Scherezade, el inconsciente narrativo e Internet
Ana V. Clavel
La primera vez que leí sobre el concepto “inconsciente narrativo”, me quedé turulata. El gran Federico Campbell lo usaba en el libro Padre y memoria (Océano 2014) para referir ese caudal de historias que fraguamos en nuestras mentes como una predisposición neurobiológica innata que nos constituye y define. Detrás del término están Chomsky, Proust, Lacan y por supuesto Jung con su afamado “inconsciente colectivo”, por citar algunas fuentes. Dice Campbell que la narración, además, es importante en nuestras vidas porque nos posibilita la comprensión: “el corazón humano es más proclive a entender mejor una idea o un pensamiento cuando se le obsequia en forma de cuento. Por eso los niños tienen hambre de cuentos. Por eso la gente anda en busca de historias (novelas, películas, reportajes, chismes)”.
La idea, hoy extendida, de que cuando hablamos o recordamos siempre estamos contando una historia ha contribuido a resaltar el peso de la narratividad en nuestro día a día. Las ramificaciones de este concepto se vuelven tentadoras para inferir: tal vez más que por el lenguaje que nos permite expresarnos, somos humanos por nuestra capacidad de urdir historias. Y podría hablar entonces de un generalizado “Síndrome de Scherezade”, recordando a la joven oriental que salvó la vida al contar cada noche un relato al sultán homicida. Aunque en términos estrictos “síndrome” suele usarse para patologías y casos extremos, permítaseme la licencia poética en función de otros que aluden a figuras literarias: síndrome de Peter Pan, de la Bella Durmiente, de Stendhal… Porque sin el recurso de Scherezade, sin historias con las cuales entendernos, interpretarnos, rebobinarnos, reinventarnos, perderíamos metafóricamente la cabeza –y de paso nuestra vida psíquica y emocional.
¿Quién no hace un recuento en la noche de lo acontecido durante la jornada con versiones corregidas y aumentadas por el látigo hostil de la autocrítica y el tiránico superyó? ¿Quién no fabrica recuerdos que son reflejos de su personalidad más que espejo fiel de una realidad dada? ¿Quién no diseña sueños y planes conforme al cuento de felicidad que deseamos cada comienzo de año? Y la imagen de lo que somos, ¿no es una historia que hemos aprendido a contarnos conforme nuestras expectativas se ven confrontadas con el fracaso o el éxito? ¿Cuántas veces no hemos visto a un indigente alienado contarle a alguien invisible sus cuitas, reclamos y temores? Y en la relación con los otros, desconocidos o familiares, ¿no tejemos historias de rechazos o encuentros que muchas veces no nos atrevemos a expresar ni siquiera mentalmente? Y es que siempre estamos contándonos historias, aunque no todos las llevemos al papel o a la pantalla. Scherezade somos todos.
¿De qué depende para que nuestras narrativas, y nuestras vidas en consecuencia, tengan mayor aliento, más matices, más inventiva? Carl Gustav Jung decía: “Tu visión se volverá más clara cuando mires dentro de tu propio corazón. Quien mira hacia fuera, sueña; quien mira hacia dentro, despierta”. La conciencia de sí mismo, la contemplación meditativa, son algunos de los caminos que el ser humano ha encontrado para trascender a una experiencia interior gozosa, que al mismo tiempo permite un estado de armonía con el entorno. Otro de los caminos para ampliar y enriquecer nuestra narrativa personal es la lectura habitual y prolongada, esa que cada vez es más difícil sostener en nuestro vertiginoso mundo de virtualidades no siempre virtuosas.
En un libro interesantísimo, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (DeBolsillo 2018), Nicholas Carr nos enfrenta a la paradoja: mucho Internet, mucha información, mucha distracción, mucha ansiedad > poca concentración, menos profundidad, menos memoria, menos empatía… No se trata de condenar a priori las tecnologías cibernéticas de la información, pero sí de plantear cuestionamientos que nos hagan responsables frente a nuestro consumo muchas veces adictivo de redes sociales, páginas web, motores de búsqueda y sitios online. Basándose en numerosos estudios de neuropsiquiatras, psicólogos, diseñadores web, maestros, especialistas del tema, el autor nos propone un viaje por la cara oculta de Internet. Dice Carr:
“Los beneficios son reales. Pero tienen un precio. Como sugería McLuhan, los medios no son sólo canales de información. Proporcionan la materia del pensamiento, pero también modelan el proceso del pensamiento. Y lo que parece estar haciendo la web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo sobre una moto acuática”.
