Reinos del sueño
Adolfo Castañón
Ilustración de Luis Gal
Para Fabienne Bradu y Armando Salgado
I
He tenido a lo largo de la vida diversos sueños premonitorios, algunos relacionados con las letras y su mundo. Puedo decir que he sido siempre un soñador, a veces más despierto, a veces más dormido, a veces en vela.
II
Los siguientes textos encierran la mancuerna sueño-obra literaria. Además tengo unos cuentos ya publicados donde el sueño tiene una función central, como es el caso del cuento “La cruzada de los perros” que figura en el libro Atrapados en la escuela (1994), e incluido en La batalla perdurable (1996). Algunos poemas míos me fueron “dictados” en el sueño, incluido el título… Un ejemplo es “Filocalia”, que me fue “impuesto” una noche hace años en el hotel Salmones de Xalapa. Cuando leí el “Profesor Miseria” de Truman Capote, sobre un vendedor de sueños, me impresionó vivamente.[1] Sé que Las mil y una noches es un libro poblado de sueños y de sueños de sueños.
III
El sueño de una reseña: El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez
Cuando salió publicada la novela El amor en los tiempos del cólera (1985), escribí una reseña para Vuelta.[2] Después de escribirla, soñé que García Márquez me llamaba por teléfono. Como solía hacer de tanto en tanto, parte de mi acuerdo laboral, le conté mi sueño a don Jaime García Terrés, el director del FCE. Pasaron las semanas. Un día se aparece mi secretaria que me pasaba las llamadas muy emocionada para decirme que estaba en la línea: “¡El Gabo!, ¡el Gabo!”, que quería hablar conmigo. Tomé la llamada. Me dijo que él habitualmente no leía las reseñas que hacían de sus libros pero que por casualidad había leído la mía en Vuelta, revista que en principio no leía pero que había sentido que tenía que llamarme, que si yo le podía explicar por qué lo había hecho. Le dije con toda la calma que yo sí sabía, que le preguntara a su amigo García Terrés si no le había yo contado hacía semanas que luego de escribir la reseña lo había soñado a él, a García Márquez, y que por eso me llamaba. Se quedó mudo. Para aligerar el silencio, yo me puse a hablar de los sueños en la Antigüedad clásica y de los presagios y de La interpretación de los sueños de Artemidoro.[3] Durante la conversación hablamos de que entre los pueblos primitivos, los mayas, los griegos, los romanos, siempre se ha dado gran importancia a los sueños. García Márquez, para mi sorpresa, sabía mucho del tema. La conversación fue más o menos larga. “No me diga Maestro, dígame Campeón.” Así lo hice durante toda la vida…, si bien no nos veíamos mucho, cuando él me avistaba en alguna embajada, coctel o en alguna feria, me reconocía y saludaba diciéndome. “Campeón”. Quizá lo soy en el reino de los sueños.[4]
IV
El dedo de oro
Un día soñé con Guillermo Sheridan. A su lado, veía yo a una figura colosal que andaba dando traspiés por un largo corredor de espejos. Cuando lo vi, le conté mi sueño. Se demudó. Me dijo que una escena muy parecida se desarrolla en su novela El dedo de oro (Alfaguara, México, 1996). Ese que yo había visto como un coloso, lo es realmente en la novela, era el personaje inspirado en el líder sindical Fidel Velázquez… Se quedó impresionado de que yo me hubiese metido en su fantasía narrativa desde mis sueños. La reseña se publicó en Letras Libres.[5] Soñé otras veces a Sheridan.
