Fiction
Salamandra

Salamandra

Silvia Mejía

…un día una explosión me vuela la cola, o me deja sin una pata, pero antes de que se empiecen a formar las costras del resentimiento ya me han empezado a salir una cola o una pata nuevas.

La doctora B. escucha atentamente desde el otro lado de la habitación y toma notas de vez en cuando. Es mi primera visita y el suyo es el tercer consultorio en el que he puesto pie en los últimos meses. Explico que estoy allí porque a mi hija le acaban de diagnosticar autismo. A diferencia de la primera psicóloga con la que había consultado (a quien supe que no volvería a ver cuando reaccionó ante este dato con una teatral mirada de conmiseración), la doctora B. asiente con seriedad y me dice que lo siente mucho. En ese mismo instante decido que las audiciones han terminado.

No sé qué es exactamente lo que espero hallar a través de la terapia pero, a los cuarenta años y por primera vez en mi vida, siento que nadie cercano a mí puede ayudar con este dolor. Siento que la próxima vez que mi mamá me hable de confiar en “dios y su infinito poder” no voy a lograr contenerme y le voy a decir que, si ese dios existe, lo odio. Lo odio, sí, porque no es sino una criatura caprichosa y despiadada que, ahora, se ha ensañado con mi hija. Años atrás había leído El evangelio según Jesucristo, de José Saramago, y la imagen de dios y el diablo como dos seres de la misma calaña, que hacen tratos y apuestas mientras empujan a los humanos al límite de la cordura y el sufrimiento, no solo había calado profundamente en mí sino que, ante el golpe colosal del diagnóstico de Zoe, se había vuelto —quizá todavía es— mi metáfora de elección, mi manera de procesar una rabia que amenaza con envenenarlo todo. Fuck you, fuck you both!

Con la doctora B. hablo en inglés. Al principio nos reunimos mensualmente; luego, cuando cansada de lidiar con las empresas aseguradoras —que exigen un montón de papeleo y le pagan a cuentagotas— la doctora B. decide aceptar solamente pagos directos de sus clientes, el costo de cada visita sube y ya no nos vemos sino pasando un mes. El día en que me anuncia que ha decidido jubilarse me doy cuenta de golpe de que he estado visitando su consultorio por alrededor de cinco años y le digo, sinceramente, que la voy a extrañar mucho. Hoy, años más tarde, me imagino que si me fuera posible consultar las notas de la doctora B. me encontraría con algún tipo de estructura, con ciertas metas y un proceso delineado, pero yo siempre percibí nuestros encuentros más bien como una conversación espontánea con alguien que muestra interés y hace buenas preguntas. Otro que plantea buenas preguntas, por cierto, es mi marido: “¿Te parece que estás avanzando?”, me sorprendió un día. “No sé, creo que sí”, respondí, pero en realidad no tenía idea. ¿Avanzando hacia qué o hacia dónde? Lo que sí sabía era que quería seguir encontrándome con la doctora B.

David, mi marido, piensa que tengo muchos pendientes derivados de la relación con mi papá. Tal como él lo ve, la sombra de la violencia que embebió mi infancia se proyecta sobre nuestra relación y me lleva a malinterpretar sus palabras, o a evitar confrontaciones que quizá son necesarias. Yo no estoy tan convencida de que tenga razón. Mi argumento central es que los desacuerdos no tienen por qué manejarse a grito pelado, como tendemos a hacerlo nosotros. Después de todo, estuve casada antes y, aunque ese primer matrimonio no sobrevivió, no tengo recuerdo de una sola bronca que se acerque siquiera a las que hemos tenido David y yo. Es más, con mi ex marido habíamos establecido una regla: por más enfurecidos que estuviéramos el uno con el otro, jamás nos íbamos a levantar la voz o a lanzar insultos. Y, salvo en una o dos ocasiones, en siete años no lo hicimos. Cabe preguntarse, claro, si la mentada regla tiene algo que ver con el hecho de que ese matrimonio no durara. Mmm. Lo que sí no puedo dejar de reconocer es que, a veces, cuando David mueve sus manos grandes de una cierta manera, o cuando se enciende como un fósforo y su ira va de cero a cien en milésimas de segundo (para luego volver a cero tan rápido como subió), no puedo evitar ver en él flashes de mi papá.

