Essay
Sala de espera
COLUMN/COLUMNA

Sala de espera

Miriam Mabel Martínez

“¿Y ahora qué estás tejiendo?”, me preguntó una señora con una familiaridad que rompió mis prejuicios, “un chal”. “A ver”, tomó mi tejido y lo leyó con la rapidez que sólo da la práctica y con una cercanía que, ahora sé, se da en las salas de espera de las clínicas y hospitales públicos.

Las esperas son largas, sobre todo son intensas. Las horas se acortan entre las charlas con desconocidos y se extienden en experiencias ajenas que llegan de todo el país y se concentran en un espacio que de pronto se convierte en una infografía humana en la que cada personaje sintetiza una problemática, una situación, un nudo que se une a otro hasta en una maraña de realidades que nos enredan y que ahí, sin que nos darnos cuenta, ni proponérnoslo la vamos, entre todos, desenredado. De pronto, la familiaridad de esa mujer mayor que me miraba tejer mientras esperaba noticias de la operación ambulatoria de mi madre en el Hospital de Oftalmología del Centro Médico, me hizo comprender que no éramos extrañas. Nadie en cualquier sala de espera lo es. Nadie sabrá el nombre de nadie.

* * *

Los senderos de la burocracia son insondables. Sabemos a dónde intentamos ir, pero desconocemos si la ruta tomada nos llevará –aunque los señalamientos así lo indiquen– al lugar ya no correcto, sino concreto. No todos los caminos parecen conducirnos a Roma y, sin embargo, de pronto nos descubrimos que llevamos ya tiempo transitando en Roma. Baje al piso uno, ahí le dirán cómo llegar al piso tres del edificio A, para luego acudir a la planta baja del edificio b, donde le darán una hoja que tendrá que sellar para después mostrar en la ventanilla 15, donde le confirmarán que su expediente está ya en tránsito al piso cuarto de oftalmología donde operarán a su mamá, no se preocupe. Más de diez mil pasos asegura mi teléfono y lo confirman mis pies; ahora, lo que sigue: lleve al segundo piso de la torre de consulta oftalmológica, al fondo, en la última puerta que dice “Estudios OCT”, este CD, diga que la doctora Hernández necesita le impriman los estudios, que entiende que hay una agenda, pero que su mamá ya está en la antesala del quirófano. No sea así. Me preparo para el rechazo y, estoica, me anticipo a la posibilidad de que no accedan y, ahora, ¿quién podrá salvarnos? Me abandono en las profundidades de la esperanza donde lo imposible y lo posible se amagan. Estoy perdida. Cierro los ojos, el corazón se me acelera. “Sí”. La respuesta monosilábica me aturde. La burocracia también tiene sus shortcuts. Suerte, le llaman los incrédulos. Yo simplemente creo que los caminos de la vida no son como yo pensaba.

* * *

Observo a la señora observándome intrigada. ¿Y ahora qué estás tejiendo? Le explico que mi chal es un “invento” de esos que sabemos no son únicos sino que son inventados simultáneamente por quienes nos entretiene descubrir otros senderos a partir de patrones y de experiencias ajenas. Mi “invento” es simplemente duplicar la fórmula del chal triangular que aumenta un punto en cada esquina y dos al centro cada dos vueltas, que me enseñó Annuska, que a su vez aprendió de su gurú Elizabeth Zimmerman. Yo dupliqué esa forma y le hice otros ajustes para convertirlo en un chaleco-chal. Mi respuesta no sólo satisface a mi interlocutora, sino que me aconseja una variación, cómplices de la tejida se sienta a mi lado sin apartar la vista de mis manos. En las salas de espera uno entiende que hay más tiempo que vida.

Me siento una máquina. Quizá lo soy. Repetir me tranquiliza. Repetir el derecho hasta domar la impaciencia. Sé que la operación de la mácula de la retina del ojo izquierdo de mi madre será un éxito. Durante meses he observado la maquinaria del sistema de salud que sucede con la misma perfección que la experiencia me ha enseñado a tejer sin ver derechos y reveses que crecen una estructura, la cual obedecerá a una serie matemática que irá escribiendo una fórmula visual en mi cabeza.