Y es que, como han demostrado los científicos, nuestro cerebro está en posibilidad de construcción/reconstrucción/deconstrucción permanente. Es lo que los especialistas llaman “neuroplasticidad”. Un ejemplo valioso de lo que la tecnología hace con nuestro cerebro se da con el caso de la máquina de escribir de Nietzsche, que Carr refiere en su libro. Aquejado por problemas de salud que le impedían leer y escribir, el filósofo alemán se ve obligado a renunciar a su cátedra en la Universidad de Basilea. A los 36 años había reducido sus escritos y temía que muy pronto tendría que renunciar por completo a ellos. Entonces se le ocurrió encargar una de las recién inventadas máquinas de escribir Writing Ball Malling-Hansen. Muy pronto fue capaz de escribir con los ojos cerrados, usando sólo la yema de los dedos. Las palabras volvían a fluir de su mente a la página, reanudando su actividad escritora. Pero hubo un cambio en el estilo de su escritura. Según uno de sus mejores amigos, el escritor y compositor Heinrich Köselitz, la prosa de Nietzsche se había hecho más contundente, incluso telegráfica. “Tenéis razón –admitió el filósofo al amigo–. Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos”.
La tecnología de la época le permitió a Nietzsche reanudar su trabajo intelectual, pero el precio que tuvo que pagar al ver modificado su estilo literario, no parece haber sido muy alto en función de la ganancia adquirida: volver a escribir. Si bien Internet nos permite manejar un cúmulo de información y mantenernos conectados con bancos de datos digitales y personas a través de las omnipresentes redes sociales, también es cierto que la tendencia a la dispersión, distracción, falta de memoria y de concentración que vienen de la mano con los aludes de información y la posibilidad fragmentaria de saltar velozmente entre hipervínculos, notificaciones de estado, anuncios relampagueantes, arriesgan nuestras posibilidades de lectura profunda y de memoria a largo plazo.
Como apunta Carr, la paradoja de nuestra flexibilidad cerebral es que, si bien nos permite modificar hábitos, conductas, pensamientos, acciones, esos cambios no siempre son para bien: “Los malos hábitos pueden arraigar en nuestras neuronas con tanta facilidad como los buenos. Con las elecciones, conscientes o no, que hemos hecho respecto de cómo usamos los ordenadores, hemos arrinconado la tradición intelectual de solitaria concentración en una sola tarea, la ética que nos había conferido el libro impreso. Nos hemos pasado al bando de los malabaristas. Docenas de estudios a cargo de psicólogos, neurobiólogos, educadores y diseñadores web apuntan a la misma conclusión: cuando nos conectamos a la red, entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial”.
Ya lo señalaba el crítico literario George Steiner en 1997, en un comentario no exento de ironía: “los silencios, el arte de la concentración y la memoria, el lujo del tiempo necesario para la “alta lectura” son ya en gran medida un vestigio del pasado … Pero estas erosiones son casi insignificantes comparadas con el mundo feliz de la electrónica”. No en balde, el autor de Superficiales, llega a la conclusión polémica de que la web es una tecnología de la dispersión y del olvido.
Yo por eso pongo mis barbas a remojar –me encanta tener barbas metafóricas– y dosifico mis entradas a la red. Procuro leer libros por placer –los otros, al ser escritora, los leo por trabajo–. También me gustaría caminar a diario por un bosque de abedules pues la actividad física, dicen los científicos, regenera neuronas, lo mismo que el contacto con la naturaleza y el arte, pero vivo en esta ciudad tan amada y tan asediada por el caos y la violencia. Entonces recuerdo que el viaje siempre es imaginario, como lo demostraba Scherezade en su desgranar de relatos cada noche. Algo semejante percibía Louis-Ferdinand Céline que escribió este epígrafe en su novela Viaje al fin de la noche, y que el cineasta Paolo Sorrentino retoma a manera de pórtico para su inefable película La grande bellezza:
“Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia…
Y además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida”.
Bueno, bienvenidos al sueño de Scherezade.
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013) entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: January 13, 2019 at 6:44 pm
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