Nuestra relación ocupa gran parte de las conversaciones con la doctora B. El autismo tiene fama de destruir matrimonios, y en los meses que siguen al diagnóstico de Zoe no faltan los momentos en que pienso que nos vamos a sumar a las estadísticas. Seguro que las notas de la doctora B. contienen detalles sobre múltiples escaramuzas, pero en este momento todo lo que puedo recordar es el sentimiento generalizado de que la relación con mi marido se iba volviendo una especie de campo minado: cualquier paso en falso —tuviera relación con Zoe o no— podía tornarse en una explosión de malentendidos y acusaciones que me lisiaban el alma, que me alienaban, y lo alienaban a él, de la única persona en el mundo que podía entender exactamente por lo que el otro estaba pasando. O eso creía yo.

La doctora B. dice que, si mi marido está de acuerdo, sería bueno que se nos junte un par de veces. En una de esas sesiones de a tres, el tema del campo minado sale a colación y David, para mi sorpresa, muestra sus cartas como no me las había revelado a mí: explica que está pasando por un episodio de depresión y que, probablemente, malos hábitos como quedarse frente al computador hasta altas horas de la noche están contribuyendo a su ya tenaz insomnio. Hoy miro las fotos de aquellos días, en las que David se ve extremadamente flaco y ojeroso, y mi ceguera de entonces me parece casi imperdonable. En mi defensa, el ojo no ve lo que no ha sido entrenado para ver. Hasta aquel día, el concepto de depresión se limitaba para mí a una extrema tristeza, a una melancolía generada a menudo por desbalances químicos en el cerebro, tan pesada que no te deja ni levantarte de la cama. Durante aquella sesión, sin embargo, aprendí que la depresión también se manifiesta de otras maneras, como la pérdida de peso, la falta de sueño y la irritabilidad que afectaban a mi marido. Una irritabilidad que, concluí, él se esforzaba por no dirigir hacia nuestra hija y que, sin encontrar otra salida, se desbordaba en mi dirección.

Por aquellos días pensaba a menudo en un pasaje de la novela The God of Small Things, de Arundhati Roy, que había acabado de leer. Ammu le dice a su pequeña hija Rahel, quien viene de lanzarle un comentario hiriente, algo que yo traduciría así: “…Cuando las lastimas, las personas empiezan a quererte menos. Eso es lo que logran las palabras dichas sin cuidado. Hacen que la gente te quiera un poco menos”. Recuerdo haber subrayado estas líneas con vehemencia; no podía yo estar más de acuerdo. Al buscar el libro para ubicar esta cita, solo encuentro la copia de David. En realidad él había leído la novela de Roy mucho antes que yo, y fue quien me sugirió que la leyera. Su libro está lleno de marcas y anotaciones (ya veo por qué tuve que conseguir el mío propio), y resulta que también él había subrayado ese pasaje. Cuando se lo comento, sin embargo, queda claro que sus razones eran muy diferentes de las mías: “I think everyone deserves a break”, me dice. Para David, todos merecemos un respiro, un espacio para equivocarnos sin que se nos castigue con menos puntos en la escala del afecto. Años atrás, cuando leí la novela, habría defendido la lógica de Ammu con uñas y dientes. Hoy, en cambio, me parece que la falla de esa lógica está en asumir que todos estamos siempre en absoluto control de lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.

 

***

Convocado por la primera sesión con David y la doctora B., un recuerdo de otra vida me visita. Apenas unas semanas antes de su muerte —producto de un cáncer fulminante, que ninguno de sus especialistas había detectado y que se lo llevó en cuestión de días—, mi papá y yo habíamos tenido una conversación en la que, por primera y última vez, me habló abiertamente de sus sentimientos. Nos separaban solo unos meses del cambio de milenio; yo llevaba casi una década trabajando como periodista en un diario nacional, me había casado unos años antes y acababa de regresar de una corta estancia en Europa. Me había escapado, pues, de su esfera de poder; no era más la niña que le temía. Tampoco él era más el trueno que había lacerado mi infancia, disminuido como lo tenían sus problemas renales. Sentados en lados opuestos del poyo que aún hoy sirve de mesa en la cocina de la casa donde crecí, tomábamos café o quizá agua de canela, no sé.

—Ustedes siempre se han puesto del lado de su mamá —me reprochó, refiriéndose a mi hermano y a mí.

—Cómo no vamos a estar de su lado al ver cómo usted la trata —reaccioné.

—Nadie sabe, nadie entiende lo que yo sufro —me dijo entonces. Y de sus ojos enrojecidos empezaron a resbalar las lágrimas.

