#Covid19DíasDeGuardar
¿El principio del fin?

¿El principio del fin?

Martha Bátiz

Acaso es culpa de mi edad. O del encierro. ¿O del encierro a esta edad? El caso es que hace unos días me dio por recordar cuando el internet apenas empezaba, ¿se acuerdan? (les pregunto, por si no queda claro, a los nacidos de los setenta y ochenta para abajo, puesto que para los demás esta interconectividad instantánea y constante es algo que se da por sentado, que parece haber existido desde siempre). Me dio, como decía, por acordarme del primer e-mail que envié, desde una computadora de la Universidad de Tulane en Nueva Orleans, solo para comprobar que era verdad eso que me estaban contando: escribo una carta y en vez de ir al correo le pico aquí y llega de inmediato, ¿en serio? ¡En serio! ¿Ustedes se acuerdan de su primera computadora? ¿Y del primer e-mail que enviaron? Quién se iba a imaginar que, varios años más tarde, el internet, aquel espacio que parecía mágico y que, sin duda, nos ha traído grandiosos avances y ventajas, iba a ser el epicentro de la inestabilidad política de los Estados Unidos y la herramienta por excelencia para la manipulación masiva por parte de gobiernos y particulares. Tal vez es por eso que me puse a pensar en el pasado, en aquel momento que era pura promesa, con nostalgia.

Antes de que existieran las computadoras e internet, yo escribía mis cuentos y colaboraciones para diarios y revistas a máquina y, cuando cometía un error, lo pagaba caro pues debía usar liquid paper (que en aquella época solo venía en presentación líquida) y terminaba siempre con los dedos manchados y pegajosos y con el renglón marcado con una muy notoria y blanquísima cicatriz. Si quería cambiar un párrafo de lugar, no me quedaba más remedio que reescribirlo o recortarlo con tijeras y luego pegarlo en una hoja de papel nueva. Qué maravilla fue, entonces, descubrir Word: la facilidad de escribir y borrar, de copiar y pegar, de guardar y enviar documentos desde la pantalla cambió nuestra forma de trabajo para bien y para siempre.

Todo era felicidad hasta que empecé a ver el otro lado de la moneda y aquel milagro me empezó a dar desconfianza. ¿Por qué? Porque estaba acostumbrada a que, para que un texto fuese publicado, se tuviera la aprobación de un editor: alguien con experiencia, criterio y conocimientos que revisara lo escrito no solo para asegurarse de que estuviera libre de faltas ortográficas y de redacción, sino para cerciorarse de que los contenidos se apegaran a la verdad. Había un cierto control, un sentido de la responsabilidad y de la ética que el internet tiró por la borda. Está claro que la libertad que existe para publicar cualquier cosa en línea es un arma de doble filo. Por un lado, les ofrece a los usuarios la posibilidad de expresarse sin filtros (razón por la cual los gobiernos totalitarios buscan ejercer un control absoluto sobre lo que sus ciudadanos leen o escriben en línea, y los democráticos buscan permear sus agendas partidarias e ideológicas entre la población). Y es precisamente ese poder expresarse sin filtros lo que constituye un riesgo en manos de un usuario mal informado o poco ético. “Ah, ¿no publicaron mi texto? No importa, lo publico yo. Qué le hace si tiene errores o no es veraz o no tengo ni idea de lo que estoy diciendo, estoy ejerciendo mi derecho a expresarme en una plataforma pública porque puedo y se me da la gana. Con que sea divertido/ entretenido/ atractivo/ dinámico/ escandaloso, basta. Es más, ni siquiera tengo que poner mi nombre. Lo puedo firmar anónimo y atacar a quien yo quiera sin que me descubran, ¡cuánta diversión!” Y aquello que solía ser una opinión personal como cualquier otra, devino en recital autogestionado que, gracias al poder de las redes sociales, ha terminado siendo un coro de millones de voces que se buscan y se encuentran, unas veces para armonizar y, otras, para desafinar juntos o, como ha quedado en evidencia recientemente, para diseminar odios compartidos y ponerse de acuerdo para arremeter contra quien se perciba como enemigo común. No hace falta conocerse, no hace falta decir la verdad y cualquier tipo de control se califica como censura.