La doctora Hernández encabeza un equipo formado por jovencísimos doctores que con una valentía que quizá sólo da la juventud, continúan sus estudios de especialización oftalmológica y en retina en un sistema de salud que no se da abasto no por inoperancia ni por burocracia, sino porque adentro, en cada paciente, están los resultados de una compleja desigualdad que, literalmente, nos enferma. Son ellos, con su delicadeza y esa ternura que envuelve a los ideales, que transforman el sistema de salud, en un sistema de acompañamiento y de cuidado. Quieren aprender y quieren curar y servir y practicar y, supongo, tener esperanzas. A mí me las devuelven cada vez que los escucho explicar lo ya explicado al familiar del paciente; cuando sugieren rutas alternas y crean complicidades con las burocracias institucionales que parecen inamovibles, pero que cada oleada de residentes contagia moviendo las aguas. Aquí la burocracia siempre está en acción y opera, incomprensiblemente, con una eficiencia, casi de ficción, que hace que día a día se atiendan a miles de personas y que todo –expediente, cama, pases de 24 horas, pruebas, análisis, medicinas, batas, comida, limpieza, gasas, vendas, material quirúrgico, sangre…– llegue a tiempo a donde tiene que llegar. La puntualidad aquí no se trata de llegar a la hora indicada en los carnets, sino en los márgenes entre lo posible y lo imposible. Y sorprendentemente, día a día –con sus peros, retrasos, ahoritas, no hay, a ver cómo le hacemos– se cumplen las metas.

