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 Apocalipsis confortables
COLUMN/COLUMNA

Apocalipsis confortables

Alberto Chimal

(Muchos spoilers de muchas historias.)

“La ficción popular es importante por lo que revela de nosotros mismos, sus lectores/espectadores/consumidores.” Este es un lugar común y se menciona con frecuencia para justificar el tiempo que dedicamos a consumir series, películas y otros tipos de historias, a discutir las minucias de sus argumentos, a seguir y alimentar las #tendencias que se generan alrededor de todas ellas en las redes sociales. En vez de mantener funcionando –con nuestro dinero y esfuerzo– a empresas de medios y canales de comunicación, estaríamos penetrando en las grandes verdades que nos ofrece el absorber, todos, las mismas historias estandarizadas. Es una buena excusa para quien la necesita.

Sin embargo, más valioso, y más revelador, es lo que las narraciones de la monocultura global callan o rehúyen. Lo que sigue es un ejemplo.

Desde 2011, cuando se estrenó su primera temporada, la serie de fantasía épica Game of Thrones insistió con regularidad en la existencia de una grave amenaza contra su mundo imaginario. Durante siete temporadas, un ejército de caminantes blancos, seres sobrenaturales casi indestructibles del norte helado, se fue acercando a invadir los reinos humanos. Su objetivo era acabar con todo: destruir a la especie misma. Los caminantes blancos eran representantes del mal absoluto en la línea de incontables antagonistas en el subgénero desde El Señor de los Anillos; la novedad era que estos “zombis de hielo” (con el poder de revivir a los muertos para engrosar sus filas) atacaban sin que hubiese un verdadero esfuerzo concertado para detenerlos. En general, los protagonistas humanos de la serie preferían intrigar y guerrear en busca del poder, desoír las advertencias y juzgar que aquel peligro era demasiado lejano o tal vez no existía siquiera.

El escritor George R. R. Martin, cuya serie de novelas Canción de hielo y fuego es la base de la mayor parte de Game of Thrones, ha declarado que la trama de los caminantes blancos tuvo siempre una intención crítica deliberada, pues proviene de su preocupación ante el cambio climático y la inacción de gobiernos y otros poderes fácticos. La metáfora es clara: los horrores de la invasión por venir sólo son vistos por unas pocas personas, mientras todas las demás prefieren dar la espalda al problema, negar que exista e incluso exacerbarlo, desatendiendo las pocas salvaguardas que podrían mitigar el desastre.

Y después de tanto tiempo, de tantos anuncios y expectación, el capítulo 3 de la octava y última temporada de la serie, transmitido el 28 de abril de 2019, acabó con la amenaza de un solo golpe: mientras algunas facciones humanas, unidas al fin, batallan contra los caminantes blancos (y van perdiendo), una de las protagonistas atraviesa con una espada de acero especial al líder de los zombis, y todo su ejército cae de inmediato, por estar ligado mágicamente a él. Escribo esta nota antes de la emisión de los tres capítulos que restan a la serie; de momento parece que los zombis no volverán y el final de Game of Thrones tratará sólo de quién gana el juego, sin mayores distracciones.

¿No sería maravilloso que todos los problemas de contaminación y deterioro ambiental de la Tierra pudieran resolverse de la misma forma fácil, rápida, definitiva?

Una pequeña parte de los fans de la serie se preguntaba si llegaría a ver una situación apocalíptica, con los reinos y naciones del mundo destruidos y sólo unos pocos supervivientes intentando subsistir en condiciones de pesadilla, como las que bien podría vivir la humanidad en menos de un siglo si no se frenan la contaminación y la destrucción de los ecosistemas. No tendrían que haberse preocupado: aunque el entretenimiento global es acusado (o a veces presume) de gran cinismo y violencia, sigue teniendo tabús. Uno de ellos se ve en el grado de sufrimiento humano que se permite mostrar y la forma en la que este sufrimiento se integra en sus historias. Aunque Game of Thrones tiene fama de impredecible, con los años sus guionistas se han ido conformando a los modelos de su medio; ahora parece claro que nunca se hubieran atrevido a llevar su trama principal en esa dirección, igual que nunca se concentran realmente en los “daños colaterales” de sus guerras o sus maquinaciones políticas.