La “democratización” de los medios que impulsó el internet permitió darle continuidad a una tendencia que se inició en la televisión: que no hace falta tener mucho cerebro ni talento para ocupar un espacio en el mundo del espectáculo y las comunicaciones internacionales. Así fue que cantidad de gente inculta pasó de conductor de programas de radio y televisión, o YouTuber ungido como influencer, a convertirse en líder de opinión, de partidos políticos y hasta de países. ¿Cuántas personas conocemos en el poder, no solo en México sino en otros lugares del mundo, cuya trayectoria es esta? Personas que llegaron ahí porque las nuevas reglas del juego les permitieron confundir la “libertad de expresión” y la “honestidad” con permiso para insultar y perder desde el tacto y la civilidad hasta la dignidad con tal de tener “la última palabra”, elevando así su rating y ganando seguidores. En un mundo donde lo importante no es que hablen bien o mal sino que hablen de uno, esto alimenta la postura de superioridad que cierta gente se otorga a sí misma gracias a esta idea de que, si uno está convencido de que es el mejor es, en efecto, el mejor. Que si uno quiere algo de verdad, sin duda puede obtenerlo; que todo es cuestión de “echarle ganas”, de tener la “actitud positiva, de ganador” ante la vida; que uno se lo merece todo (aunque no tenga preparación, habilidades, inteligencia, capacidad o principios). No estoy hablando de derechos humanos, porque esos son universales, incuestionables e inalienables, no. Pero me repele esta idea de que si uno “le echa ganas” puede alcanzar la meta que sea, de que uno se lo merece todo nada más por existir y por desearlo (y, la peor, que cualquiera puede ser presidente, pero esa merece un artículo aparte).

Por supuesto que una sana dosis de confianza en uno mismo es ventajosa, pero ¿cuál es la otra cara de la moneda de esta actitud “positiva”?

  1. Niega las estructuras de poder y opresión que perpetúan la desigualdad y el racismo. Ya sabemos que en países como México, quien nace pobre está prácticamente condenado a morir pobre, sin importar cuántas “ganas” le eche a su trabajo. Pero no solo nacer pobre equivale a recibir cadena perpetua, también lo es el color de la piel, pues las personas de origen y rasgos indígenas o negros siempre son los más afectados por las prácticas discriminatorias que hacen parte de la realidad cotidiana no solo en México sino en muchos otros lugares. No importa cuánto estudien, cuánto trabajen, porque ante los ojos de gran parte de la minoría blanca en el poder, valen menos.
  2. Alimenta el egoísmo. Todo gira en torno al “yo”: lo que yo quiero, lo que yo necesito, lo que yo merezco. ¿No fue justo por aquella época de inicios del internet también que empezamos a escuchar eso de “primero yo, después yo y, si sobra algo, yo”? Este “yo” lleno de ambiciones alcanza su máxima potencia en cuanto la gente tiene acceso al más mínimo poder. No hay conciencia de que está mal explotar o aprovecharse de los demás, al contrario, se considera un rasgo de “inteligencia” (como el dicho que reza quien no transa no avanza). Y a pesar de que no toda la gente puede darse el lujo de pensar primero en sí mismo, y por fortuna no todo mundo es egoísta, este modelo de “yo” funciona como herramienta para desmantelar las redes de solidaridad que desde siempre han mantenido a los más vulnerables a flote. “¿Por qué ayudar a alguien que sigue pobre “porque quiere”? Superarse es cuestión de actitud. ¡Que le eche más ganas y se rasque con sus propias uñas!”

Al combinarse estos puntos con el otro vicio de nuestros tiempos, la necesidad de ser felices sin interrupciones, de que nuestros deseos sean satisfechos sin dilaciones y de que cualquier emoción que no sea la alegría debe ser rechazada (“y reside en nosotros el poder de cambiarla”), las consecuencias se tornan, por decirlo con un bonito eufemismo, problemáticas. “¿Estás deprimido? Es porque quieres. Uno puede crear su propia felicidad, la felicidad está en uno mismo y genera el éxito. En conclusión, si no eres feliz eres un fracasado. Y además, es tu culpa.” Si uno es el artífice de su propio destino y de su propia felicidad, y algo sale mal, la responsabilidad es individual. Y ahí está el meollo del asunto: al depositar la responsabilidad entera en el individuo, las estructuras de poder se lavan las manos de cualquier culpa y se desentienden de la trampa perversa en que han convertido la vida de millones de personas, dejándolas a la deriva, sintiéndose marginadas, tan lejos de ese éxito que debería estar al alcance de su mano, porque también ellos deberían de poder ser felices con solo proponérselo y alcanzar sus metas con solo desearlo. Y luego nos preguntamos las razones por las que han aumentado tanto los niveles de ansiedad, estrés y violencia en todas partes.