A mi observante se suma otra: “Ya tejes sin ver”. Y otra: “Me hubiera traído el mío, no pensé”, ella no, pero yo vengo preparada para cualquier contingencia, le cuento a tropezones que pertenezco a una colectiva textil, que estamos tejiendo hexágonos para hacer una sombra para un teleférico en Torreón, le ofrezco gancho y estambre, sin más me pregunta la medida y si puede ser de cualquier puntada, y con esa pericia manual poco valorada la veo mover las manos con una soltura que me hace recordar los movimientos de mis clases de hawaiano en mi infancia. Sus manos son música para mis ojos. Alguien más añade: “yo nunca aprendí a tejer”. “Mi mamá tejía, pero se acabó los ojos”. ¿La están operando?, me atrevo. “Sí, es que no quedó bien, porque no entiende y no guarda reposo”, se lamenta. “Bueno es que es muy difícil con lo de mi papá”, le contesta la hermana sentada a su lado. De pronto, sucede un diálogo en el que el resto somos espectadoras. “¿Qué quieres que haga? Ni modo que no lo cuide, es su marido”. “Sí pero él no pone de su parte, ni antes ni ahora”. La discusión nos distrae de lo verdaderamente intrigante: ¿cómo le hicieron para entrar dos personas si únicamente permiten un acompañante? “Así son”, la contundencia de la afirmación me regresa a lo importante. “Los hombres siempre quieren hacer las cosas como ellos quieren. Mi papá me aventaba lo que tuviera a la mano cuando me atrevía a pedirle que por favor ya no tomara, ‘es mi dinero y qué te importa, ¿tú quién eres para decirme a mí qué hacer’. Tiene razón, doñita, así son”. Silencio. “Se llama machismo”, dice alguien más, una alguien muy joven. “Sí”, se oye por ahí. “Mi papá es noble”, una de las hermanas agacha la cabeza, “también le gustaba la copita y andaba por ahí de ojo alegre, pero nunca nos pegó tan feo, ¿o no? Y bueno, ahora con lo de su  encefalopatía, pues es entendible que ande irritable y nos grite, pero pobre…”. ¿Y dónde está la nobleza?, no me atrevo a pronunciar pero la persona que está junto a mí, sí. Silencio. “¿Verdad?”, la hermana busca la mirada de esa valiente. “Yo antes pensaba así”, la señora que desató la conversación regresa, “como dice la muchacha es machismo puro. Yo ya dejé de sentirme culpable, ¿como por qué tengo que querer a alguien que un día con una tabla me tumbó al suelo y luego me agarró a patadas? No, pues, no, aunque digan que soy una malagradecida”. Enmudezco. “¿Ves?”, insiste la hermana y se le enrojece el rostro, es fácil adivinar la mueca aún a través del cubrebocas. “Mi papá ha sido malo, ahí andaba de borracho y ahora somos nosotras las que tenemos que cuidarlo, porque los hermanos no, mi mamá se enoja si les pedimos ayuda. Ellos son hombres, no les corresponde, y para nosotras en una obligación”. Aprieta las manos. “El machismo es un sistema”, vuelve a intervenir la chica jovencísima. Todas la ven no con sospecha, sino con la misma intriga con la que me ven tejer. Hay muchas preguntas, mucha voluntad, mucho resentimiento, mucho amor, mucha sinceridad que nos invita a escucharnos. El silencio no es incómodo, sino necesario para que cada una de nosotras acomode sus sentimientos y asuma la ira, la frustración, la tristeza, la culpa, el rencor no como una penitencia sino como parte de la recuperación Nadie llora, todas esperamos. El sonido de mis agujas cruza el silencio, así debe sonar el aire cuando lo corta un cuchillo. Hay gravedad en el ambiente, una densidad necesaria que nos oprime y nos cerca. No hay manera de huir. “Así es”, suspira la mujer tejedora que acaricia mi chal, “así era”, se corrige en voz alta, “pero es tiempo de ser egoístas”. Todas nos reímos. “Sí”, casi gritan las hermanas, mientras la más joven nos hace señas de que bajemos la voz. Nos tapamos la boca y me conmueve la complicidad del momento. Mientras unas contienen la risas, las que tejemos nos aferramos al gancho y las agujas, ¡qué liberación! La mujer que está sentada junto a mí aprovecha el momento y me susurra: “Las escucho y escucho mi propia historia, mis hermanos tenían el derecho a pegarme si yo hacía algo que no les gustara, hasta que un día dije no más. Mi madre no lo entendió, creo que apenas lo empieza a ver. No me arrepiento”.

Y otra vez el silencio como una pausa necesaria y revitalizante. “Yo creo que hoy terminas tu chal”. A lo mejor sí, a lo mejor no. “Familiar de Eduardo Sánchez”, se levanta la señora del “yo antes pensaba así” y se dirige hacia la jovencísima doctora, quien con una ternura que al menos yo nunca había visto en los servicios médicos, le explica que salió el paciente ya salió de la operación y está en recuperación, le detalla los cuidados que deberá tener y le entrega una hoja con la indicación de las medicinas “que le serán entregadas al paciente”. Casi simultáneamente sale otra doctora, también muy joven, y pregunta por la paciente de la doctora Huerta, alguien alza la mano, se acerca y se presenta: “Hola, soy la anestesióloga y le voy a hacer unas preguntas, recuerde que es su derecho que le expliquemos detalladamente el procedimiento”. Las hermanas me miran, adivinan mi nerviosismo, “no te preocupes, allá adentro en el quirófano hay como cinco doctores como ellas”. Me contagian su confianza.

Observo a mis compañeras de espera, no hay hombres. Las tareas del cuidado siguen siendo nuestra responsabilidad. Volteo y del otro lado de las puertas de cristal, la presencia femenina me hace tener esperanza en que las cosas están cambiando. ¡Hay tanto por hacer! Quizá me equivoco… aunque, tal vez, los caminos de los cambios son tan inescrutables y tan bondadosos como los que me han conducido a esta sala de espera.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Posted: June 14, 2023 at 6:32 pm

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