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La sexualización infantil en Cuties, de Maïmouna Doucouré

La sexualización infantil en Cuties, de Maïmouna Doucouré

Naief Yehya

El pánico moral es un fenómeno recurrente y una reacción inevitable a las transgresiones en los medios de comunicación. Es un rechazo enardecido y a menudo irreflexivo a obras que expresan, reflejan o analizan elementos particularmente controvertidos en términos morales. Mignonnes o Cuties o Guapis, el debut en largometraje de la cineasta franco senegalesa Maïmouna Doucouré, que está en Netflix, es el caso más reciente de pánico moral que ha venido a despertar la ira ciega (ya que la mayoría de sus atacantes no la han visto ni piensan hacerlo ya que les bastó un poster de la película para desatar su ira y sumarse a la turba linchadora) de conservadores y liberales que creen que se trata de un filme pervertido que muestra a niñas en situaciones sexuales y promueve la lascivia y la pedofilia. La irritación ha sido tal que se ha desatado una campaña censora que exige el boicot de la película y su eliminación del catálogo de Netflix. Miles han cortado su subscripción a ese servicio, la directora ha recibido amenazas de muerte y un senador estadounidense hiperreaccionario, erigido en inquisidor, ha llamado a que se investigue la cinta, sus productores y a la empresa Netflix.

Amy (Fathia Youssouf Abdillahi) es una niña francesa de origen senegalés de 11 años que vive el drama de que su padre está a punto de traer a casa a una segunda esposa. Su madre Miriam (Maïmouna Gueye), no sólo debe aceptar la situación sino mostrarse entusiasta y colaborar preparando la bienvenida y la próxima boda. Así como Amy vive entre dos culturas (la francesa y la senegalesa) también se encuentra entre la infancia y la adolescencia. En ese momento de transición ve a su madre sufrir y fingir aceptar, bajo la presión de la figura autoritaria de una “tía” (interpretada por la legendaria Mbissine Thérèse Diop, de la clásica La noire de…, de Ousmane Sembène, 1966) su nueva condición de ser una de las esposas de su marido. El despertar a la pubertad de Amy viene acompañado del descubrimiento de que ser mujer implica obedecer, someterse y ser desechable. Pero justo con esa revelación Amy se encuentra en la escuela con un grupo de compañeras de su edad que han integrado un grupo de baile, les Mignonnes, para entrar a un concurso local. Esas chicas representan para la solitaria Amy la rebeldía, la liberación y la felicidad. Inicialmente se burlan de ella pero eventualmente la aceptan y, tras la salida de una de las chicas, entra a reemplazarla y a proponer nuevos movimientos cargados de sexualidad (los cuales ha aprendido en un teléfono celular que roba a un miembro de su familia) para su baile. Su obsesión con esos bailes y la ropa entallada y reveladora es doblemente provocadora por ser parte de una familia devotamente musulmana. A eso debemos sumar que Amy representa la niñez pobre, de origen inmigrante y vulnerable de la banlieue parisina, un sector de la población donde muchas jóvenes se embarazan muy pronto, viven la violencia del barrio personal e íntimamente y padecen de la marginación racial, social y cultural.

La inspiración de Doucouré viene de su propia experiencia y de entrevistas a más de cien niñas de entre 10 y 11 años. Y por si alguien estaba preocupado, la filmación fue aprobada por las autoridades de protección infantil francesa (esto a los fanáticos no les dirá mucho ya que seguramente piensan que Francia es un país de depravados). Los pasos, gestos y movimientos que Amy imita son por supuesto inapropiados para su edad y un tanto grotescos; de hecho, difíciles de tolerar, pero no lo son más que los videos con tintes eróticos que miles de chicas postean en sus cuentas en línea. Doucouré muestra el incipiente narcisismo que estimula el culto del selfie, así como la confrontación con el lenguaje visual del porno y el exhibicionismo del Twerking. Las niñas imitan a las mayores partiendo de la certeza que en Instagram, TikTok, Snapchat y demás las chicas más populares y que tienen más seguidores y “me gusta” son las más sexys y provocadoras, como dice Doucouré en su artículo de opinión en el Washington Post. La directora muestra cómo las niñas entienden a medias la sexualidad y el significado de los gestos de su baile. En una secuencia las oímos discutir videos pornográficos pero en otro las vemos lavándole la lengua con jabón a una compañera por haber tocado un condón, convencidas de que le dará SIDA. Durante la competencia el público se ve sorprendido, confundido y disgustado por los vestuarios, gestos y movimientos hipersexualizados de las niñas. Los vemos cubrirse la cara, protestar, gritar e incluso increpar a los jueces para que las detengan. Lo que sería el clímax del filme con la competencia no presenta un triunfo de la sexualización por encima de la destreza, la dedicación o el talento sino que se convierte en una colisión con la realidad.

