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DEMOCRACIA EN ARMAS
COLUMN/COLUMNA

DEMOCRACIA EN ARMAS

José Antonio Aguilar Rivera

Cuando los historiadores del futuro miren con ojo crítico estos años se sorprenderán de que los mexicanos que administraron la democracia mexicana de comienzos del siglo XXI no hubieran registrado cabalmente una de las características centrales de ese régimen: el militarismo. No que no se hubiera reparado en el papel central que el ejército tomó en la seguridad pública a partir del gobierno de Felipe Calderón, sino en que ese fenómeno no era simplemente accesorio o paralelo a la democracia, sino uno de sus elementos centrales. Exceptuando sus primeros años de vida, la mexicana sería una democracia marcada por el militarismo. Las fuerzas armadas son la institución del antiguo régimen que mejor sobrevivió el cambio de régimen. Como recientemente ha apuntado Fernando Escalante en la revista Nexos, el ejército es una corporación cerrada, jerárquica y disciplinada que cuenta son mecanismos sociales de reproducción ajenos al resto de la población.

En el siglo XX desde el fin de la lucha armada revolucionaria hasta los cuarenta, el gobierno perteneció a los generales. El retiro de los militares de los cargos públicos que ocurrió a partir de la presidencia de Miguel Alemán, no quiere decir que no tuvieran un papel político en los gobiernos civiles del México posrevolucionario. El ejército desempeñó un papel represivo y disuasivo de primera línea, como pueden atestiguar los ferrocarrileros o los estudiantes universitarios del movimiento de 1968. Sin embargo, ningún gobierno del periodo autoritario restauró la preeminencia del ejército a los niveles anteriores a 1946 como el actual. Si lo que presenciamos es una regresión autoritaria hecha y derecha, probablemente su eje sea la restauración del militarismo mexicano de la primera década del siglo XX. La vuelta al pasado va más allá del periodo tardío del autoritarismo priísta (1968-2000): se remonta a una época en la cual las disputas políticas se adjudicaban a balazos. Es una ironía mayúscula que el mayor avance civilizatorio del México contemporáneo –la instauración de la democracia— esté unido de manera orgánica, como el vínculo que une a los siameses, al regreso del ejército a los primeros sitios de la vida del país. No parece ser una anomalía. La pluralidad, la competencia política real, las elecciones, produjeron una ola de fragmentación política y de violencia criminal. Ninguna de las nuevas instituciones de la democracia –una nueva judicatura, las diversas policías federales, todas más o menos fallidas, las comisiones de derechos humanos, etc.— pudieron hacerle frente eficazmente. Solo quedaba una del antiguo orden de cosas: la milicia. No es una casualidad que tres de los cuatro gobiernos de la democracia hayan recurrido a ella para suplir a los poderes civiles. La militarización, entonces, no se entiende sin la democracia.

Ningún gobierno del periodo autoritario restauró la preeminencia del ejército a los niveles anteriores a 1946 como el actual. Si lo que presenciamos es una regresión autoritaria hecha y derecha, probablemente su eje sea la restauración del militarismo mexicano de la primera década del siglo XX.

En ese contexto, la cúpula del ejército adquiere una importancia inusitada. Al tocar al ex secretario Salvador Cienfuegos los Estados Unidos vulneraron el pilar sobre el cual hoy se ha hecho descansar al gobierno mexicano. El episodio ha hecho visible una debilidad central del arreglo político mexicano. Las acusaciones contra el general son menos importantes que la dimensión estrictamente política del fenómeno. Las pruebas, por lo que se conoce de manera pública, no parecen ser muy sólidas. Sin embargo, es natural que años de exposición del ejército al narcotráfico lo haya corrompido. Nada nuevo hay aquí. Desde los años cuarenta del siglo pasado los militares han participado en la economía ilícita de la producción de estupefacientes. Sin embargo, solo hasta ahora el ejército se convirtió en la piedra de toque del Estado mexicano. Si Cienfuegos es inocente, como pudiera serlo, ciertamente muchos otros mandos no lo son. Por primera vez en la historia reciente la impunidad del ejército se ha convertido en sinónimo de gobernabilidad. El problema es que la acción de los norteamericanos demuestra que tienen las miras puestas en los militares mexicanos, incluidos sus más altos mandos. La centralidad del ejército es ya un problema de seguridad nacional.

Históricamente, la preocupación central de los Estados Unidos en México ha sido la estabilidad. Cuando las democracias en peligro se ponen en manos de los militares para salvarse los resultados son usualmente funestos. El agudo proceso de desinstitucionalización que el país ha experimentado en los últimos dos años ha acelerado el regreso del ejército. La única corporación que no ha sido vulnerada es precisamente una que no es civil, sino castrense. Tal vez, al final del día de la democracia en armas solo queden las armas.

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente su columna Panóptico, en Nexos. Twitter: @jaaguila1

 

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Posted: January 20, 2021 at 9:48 pm

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