Creo que no he vuelto a estar en presencia de una soledad tan profunda. Había crecido pensando en mi papá como un tirano impredecible; un tirano que habría dado la vida por sus hijos, sí, pero para cuya violencia, en particular hacia mi mamá, no encontraba justificación suficiente en la sociedad machista que lo había amamantado ni en la vida militar que lo graduó de adulto. Aun en esos últimos meses de su vida —cuando la enfermedad lo acechaba y los grandes comercios al por mayor de la familia habían colapsado en una tienda de barrio, donde era posible ver pasar una tarde entera sin que se vendiera un chicle— mi papá jalaba a mi mamá a la trastienda, iracundo, cada vez que creía ver en la amabilidad con que ella trataba a cualquier cliente una señal inequívoca de traición, una prueba irrefutable de que le estaban poniendo los cuernos. Yo había renunciado años atrás a la posibilidad de razonar con él, y cada vez que escuchaba estas historias me sentía culpable por haber escapado dejando a mi mamá a merced de sus celos desmedidos. Hasta aquella conversación en la cocina, sin embargo, nunca había intuido que los celos de mi papá crecían exponencialmente mientras más enfermo y vulnerable se sentía; nunca había considerado que, para él, las múltiples traiciones que imaginaba eran reales, y no dolían menos por no serlo.

* * *

Una pila de ensayos de estudiantes se yergue acusadora en el escritorio, pero no tengo cabeza para ponerme a corregir. Más bien, me sumerjo profundo en la red. Algunos subtipos de depresión, dice el internet, pueden presentar síntomas de paranoia. Esta última palabra enciende todo tipo de alarmas dentro de mí. Durante los años violentos de mi adolescencia, en la casa se habló a menudo de divorcio pero, para mi decepción, ni mi mamá ni mi papá lo vieron jamás como una opción viable. ¿Qué iba a pasar con mi hermano y conmigo? ¿Cómo iban a dividir las propiedades? ¿Qué iba a decir la gente? Ni un divorcio, sin embargo, debe haber resultado tan extravagante como la idea de buscar ayuda sicológica para parejas. Los recuerdos de infancia de mis padres también estaban plagados de papás que pegaban a mamás, de hermanos que eran violentos con sus hermanas. Así era la vida, y esto de buscar terapia sicológica, me imagino a mis padres diciendo, era —como ir al teatro, o malgastar el dinero comiendo en restaurantes caros— cosa de quiteños, de gente crecida en la ciudad. Mientras más me interno en la red más claro me queda que es muy posible, casi seguro, que mi papá viviera años afectado por una profunda depresión, quizá mezclada con ansiedad. Al parecer, estas dos afecciones juntas tienden a causar paranoia. Quizá incluso llegó a sufrir depresión sicótica, o quizá era bipolar… Ya nunca lo sabremos. El descubrirlo tan tarde me llena de tristeza, pero también deja abierta la puerta para entablar una nueva relación con su recuerdo.

Según la doctora B., si nos reunimos más de tres veces con David ella pasará a ser terapeuta de la pareja, así que juntas decidimos volver a las sesiones individuales. Las escaramuzas entre mi marido y yo, claro está, no se esfuman como producto de la revelación que trajeron sus visitas. Al final, ¿no son las sesiones con la doctora B. un intento de lidiar con mis propias taras emocionales, con mis propias formas de ponerle el pie a nuestro matrimonio? Lo que cambia es que aprendo a mirar el terreno con atención, con generosidad, y evito pisar donde se ve tierra removida. De todas maneras, no faltan las ocasiones en que camino distraídamente sobre una mina. Aun en esos casos, el saber que en nuestras circunstancias algunas explosiones son inevitables, así como la certeza de que David también está empeñado en evitarlas, me aleja de la lógica de Ammu y me otorga poderes de regeneración del cariño. Me vuelvo una salamandra: un día una explosión me vuela la cola, o me deja sin una pata, pero antes de que se empiecen a formar las costras del resentimiento ya me han empezado a salir una cola o una pata nuevas.

 

Silvia Mejía (Quito, 1971) es profesora de español, literatura y cine latinoamericanos en The College of Saint Rose (Albany, Nueva York). Antes de completar su doctorado en literatura comparada en University of Maryland (College Park), trabajó como periodista para Hoy (Quito), EuropMagazine (París) y La prensa gráfica (San Salvador). Entre sus ensayos académicos más recientes se destacan “Caught in the Ethnographic Trap: The Disenchantment of Magical Realism in Novels by Junot Díaz and Alberto Fuguet” (Hispania, 2021) y “Disposable Bodies: Undocumented Migrants and La jaula de oro’s Poetics of Austerity” (Latin American Literary Review, 2021). Su relato de no ficción “Stayin’ Alive” fue seleccionado para la antología A-Sintomática: Escrituras del encierro en tiempos de coronavirus (Hypermedia, 2021).

 

 

 

 

 

 


Posted: June 1, 2023 at 10:00 pm

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