V
La región más transparente
En enero de 1999, en el No. 1 de Letras Libres, publiqué una reseña titulada “Léxico City blues o La región más transparente”. Lo que está detrás de esa publicación sobre Carlos Fuentes le puede interesar a quien quiera asomarse tras las bambalinas de la industria editorial y trazar los ires y venires entre el sueño y la crítica literaria. Días antes de que entregara a la revista Letras Libres el texto que yo no sabía que iba a escribir un mes antes, me habló un amigo francés, Jean Franco, para pedirme un artículo que sería editado en un libro de circulación académica dirigido a los estudiantes de español en Francia. Me habló un viernes… lo inquietante es que yo soñé la víspera que tenía que escribir un artículo sobre La región más transparente de Carlos Fuentes. Me desperté a medianoche y lo escribí. Cuando al día siguiente, Jean Franco me llamó pidiéndome excusas por lo intempestivo de la solicitud que me iba a hacer, pues había que entregar el texto sobre la novela de Fuentes en unos cuantos días, yo le dije que no se preocupara pues justamente lo acababa de escribir… y le conté… El texto publicado tiene algo.[6]
VI
La cruzada de los perros
[Fragmento]
[…] El antiguo Museo Nacional en la calle de Moneda contenía una reproducción de la tumba real de Palenque. Había que bajar por una escalinata insegura y mal alumbrada. Al final, podía verse el sepulcro a través de una ventanilla. Ahí estaba el cuerpo cubierto con alhajas de jade opaco, la cabeza enmascarada por un rostro esmeralda.
En la catedral, bajo el altar principal, se abre una cripta subterránea. Descendíamos a ella y, en medio de una luz indecisa, palpábamos el salitre de una piedra gastada y húmeda. Corría la leyenda de que quienes tocaran esa piedra serían protegidos por las fuerzas al acecho del México antiguo.
Buscaba los túneles, las criptas. En medio de las llanuras suburbanas, encontraba sin dificultad las construcciones abandonadas. Cubría con láminas los cimientos abiertos; permanecía días enteros en el interior de aquellas construcciones. Aquellas frágiles trincheras me hermanaban con el topo, como me exigían mis lecturas. Eran las vidas de los grandes arqueólogos y la leyenda de sus descubrimientos. Leí y releí hasta el cansancio las vidas de Schliemann, Thompson y Carter. Los arqueólogos ilustraban que vivir era descubrir tesoros prohibidos, desenterrar ciudades sagradas, despertar fanfarrias dormidas entre ruinas, rescatar a los más remotos abuelos de la furia muda de sus sepulcros sin sosiego. En la tibia oscuridad de mis madrigueras imaginaba la historia patas arriba, los niños éramos los ancianos fundadores, los padres recién nacidos; los viejos, nuevamente niños, se aproximaban vacilantes, como al borde de una caverna, al gran misterio del nacimiento. Me sorprendía la inocencia de los otros, no entendía por qué los adultos renunciaban tan alegremente a la antigüedad. Por cierto, no abundaban los compañeros en aquel mundo subterráneo. Fui de hecho un solitario hasta que no oí hablar de las cruzadas de los perros. Era diciembre. Los llanos estaban secos y nos divertíamos incendiando los pastos. Correteábamos por los baldíos carbonizados impregnándonos de su dulce olor a incendio nuevo. Vagábamos a la espera de la cruzada que daba comienzo el día menos pensado. Ahí estaban los primeros perros, una jauría pendenciera rodeaba a una perra nerviosa que tan pronto corría huyendo sin detenerse y tan pronto permanecía sentada a la sombra de un zaguán rodeada por su corte callejera. La aventura tenía sus peligros. No era común que los perros muriesen en la pelea pero ya habíamos visto a un obstinado variopinto desangrándose hasta la muerte después del combate. Había que seguir día y noche a los perros hasta que se celebraba la cruzada en medio de gritos y ladridos. Los seguíamos en bicicleta, atravesábamos