Seijun Suzuki y la nueva ola del cine japonés
Jaime Perales Contreras
Recientemente el festival de cine japonés en México rindió homenaje al cineasta Seijun Suzuki (1923-2017), considerado uno de los más grandes directores de la llamada nueva ola del celuloide oriental. Dos de sus películas emblemáticas se exhibieron en salas mexicanas: El vagabundo de Tokio (1966) y Marcado para matar (1967). En el caso de ambas películas, si usted a los cuarenta y cinco minutos de iniciado el filme se tropieza con numerosos muertos e incontables disparos sin entender con claridad lo que está pasando, no se preocupe, sólo recuerde que está viendo una obra de Seijun Suzuki.
Suzuki fue uno de los directores de la llamada nueva ola del cine japonés que se dio en la década de los sesenta –casi a la par de la nueva ola del cine francés–. Esta comunidad de cineastas, cansados de los estereotipos que ofrecía el cine occidental, decidieron formar de manera espontánea un grupo heterogéneo de frescas actitudes ante el séptimo arte. Con formas de expresión visual distintas nacieron directores como Shohei Imamura (La mujer de la arena), Masaki Kobayashi (El Kwaidan), Nagisa Oshima (Muerte por ahorcamiento), Masahiro Shinoda (Doble suicidio), Takashi Nomura (Una colt es mi pasaporte), Hiroshi Tegishihara (La cara de otro), Koreyoshi Kurahara (El sol negro) y Takumi Furukawa (La historia de un arma cruel), entre otros.
Como director, Seijun Suzuki se caracterizó por negarse a formular una narrativa estructurada y coherente. Asimismo, además de la nueva ola, sus películas forman parte de una cultura visual que solamente era conocida en Japón como el hard-boiled noir, Nikkatsu action, Toei Pink y Roman Porno. Sus películas simplemente proporcionan, como Jean Luc Godard, una trama general para orientar al espectador y después, como diría El Santo, el enmascarado de plata, sobre sus propios filmes: hay acción, acción y más acción. Tan fue así que los estudios Nikkatsu, los más antiguos de Japón, en donde Suzuki trabajó por más de diez años y en donde materializó cuarenta películas, al ver el fracaso en taquilla de Marcado para matar, lo despidieron sin remordimiento alguno por hacer aparentemente filmes incoherentes y, por una década entera, le fue imposible trabajar en el cine. Esto concluyó en una demanda legal que Suzuki finalmente ganaría años después. De hecho, su estilo particular de fragmentar la narrativa fílmica, al parecer, fue una especie de catarsis. Era una manera desesperada de proyectar una nueva voz ante los guiones mediocres que el estudio le encargaba realizar, como Suzuki le explicó al crítico de cine Tony Rayns.
En su mayoría filmes tipo “B” de bajo presupuesto, Suzuki formulaba en sus películas situaciones altamente oscuras con una muy particular violencia estilizada que marcó una forma completamente diferente que sería heredada por cineastas como Quentin Tarantino, John Woo, Chan -wook Park, Jim Jarmusch y David Lynch.
Calificado como un jazzista del caos, deconstructor del crimen, artista de la parodia violenta y del reductio ad absurdum, Seijun Suzuki, no tuvo inhibiciones en filmar tanto en blanco y negro (Marcado para matar), como en colores fuertes y bien definidos (El vagabundo de Tokio). Esta última, por cierto, evoca en sus escenarios las pinturas de Jason Pollock y Andy Warhol. Incluso, visualmente, sus filmes le recuerdan al crítico Tadao Sato algunos de los dibujos masoquistas y cómicos del periodo Edo en Japón, como la serie Manga (1814) de Katsushika Hokusai.
En El vagabundo de Tokio se narra la historia de Tetsu (Tetsuya Watari), un eficiente criminal yakuza, quien, cansado de matar, y por el amor de una cantante pop, decide jubilarse de su letal oficio. Tan firme es la decisión del personaje de convertirse en un ciudadano ejemplar que, en el principio de El vagabundo de Tokio, observamos un prólogo filmado en blanco y negro, en donde Tetsu es golpeado ferozmente por sus colegas gangsters para hacerlo cambiar de opinión y, sin responder a las agresiones, Tetsu es abandonado a su suerte en los exteriores de una estación de tren. Sin embargo, las circunstancias van cambiando paulatinamente y, en el transcurso de la película, vemos al héroe forzado a regresar a su condición de asesino y matar a todo aquél que obstaculice su particular proyecto de venganza. ¿Acaso El vagabundo de Tokio no evoca un poco la trama extravagante que se cristalizaría muchos años después en el John Wick (2014) de David Leitch y Chad Stahelski, interpretado por Keanu Reeves, en el que la revancha y cruel carnicería de Wick la justifica el personaje por la muerte de su perro?
Por su parte, Marcado para matar, Hanada Goro (Joe Shishido) es un asesino a sueldo considerado en su ramo como el número tres en su oficio. Mientras el número tres ejecutaba un trabajo casi imposible de realizar, a petición de Misako, una mujer misteriosa de quien se encuentra enamorado, Hanada Goro mata a una persona equivocada y, por ello, su cabeza se pone a precio. Después de afrontar a varios de sus colegas tiene que competir con el asesino número uno –alguien a quien nadie ha visto, se desconoce su identidad e incluso se duda de su existencia– no sólo para defender su vida, sino para intentar convertirse en el assassin número uno, título anhelado por el personaje desde el principio del filme.
A su vez, los escenarios que se utilizaron en Marcado para matar, a diferencia de El vagabundo de Tokio, estaban fundamentalmente integrados por ángulos afilados y tonos sobrios. Quería sobre todo expresarse en el filme lo frío de ese tipo de sociedad criminal y excluir cualquier trazo que pudiera representar algún tipo de afecto y, para lograr este resultado, se utilizaron combinaciones de escenarios fotografiados en blanco, negro, gris y plata, según lo explicó Sureko Kawahara, el diseñador de producción, en una entrevista que se efectuó cuando recibió un premio de la Sociedad de Directores de Arte de Japón.
Tony Rains en su ensayo Branded to Kill: Reductio Ad Absurdum afirma que Marcado para matar, más que una aproximación crítica, es una demolición del género noir en donde los personajes son cifras y la acción de la película se reduce a una abstracción, lo que se convierte, para Rains, en un filme “deliciosamente absurdo”.
“Crear cosas no es lo que cuenta, sino tener el poder de destruirlas”, afirmó Suzuki en alguna ocasión, y es lo que de alguna manera resumió la actitud transgresora tanto de él como la de sus contemporáneos pertenecientes a la nueva ola del cine japonés y que recuerda mucho a las corrientes artísticas de avant-garde de principios del siglo XX en Europa.
Jaime Perales Contreras. Escritor, ensayista y comunicador. Trabajó durante doce años en la Organización de Estados Americanos (OEA), en la sede en Washington, D.C., en las áreas de Democracia y Seguridad humanitaria. Entre sus distinciones, ha obtenido la John William Fulbright Scholarship, la beca del Consejo Británico y la del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Se acaba de publicar una nueva edición corregida y aumentada de su ensayo biográfico Octavio Paz y su círculo intelectual (Ediciones Coyoacán/ITAM) (2017)) y su último libro de relatos se titula El gallo que fingió ser Jorge Luis Borges (Fontamara, 2015).
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Posted: October 19, 2017 at 11:05 pm