegalidades que la acusada ha cometido para tratar de evadir su responsabilidad—no son graves. Es una apología cabal de la sociedad  deshonesta, una cruel broma a su lema de “no robar”. Lo dijo con todas sus letras Andrés Manuel López Obrador: es una falta menor, no es como los robos “de antes”. Es claro que Yasmin Esquivel renunciaría si existiera una opinión pública que de manera contundente rechazara las acciones que cometió. Se ha dado cuenta que no es así: que tiene de su lado, no solo a otros que como ella han construido sus carreras plagiando el trabajo de otros sino a un sector de la opinión pública que la apoya. El estándar se tambalea. La impunidad en este caso tiene vastas consecuencias transformadoras para la moral pública. Esta es, por tanto, una lucha por los parámetros éticos de la sociedad mexicana. La impunidad individual es una cosa; el cambio del parámetro es otra. A eso nos enfrentamos. Si una trasgresión  deja de ser vista como una falta  –según ha ocurrido en el pasado, a veces para bien, otras para mal– la conducta se naturaliza como normal y aceptable: ocurre un cambio normativo. Eso es exactamente lo que está en juego. Hay otra parte de la opinión pública, los dreyfussards anti-plagio, para ponerlo de manera jocosa, que creen que es vital mantener la muralla aunque haya sido penetrada. No es una casualidad que el papel del intelectual como conciencia moral de la sociedad que inauguró Zolá vuelva hoy a tener entre nosotros una extraña y extemporánea vida. Es Guillermo Sheridan quien, en esa honrosa tradición, ha levantado el guante de la honestidad intelectual. Se ha argumentado que las sociedades democráticas prescinden de esas figuras. Parecería no ser así.

Es claro que Yasmin Esquivel renunciaría si existiera una opinión pública que de manera contundente rechazara las acciones que cometió. Se ha dado cuenta que no es así: que tiene de su lado, no solo a otros que como ella han construido sus carreras plagiando el trabajo de otros sino a un sector de la opinión pública que la apoya.

Aceptar la normalidad del plagio –como un pecadillo de juventud o como un desliz sin mucha consecuencia ni importancia– es la amenaza a la idea de una sociedad honesta. Hay mucho más en la mesa que la silla de la ministra. En esta coyuntura lo que haga –o deje de hacer– la UNAM es crucial, porque puede constituirse en el baluarte de la defensa de la integridad académica. Qué nadie se llame a engaño: esta es una  coyuntura crítica en la historia de la Universidad Nacional.

 

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: January 17, 2023 at 9:49 pm

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