Si la directora hubiera optado por no mostrar los traseros de las niñas en close up (reproduciendo el estilo de los videos populares de ese tipo de coreografías), por emplear planos generales y sugerir en vez de forzar al espectador a confrontar el consumo y asimilación de esta estética erotizada, quizá la cinta no hubiera sido tan polémica pero definitivamente no hubiera forzado al espectador a pensar en lo que realmente representa la pornificación de las niñas que se encuentran en un momento en que la ingenuidad y la inocencia entran en choque con los cambios en sus cuerpos, la curiosidad y el diluvio de estímulos sexuales en los medios. Con esas imágenes provocadoras la directora busca exponer y propiciar una discusión en torno a la sexualización temprana de las niñas, no celebrarla. Doucouré muestra con tino el contrapunto entre la tradición de la poligamia, que a ojos occidentales parece deplorable y la supuesta obscenidad de los bailes. En ambos casos se imponen rituales que objetifican y fetichizan a la mujer, a menudo con su consentimiento y justificación.

El tono de la cinta es realista, ligero y crudo, en buena medida por la fotografía de Yann Maritaud. El diseño de producción y el uso de colores un tanto estridentes crean una atmósfera pop e infantilizada, que destaca en aquella formidable secuencia de las niñas caminando con bolsas de compras y tirando confeti. Por momentos la trama se desliza hacia el simbolismo y cuasi surrealismo, como al mostrar el vestido que deberá usar Amy en la boda de su padre y que parece ser una entidad viva que refleja sus estados de ánimo y la acecha desde el closet. Así como la secuencia final donde la protagonista parece recuperar su infancia al romper el encantamiento de rebeldía que creó imitando a otras y al descubrir que la autoestima es algo mucho más importante que la popularidad en las redes sociales.

Cuando Amy postea en un arranque una foto de sus genitales esta imagen tan sólo la hunde más en el caos de la confusión, esa imagen no la vuelve objeto de deseo ni la vuelve más popular. Ese atrevimiento y exhibicionismo resulta demasiado hasta para las niñas que creía sus cómplices y que se comportaban con irresponsabilidad y desparpajo extremo. Ellas entienden mejor los límites de lo aceptable, reconocen su posición, límites y las contradicciones de la edad: saben cuándo actuar como niñas pequeñas, cuándo provocar y cuándo acusar a alguien por tener intenciones inapropiadas. La inseguridad de la heroína de la película es lo que realmente estremece a ciertos espectadores. El proceso de construcción de la individualidad y la sexualidad es un trayecto complicado, confuso y a menudo amargo que no es fácil revelar e incluso es doloroso presenciar. A diferencia de otras cintas que muestran el deseo de un hombre adulto por una niña, como Lolita, en donde se nos ofrece la perspectiva del hombre y la joven aparece solo como algo deseado, aquí vemos el mundo a través de la perspectiva de Amy. No hay complicidad sino la maduración en medio de mensajes contradictorios, tabú, miedo y deseo (que en este caso no de naturaleza sexual sino de la búsqueda de reconocimiento, amistad y admiración). “Yo quería que los adultos pasen 96 minutos viendo el mundo a través de los ojos de una niña de 11 años, como vive sus 24 horas del día”, escribió Doucouré.

La indignación es el signo principal de nuestros tiempo. Si algo han traído las redes sociales es una inagotable fuente de oportunidades para mostrar la superioridad moral. En gran medida la respuesta exaltada y frenética a Mignonnes se debe a la incapacidad de aceptar el torbellino emocional, sensorial y cultural en que viven los niños en un tiempo de dependencia emotiva a tecnologías invasivas y omnipresentes. Lamentablemente para quienes desean preservar las burbujas protectoras en torno a los más vulnerables de la sociedad ninguna campaña de boicot y censura nos liberará de nuestros versátiles y eficientes dispositivos de comunicación y entretenimiento ni mucho menos nos regresará a un tiempo idealizado de pureza preinternet.

 

naief-yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya

 

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Posted: October 7, 2020 at 8:26 pm

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