Mirando hacia el pasado, hacia los orígenes de esto que es ahora nuestra realidad socio-política y pandémica, me doy cuenta de que, sin proponérnoslo, logramos crear la tormenta perfecta. Justo ahora que estamos enfrentando una crisis de salud y económica sin precedentes, la situación empeora a causa de comportamientos e ideas que, como moho, se han ido multiplicando en el perfecto caldo de cultivo que les ofrece la falta de rendición de cuentas, o lack of accountability, como se dice en inglés. Gente que ha alcanzado la fama por el motivo que sea tiene las herramientas y la influencia necesarias para diseminar, entre millones de personas, teorías de conspiración que atentan contra todo conocimiento científico, por ejemplo. Y mientras nos gobierna, a nivel mundial, el grupo más nutrido de oligofrénicos de que se tenga memoria en tiempos recientes, un creciente segmento de la población se niega a creer en lo que dicta la ciencia y a obedecer las reglas de comportamiento sugeridas por las autoridades sanitarias. Se ha gestado una nueva clase de ciudadano: el covidiota (estoy consciente de que hay muchos millones de personas para quienes permanecer en su casa en tiempos de pandemia es imposible, tienen que salir a trabajar para sobrevivir. Para muchos otros, sin embargo, la desobediencia no es una necesidad sino una elección de la que, además, se ufanan. Esos son los covidiotas). Pero el covidiota no se gestó por sí mismo: es producto de la desinformación que se propaga en internet libremente, de la necesidad de “sentirse feliz” y “satisfecho” a costa de lo que sea, del egoísmo del “primero yo”. El covidiota es amigo no solo de quienes dudan de la existencia del virus sino de los que creen en el “nuevo orden mundial” y de los fascistas que están convencidos, —a pesar de la amplia evidencia de lo contrario— de que las elecciones de los Estados Unidos fueron fraudulentas, y mataron a cinco personas en el Capitolio el 6 de enero. Tuvo que llegarse a este punto para que por fin algunos sitios de internet, como Twitter y Facebook, se dieran cuenta de que el espacio virtual es espacio vital y necesita regularse para impedir, precisamente, que las mentiras peligrosas y la falsa información se propaguen como fuego, que los racistas se busquen y se encuentren, que el odio haga metástasis y haga estallar sus tumores de violencia hacia las calles. Esa parte de la lección ha quedado clara, aunque haya todavía camino por andar. Ahora falta que se entienda que la necesidad de “sentirse feliz” no es licencia para poner en riesgo la vida de los demás, que la confianza en uno mismo no es licencia para humillar, que “echarle ganas” no basta para sobresalir, que todas las emociones humanas son legítimas y válidas, que la felicidad no es obligatoria ni la depresión un fracaso voluntario, que no todos los caprichos se nos tienen que cumplir y mucho menos de inmediato, que sería bueno que recordáramos lo que era tener paciencia y consideración para con los demás. Que en efecto no, no somos libres de hacer lo que se nos dé la gana, por mucho que el internet nos haya hecho creer, desde sus inicios, que sí.

Acaso es culpa de mi edad. O del encierro. ¿O del encierro a esta edad? El caso es que desde hace unos días he estado añorando el pasado, que es el único lugar al que uno puede huir cuando se hace aterrador el presente. Quisiera regresar y reescribir caminos, pero como no es posible, no me queda más que preguntarme cómo permitimos (¡otra vez!) en occidente el resurgimiento de extremismos ideológicos letales, como el fascismo. Cómo es que hemos permitido esta propagación masiva de falsedades peligrosas, ahora preocupantemente aunados a nuestra indolencia colectiva (a pesar de que ya sepamos el precipicio hacia el que nos llevan), permeados de felicidades tóxicas y egoísmos criminales promovidos por tantos líderes ignorantes que nos hunden al unísono en medio de una pandemia que se extiende como el mar y, como el mar también, se devora a los nuestros.

¿Habríamos alcanzado este punto de no haber existido el internet?  ¿Habría sido distinto si los espacios virtuales se hubieran manejado con mayor responsabilidad, rendición de cuentas, límites como los que están establecidos para (al menos intentar) impedir que en la vida real nos destacemos los unos a los otros sin consecuencias? No lo sé. El nuestro es un tiempo sin respuestas y sin planes. Acaso por eso quisiera volver a tener veinte años y recuperar la paciencia de escribir cartas a mano y esperar respuestas, y que mi computadora fuera solo una magnífica herramienta de trabajo en lugar de ventana hacia un mundo que parece arañar el principio del fin.    

 

Martha Bátiz es escritora y ha ganado varios premios internacionales, entre ellos el Miguel de Unamuno de Salamanca, España, por su cuento La primera taza de café. Su primera colección de cuentos se titula A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000); ha publicado la novela Boca de lobo, que fue premiada en el certamen internacional Casa de Teatro de Santo Domingo, y publicada bajo el sello de León Jimenes. Posteriormente fue publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura (2008) junto con una versión al inglés bajo el sello de Exile Editions (2009). Martha es doctora el literatura latinoamericana, traductora profesional y fundadora del programa de escritura creativa en español que se ofrece en la Universidad de Toronto. Su Twitter @mbatiz

 

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: February 4, 2021 at 9:22 pm

There are 3 comments for this article

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *