Soñarán las perras con otros tiempos
Eduardo Cerdán
Cuando vivía con mis padres, que son médicos, me gustaba tomar su estetoscopio para escuchar mis movimientos intestinales, con una mezcla de asco y fascinación. Desde entonces me estorbaba el cuerpo, pero oírlo me producía tranquilidad: qué alivio volver ruido algo que por lo regular sólo se siente, sólo está. Me acordé de esta costumbre mía a principios de año, cuando tuve salmonelosis y el ruido se hizo notar sin necesidad de estetoscopio. El cuerpo estorba aún más cuando está enfermo: revela sus fallas y su fragilidad, lo fácil que puede estropearse. Bacilos que miden micras son capaces de trastornar el sueño, la temperatura, el lugar que uno ocupa en el mundo. En las peores horas me dolía estar acostado o sentado; estar despierto, en general. Todo me producía una espesa incomodidad. En los días febriles, contra su costumbre de pasar el tiempo en la terraza, mi perra mantuvo su cuerpo junto al mío cuando me daban escalofríos. A ratos me lamía el antebrazo. Acomodaba su barbilla sobre mi estómago y se quedaba ahí, sin hacer nada más.
Es dulce, como cajeta, el olor de su coronilla. Si tengo los focos encendidos en la noche, ella se cubre los ojos con sus patas delanteras. Durante los paseos, cuando ha transcurrido un buen rato sin verme porque camina frente a mí, se gira de pronto y salta de entusiasmo por tenerme a la vista otra vez. Su cadera se mueve al compás de su cola cuando la emoción la desborda. Las orejas caídas, el pelaje color miel. A su pata frontal izquierda la cubre una nube de pelo blanco, igual que un guante. Una línea, también blanca, divide su cara: inicia fina en la frente, como leche que cae de a poco y termina derramándose en el hocico alargado. Cuando hace calor se va al clóset de mi cuarto, el rincón más oscuro y fresco del departamento, con la clara intención de alejarse del mundo, pero acompañada, eso sí, por un pato de peluche. Aún tiene aliento de cachorra. Se llama Kashtanka, castaña en ruso, como el cuento de Chéjov. Sus ojos son castañas brillantes, redondas, acuosas. Cuando llegó conmigo entendí que, entre las muchas implicaciones que tiene, adoptar a un perro conlleva un ejercicio de imaginación. Uno se descubre, desde el primer día, fabulando sobre su genealogía y sus posibles vidas pasadas. Si se adopta a un ejemplar adulto, además, la edad es siempre una inexactitud. Los dientes ayudan a que los veterinarios lo fechen, pero al final se trata de un tanteo, una aproximación. Aquí sólo cabe, pues, el subjuntivo. Mi única certeza es que quise salvar a Kashtanka, con la arrogancia milenaria de nuestra especie, pero fue ella quien terminó salvándome a mí. En este momento, mientras tecleo en mi tablet a unas horas del amanecer, Kashtanka duerme en mi cama, en la esquina a donde no llega el aire del ventilador, y suspira cada tanto. Me pregunto si sueñan las perras con otros tiempos. La mía, que lleva tres años conmigo, al principio se quejaba mientras dormía. Su sueño era ligero, y el temor no estaba reservado para la vigilia. Ahora el espanto se va la mayor parte del tiempo, pero vuelve cuando se queda sola. «El perro está condenado a una exasperante y eterna espera», escribió Wisława Szymborska. «Cada vez que salimos de casa —explicaba la polaca—, el perro se desespera, pues cree que nos marchamos para siempre. Cada vez que volvemos es para el perro una alegría que linda con la conmoción: como si un milagro nos hubiese salvado». Las partidas son muertes; los retornos, resurrecciones.
Durante mis días en cama, cortesía de la salmonelosis, leí Cuando el hombre encontró al perro del austríaco Konrad Lorenz, pionero de la etología. Me mantuve inmerso en sus reflexiones sobre la naturaleza elemental de nuestra relación con los perros, sobre cómo nuestras conversaciones con ellos ocurren en un estadio intermedio entre la animalidad y la cultura. Cuando «platicamos» con nuestros perros somos puro cuerpo, gestos primitivos. No me extraña que nuestras actividades más decididamente vitales ocurran en esos términos, ligadas al instinto: desde la alimentación y lo escatológico hasta lo sexual. Porque si bien es cierto que el sexo hospeda a las palabras, la esencia allí no está en la lengua que se habla, sino en esa memoria antigua, preverbal, que se activa con el lenguaje de la hinchazón y los pálpitos, de los pliegues oleosos y la carne que late. En español, por cierto, el verbo latir se refiere al bombeo cardíaco y a una acción exclusiva de los perros: dar ladridos entrecortados. El corazón, entonces, ladra. Latido es tanto la señal más importante de la vida como el sonido que emite un perro.
Pienso que un gran drama humano es aceptar la caducidad de lo que creemos domesticado: el deseo, el amor o, claro, nuestras mascotas. A propósito de los perros —cuyos cuerpos no sólo se estropean con enorme facilidad, sino que se apagan demasiado pronto—, Konrad Lorenz opinaba que la continuidad de la especie es el único paliativo. Él pensaba sobre todo en el linaje, en la idea de que el ancestro perdure —de formas más o menos evidentes— en los descendientes, y de que eso nos permita sobrellevar la ausencia. Pero la idea es más amplia: alude a la ilusión de que el primer perro pueda «vivir» en el segundo, como si cualquier perro futuro pudiese conjurar a los anteriores. Un perro que sea todos los perros.
Tiendo a soñar con anhelos presentes, vivísimos, y hay una imagen en especial que me persigue desde hace tiempo. En mis sueños, una perra se da a luz a sí misma, una y otra vez, como la serpiente que come su cola. Porque la idea de un perro que sea todos los perros me gusta, pero aún no la entiendo. Pienso en ello cuando el dolor por una lesión vertebral antigua impide que mi perra salte y yo anticipo la vejez, la inmovilidad; cuando se enferma y me pregunto si las mascotas futuras —las que convoquen a Kashtanka cuando ella ya no esté— soñarán con otros tiempos, si verán en su imaginación a una perra que se apartaba del calor con un pato de peluche al lado.
El día arrancó hace un buen rato, y Kashtanka ha dejado la recámara. Cuando salgo a verla me recibe con la cola vuelta hélice, como si estuviera ante Lázaro recién salido de la cueva. Se me acerca. Saca la lengua mientras la acaricio. Y junto a su ojo derecho, una zona blanca —presagio de las canas— brilla aquí, bajo el sol, a minutos del mediodía.
*Imagen de Mario González
Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es autor de los libros de cuentos Pasos en la casa vacía (2019) y Los niños volvieron de noche (2021). Estudió la maestría en Literatura Comparada en la UNAM, donde ha impartido clases, y también ha sido profesor en la Universidad Veracruzana. Ha colaborado en varios suplementos, antologías y revistas de México, Venezuela, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Parte de su trabajo académico y literario se ha traducido al inglés y al francés. Obtuvo el estímulo del PECDA/FONCA en 2021 y fue becario del programa de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas y la UV en 2015, año en que también recibió el segundo Premio Nacional de Relato Sergio Pitol. Fue editor de narrativa en Cuadrivio y jefe de redacción de Punto de partida. Trabaja como gestor cultural en la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura de la UNAM.
© Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.
Posted: April 17, 2022 at 2:29 pm