Hay más ejemplos. La película Avengers: Endgame muestra el duelo de sus personajes después de perder a seres queridos a manos del villano Thanos, pero sólo superficialmente y durante poco tiempo, y jamás se pregunta por las consecuencias a gran escala de las dos catástrofes poblacionales (una reducción y un aumento) que son parte de su trama. Numerosas series y películas (2012 de Roland Emmerich, digamos) incluyen tomas largas y detalladas de destrucción masiva, pero siempre la miran de lejos, sin dar rostro ni historia a sus víctimas. La serie The Walking Dead, que se supone apocalíptica y gira alrededor de una (otra) invasión de zombis, se ha convertido con el paso del tiempo en algo muy parecido a Game of Thrones, centrado en intrigas y conflictos bélicos entre bandas de sobrevivientes cuyo aspecto es, siempre, sospechosamente saludable, y a los que la pérdida de la mayor parte de la población mundial, o de la infraestructura que necesita una sociedad posindustrial, tampoco afecta demasiado. Por el contrario, el desastre se convierte en una oportunidad: una forma de liberación, el final de una rutina asfixiante y la apertura de numerosas posibilidades para aquellos (casi siempre son hombres) dispuestos a confiar en su propia fuerza individual en un entorno salvaje, que existe para ser conquistado. Más o menos como el western clásico, con sus cargas de machismo, racismo y seudofilosofía individualista.

Esta tendencia se veía venir desde películas del fin de siglo como Matrix o El club de la pelea, que de diferentes formas proponen la autorrealización de un burócrata clasemediero mediante la violencia nihilista. En mundos así, los fuertes sobreviven relativamente a gusto y se vuelven más atractivos, más cool, en el proceso. No es casualidad que esos dos filmes hayan dado nombres y lugares comunes a la masculinidad más tóxica de las comunidades en línea de hoy.

Hay un nombre tradicional para este tipo de historias: “catástrofe confortable” (cozy catastrophe). El término fue acuñado en el siglo XX por el narrador inglés Brian W. Aldiss, para burlarse de novelas y filmes de su tiempo (“se acabó el mundo, pero por suerte todavía tenemos té”), y en el nuestro se menciona ocasionalmente para elogiar el “realismo” de alguna historia actual. En el fondo, la única diferencia entre ahora y entonces parece ser que nos permitimos representaciones más crudas de ciertas violencias.

Se dirá que “el público sólo quiere escaparse un rato”, que “nadie quiere ver todas las cosas horribles”, que los contenidos de entretenimiento global necesitan más y más violencia y espectacularidad para distinguirse en la sobreabundancia del presente. Si esto es verdad, tal vez nos valdría reconocer lo limitado de nuestras aspiraciones. Y, también, aceptar que los apocalipsis confortables de la actualidad están tan limitados como los del pasado. Para empezar, no suelen incluir a nadie que no esté en países desarrollados y tenga ciertos ingresos y conexiones mínimas. Yo, por ejemplo, no sobreviviría, igual que la mayoría de quienes leerán estas palabras.

Para seguir, si una catástrofe real sucediera, tampoco sobrevivirían los que aprenden a desear una de ficción. ¿Ellos recogerá los cadáveres regados por todas partes y evitarán una emergencia sanitaria? ¿Cómo van a mantener la electricidad en marcha? ¿Dónde van a comprar más balas para sus pistolas cuando se les acaben las que tienen? ¿Cómo van a conseguir o hacer repuestos para sus máquinas?

La utilidad de las catástrofes confortables, y de otras formas de “entretenimiento” de hoy, está mejor expresada en una cita famosa de la serie de BoJack Horseman, que pertenece a otro subgénero engañoso –la serie de sátira nihilista– pero le dio este parlamento a un personaje: “El universo es un vacío cruel y desinteresado. La clave para ser feliz no es una búsqueda de sentido. Es que te mantengas ocupada con tonterías sin importancia, y a su debido tiempo habrás muerto.”

Hay que decidir si estamos de acuerdo con eso, o si queremos ideas e historias diferentes.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: May 6, 2019 at 9:53 pm

There are 4 comments for this article
  1. ROSA CARINA Benitez zamudio at 12:05 pm

    ¡Wow, eso siempre hemos pensado en casa, hay que estar entretenido en lo que llega el fin!
    ¡Muy buen artículo, maestro! Es mejor ver series que pensar en lo que le espera al mundo… a nosotros. 🙁

  2. socram at 3:07 pm

    buen articulo, hacen falta personas que no piensan comunmente como todos nosotros sobre todo personas inteligentes gracias Alberto.

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