Silencio cómplice o de anemias y desmemorias
Armando Chaguaceda Noriega
Se vuelve cool la inserción temprana de una academia activista en redes intelectuales del Sur y Norte globales, generosa y miopemente financiadas por ONGs y gobiernos democráticos, donde la crítica dogmática al “Occidente colonizador” se ejerce con apasionada caricatura. Se condena en bloque al capitalismo ocultando que es bajo modalidades autoritarias –en Beijing o Dubai– donde las ideas, libertades y activismos “contrahegemónicos”, corren peor suerte.
Hace poco conversaba con un colega a propósito de ciertos acontecimientos recientes –la publicación de los últimos informes de V-Dem y Freedom House, las marchas y contramarchas por el INE– y sobre aquello que Norberto Bobbio llamaba “política de la cultura”. En el campo intelectual que nos ocupa, intentábamos explicarnos la actitud de tímida defensa por parte de ciertos colegas ante las crecientes amenazas a nuestra democracia. De mi lectura del problema nace este texto.
Algunas de dichas posturas tienen vieja estirpe. Enumero algunas: la tradición de injerencia gubernamental sobre las universidades públicas, fenómeno especialmente gravoso en no pocos estados de la república y, más puntualmente, en ciertas universidades capitalinas; el cruce de cooptación material y militancia política de un sector académico; la sobrerrepresentación de las izquierdas –y la fuerte presencia en su seno de corrientes caudillistas, estatistas y antiliberales– en el campo intelectual. Todo eso converge, nocivamente, sobre el presente.
Pero en el mundo de las ciencias políticas y sociales, asocio otras causas particulares. Carecemos de una memoria del autoritarismo. Algunos viejos académicos, que lo conocieron, no parecen recordar lo que fue padecer un régimen iliberal. Jóvenes académicos formados en la transición, ajenos a la experiencia vital, suelen reducir la amenaza autoritaria al tipo de autoritarismo civil –personalmente acotado y paulatinamente democratizado– del viejo orden priista, con su prolongación limitada en regímenes locales como los de Veracruz, Coahuila o Oaxaca, junto con su correlato, militar y salvaje, en las vulgares y salvajes expresiones de las dictaduras oligárquicas y pretorianas de Centro y Sudamérica en la Guerra Fría.
El común denominador de todas estas experiencias nefastas, culminadas en procesos democratizadores de diversa naturaleza y disímil legado, es la ausencia del horizonte totalitario y de fundamento revolucionario. Incluso el modelo mexicano, pese a su pedigrí fundacional, evolucionó pronto hacia un orden conservador y capitalista, plenamente integrado al bloque liderado por EEUU. El siglo de dictaduras de tipo soviético –incluida Cuba– y los populismos izquierdistas de las ultimas décadas –en especial el chavismo–, precisamente las experiencias que muestran que es imposible obtener justicia social cuando se sacrifica la libertad política, reciben muy poca atención por parte de la desmemoriada academia. De modo que se puede –y debe– cuestionar las deudas de desigualdad, corrupción y pobreza de la política (neo)liberal aquí y allá, sin ignorar, exprofeso, el saldo real de las alternativas erigidas en su contra.
A eso se suma una proverbial falta de imaginación política. Creemos que la democracia liberal –con sus corrupciones plutocráticas y conservadoras– constituyen el peor modo de convivencia política posible. Se cuestiona en exclusiva, con los scripts de Chantal Mouffe y Ece Temelkuran, al populismo… de derechas, como si la pulsión autocrática nacida en el seno de las poliarquías y el capitalismo fuese monopolio de una parcialidad política. El problema, nos dicen, tiene un origen modernamente ideológico –siempre a la diestra– pero no contenido político, en la vocación milenaria por concentrar, sin reglas ni contrapesos, el poder.
Se confunde, torpe o intencionadamente, el legado liberal, plural y emancipador, con su reducción neoliberal, economicista y desciudadanizante. Se vuelve cool la inserción temprana de una academia activista en redes intelectuales del Sur y Norte globales, generosa y miopemente financiadas por ONGs y gobiernos democráticos, donde la crítica dogmática al “Occidente colonizador” se ejerce con apasionada caricatura. Se condena en bloque al capitalismo ocultando que es bajo modalidades autoritarias –en Beijing o Dubai– donde las ideas, libertades y activismos “contrahegemónicos”, corren peor suerte.
Todo eso se combina con la anemia de ethos civil. Acostumbrados por décadas a sobrevivir bajo los esquemas de compadrazgo, servilismo y simulación del autoritarismo priista, aletargados por los incentivos perversos de la etapa transicional, no creemos realmente que nuestras ideas guarden relación con praxis alguna. Nos mofamos de la impresentable política realmente existente desde la torre de marfil del productivismo académico. Citamos a Sartori o Kelsen para asistir luego a congresos organizados por la dictadura cubana o el despotismo ruso. Nos quejamos de la polarización rampante, pero avalamos foros y libros de sus máximos responsables. Demuelen a nuestro lado a centros y colegas críticos, pero rezamos en silencio porque la pesadilla termine el siguiente verano… y no nos alcance.
Nuestra falta de memoria, imaginación e implicación cívica no son, per se, resultado de déficits formativos o informativos. Tampoco, a diferencia de nuestros pares centroamericanos o africanos, un tema de carencia de recursos materiales o humanos. Tiene una mayor relación con el desinterés por revisar la historia y la teoría globales de la dominación despótica nacida de anteojeras ideológicas y perezas gremiales. Nace del legado cruzado de herencias autoritarias, institucionales y culturales en un sector acomodado a los ogros (no siempre) filantrópicos. De preferencias normativas, vulgares o utópicas, por la enajenación de la libertad.
Hace 160 anos, Edmund Burke alertaba que “cuando los hombres malos se juntan, los buenos deben asociarse; de lo contrario, caerán, uno por uno, con un sacrificio implacable en una lucha despreciable”. Desde sus antípodas, más de un siglo después, Rosa Luxemburgo insistía en que “sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo”. Camus, siempre incomodo a las clasificaciones, nos recordó que “la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas”. Quizá deberíamos comprender más y mejor, en una academia lastrada por el acomodamiento sectorial, los dogmas ideológicos y las modas intelectuales, algunas lecciones de los clásicos. Y hacer, modestamente, lo que podamos hacer para impedir o acaso retardar, el advenimiento del democidio.
Se trata de un fardo gravoso y preocupante. Lo que no se escriba, diga o haga hoy, en condiciones de posibilidad que todavía permiten la reflexión y resistencia necesarias, elevará su costo mañana de un modo exponencial, arrastrando con ello no ya a los fines y formas abstractos de la comunidad nacional, sino el sustento mismo, concreto, de la condición intelectual.
La democracia parece ser como el aire: pura o degradada, la damos por obvia y disponible, como algo que siempre está y estará ahí. Pero cuando falte, con el concurso de nuestros silencios, la echaremos de menos. Salvo que nos convirtamos –cosa siempre posible desde la Ilustración filotiránica– en implementadores activos, con regusto houellebecqiano, de una nueva sumisión.
Armando Chaguaceda Noriega. Politólogo e historiador cubano-mexicano especializado en el estudio de los procesos de autocratizacion en Latinoamérica y Rusia. Colaborador experto del Varieties of Democracy Institute (V-Dem ) y de Freedom House. Twitter: @DMando21
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Posted: April 12, 2023 at 6:35 am