llanos, bordeábamos canales de leprosas aguas petrificadas, cruzábamos avenidas, nos adentrábamos en los territorios de otras bandas que nos seguían con la cruzada. Las expediciones concluían ante unos perros emparejados por la cola. Jadeaban, una equívoca mansedumbre encendía sus ojos mientras alrededor giraban inquietas la jauría y la banda. Los mirábamos con perplejidad en medio de turbias interjecciones; comprendíamos tanto como ellos por qué sucedían aquellas cosas. Más tarde, cuando oí hablar de las cruzadas, no pude disociar aquellas imágenes de la historia; me resultaba claro que las cruzadas estaban relacionadas con el descubrimiento de alguna ciudad sagrada, tal vez semejante a la de mis sueños de infancia. En [mis sueños de infancia] aparecía una iglesia del centro de la ciudad que solía visitar en compañía de mi abuela. Atardecía. Una luz gris esfumaba los rostros y confundía las formas. Al acercarme al confesionario se abría una pequeña puerta en su interior. Una oscura escalinata interminable se lanzaba hacia abajo. Los peldaños en la roca se precipitaban hacia el interior de la tierra en impecable línea recta como si fuesen los de una pirámide. A medida que bajaba, los escalones crecían bajo mis pasos. Al fin, después de un salto que duraba toda la noche y que me daba la impresión de sobrevolar los escalones, llegaba a una plazuela subterránea. Ahí me esperaban los abuelos con manos suaves, rígidas como raíces. Aguardaba mi llegada un puñado de hombres macilentos, rugosos, opacos. Los ojos pequeños y redondos se perdían en los rostros de piedra. Gobernaban un reino en agonía. Cada minuto, sacaban un cadáver de las entrañas de la tierra. Morían como moscas. Les faltaba el aliento y el alimento, el aire y el pan. Me revelaron en secreto lo que necesitaban: grasa para encerar calzado, de preferencia la Crema (llamada) del Oso. Cuando volví, después de muchos trabajos —porque no es fácil regresar conscientemente al lugar de nuestros sueños—, la plaza subterránea estaba inundada. De la ciudad en agonía, no quedaban ni siquiera las ruinas, sólo un conjunto de inmóviles lagos subterráneos que se extendía sin fin por el centro de la tierra. En aquellas aguas heladas reinaba un vasto silencio que ahogaba los ecos sin permitir la menor resonancia. Las dimensiones de ese mar de grutas y galerías subterráneas no se podían adivinar en aquella oscuridad insondable, intacta. Me envolvía la paz. Era como si hubiese descubierto que el cielo se abría en las profundidades de la tierra. Así pues, había aire en el interior de la roca; así pues la fortaleza estaba vacía y en el interior de cada montaña existía una ciudad.
VII
Filocalia
Quiero ver nacer tu Imagen en mí.
Quiero ver crecer tus ojos en mí.
Abrázame:
Dispérsame:
Disuélveme:
Quiero ver arder tu Imagen en mí.
NOTAS:
Truman Capote, “Profesor Miseria” “Master Misery”. Originalmente publicado en la revista Harper’s Magazine, Vol. 198, no. 1185, febrero 1949. Posteriormente por Random House en A Tree of Night and Other Stories (Un árbol de noche), Nueva York, 1949, 209 pp. https://www.literatura.us/idiomas/tc_master.html
2 No. 115, junio de 1986, pp. 46-48.
3 La interpretación de los sueños. Introducción, traducción y notas de Elisa Ruiz García. Traducción revisada por Carlos García Gual-Biblioteca Clásica Gredos. # 128. Madrid, 1989, 494 pp.
4 Véase: https://www.letraslibres.com/vuelta/el-amor-en-los-tiempos-del-colera-gabriel-garcia-marquez
5 Véase: “El dedo de oro de Guillermo Sheridan” por Adolfo Castañón en Vuelta, No. 241, diciembre 1996, pp. 107-109) https://www.letraslibres.com/vuelta/el-dedo-oro-guillermo-sheridan
6 https://www.letraslibres.com/mexico/lexico-city-blues-o-la-region-mas-transparente
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Alfonso Reyes 2018. Twitter: @avecesprosa
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