Stanley Milgram y la obediencia ciega a la autoridad
Naief Yehya
El experimentador, de Michael Almereyda
Dos hombres son invitados a participar en un experimento sobre el aprendizaje. Ambos reciben un pago por su participación. La prueba consiste en determinar la influencia del castigo en el proceso de aprender. De tal manera, se hace un sorteo, uno de los individuos es nombrado el “alumno” (el cómico Jim Gaffigan) y pasa a un cuarto aislado, donde se le sujeta a un aparato que da descargas eléctricas. Mientras, sientan al “maestro” frente a una máquina con numerosos botones, un micrófono y un cuestionario. La prueba consiste en que el “maestro” hace preguntas al “alumno”, si este se equivoca al responder el “maestro” lo castiga con una descarga eléctrica y con cada pregunta errada la descarga aumenta en intensidad. Antes de comenzar el “alumno” muestra un poco de ansiedad y señala que tiene una ligera condición cardiaca. El conductor del experimento le ofrece al “maestro” darle una descarga de prueba para que tenga idea de lo que sentirá el “alumno”. Una vez que comienza el experimento, el “alumno” comienza a fallar en sus respuestas y el “maestro” le suministra las descargas crecientes que corresponden. El “alumno” grita que quiere parar la prueba que no puede más, pero el científico, que lleva una curiosa bata gris y mantiene una expresión seria e impenetrable, le indica que debe proseguir hasta el final de la prueba y que es imposible detenerla. Los gritos provenientes del cuarto del “alumno” siguen, aumentan y luego cesan así como las respuestas. No obstante, las instrucciones son que si no hay una respuesta acertada las descargas deben continuar. De esa manera el “maestro” puede imaginar que el “alumno” se encuentra inconsciente o peor y, de todas formas, continua maquinalmente preguntando y oprimiendo los botones de las descargas. El experimento se repite cientos de veces con una variedad de voluntarios de diferentes estratos sociales, étnicos y culturales (incluyendo un muy azorado John Leguizamo) y sólo en un par de ocasiones el “maestro” decide ignorar las órdenes y suspender el experimento. En todos los demás casos el individuo en el papel de maestro duda, se estremece, implora pero obedece y aplica todas las descargas eléctricas a un sujeto que aúlla de dolor y posiblemente está moribundo en un cuarto cerrado.
Este es el experimento más famoso del talentoso psicólogo, Stanley Milgram, que tuvo lugar en la Universidad Yale en 1961 y el cual no tenía como finalidad evaluar el aprendizaje bajo amenaza de dolor sino que era un estudio de la obediencia de ciudadanos ordinarios y en principio decentes a autoridades malévolas. Este trabajo fue tan revelador como inquietante y controvertido, e incluso en la academia se sigue debatiendo su legitimidad y ética. La realidad es que el supuesto voluntario que hacia de “maestro” (el sorteo estaba trucado) trabajaba para Milgram y tan sólo pretendía estar ansioso. Una vez en el cuarto ponía una grabación con gritos y súplicas, y esperaba.
Este experimento es presentado como un momento determinante en la vida de Milgram en la cinta Experimenter, del siempre agudo director y guionista Michael Almereyda, un filme proyectado en el 53º Festival de Cine de Nueva York del Lincoln Center. Aquí la ilusión fílmica es continuamente rota cuando Milgram (interpretado con humildad desafiante, ironía y empatía por Peter Sarsgaard) se dirige a la cámara rompiendo la cuarta pared, para explicar sus intenciones, como si el auditorio fueran sus alumnos de Yale o para convertirse en una especie de desenfadado narrador omnisciente. Pero este tono lúdico no resta seriedad al tema sino que lo enfatiza, al hacer que la dramatización de los hechos se convierta en una reflexión sobre la realidad y no en una pontificación de la misma. En cierta forma el filme en sí mismo es un experimento para obligar al espectador a imaginarse en la posición del “maestro”, de alguien que es manipulado para ser parte de algo que lo pondrá en evidencia al tiempo en que el conductor del experimento mantiene con él un diálogo íntimo. En un par de ocasiones se cita la frase de Soren Kierkegaard: “La vida tan sólo puede ser entendida mirando hacia atrás pero ha de ser vivida mirando hacia adelante”. Ya que si bien es imposible echar marcha atrás y corregir las decisiones cobardes del pasado por lo menos es posible, o debería serlo, aprender de ellas.
El experimento ofrece una visión desalentadora de la especie humana y de la civilización, un preocupante respeto por una autoridad que se presenta racional aunque en los hechos demuestre ser cruel e inhumana. Casi en todos los casos los sujetos que participaron en el experimento le dicen al científico que supuestamente conduce el experimento (un asistente de Milgram, quien observa todo oculto detrás de un espejo unidireccional): “Usted se hace responsable de lo que suceda”, sin darse cuenta que de esa manera están desviando la responsabilidad pero no la culpa. Los participantes salen todos estremecidos con sentimientos en conflicto pero su ansiedad y malestar no fue suficiente para que se atrevieran a desafiar a la autoridad.
Desde las primeras secuencias Milgram revela que sus padres sobrevivieron al Holocausto. La conversión de un pueblo moderno, eficiente y respetuoso del orden como el alemán en una servil herramienta de la máquina genocida del Estado es una de las principales motivaciones de su investigación. Milgram aparece aquí como un psicólogo brillante pero también como un manipulador e ilusionista, como alguien que se mueve en un territorio peligroso entre la ciencia y el entretenimiento, de ahí que se insinúen paralelos en su trabajo y programas de cámara escondida, donde la gente es llevada a actuar de manera absurda o a exponer sus lados oscuros al ser espiada en circunstancias extrañas. Sin embargo, lo que Milgram en realidad está tratando de llevar a cabo es una campaña moral y con cada falsa descarga siente que la noción de humanidad se colapsa.
La objetividad y el pragmatismo de la ciencia son puestos en evidencia desde el momento en que una persona ordinaria confronta a la institución y pierde el poder de cuestionar, ya que se siente en desventaja intelectual, así como al enfrentarse a la tecnología (que representa el poder monetario y de la imaginación dirigida) supone que su opinión o valores son insignificantes. Este experimento tuvo ecos en uno posterior realizado en la Universidad de Stanford, en 1971, por el doctor Philip Zimbardo, quien puso en escena una falsa prisión con “guardias” y “presos” y vio en poco tiempo la degeneración de actitudes de aquellos que tenían el poder. Ésta también fue llevada a la pantalla este año en The Stanford Experiment, de Kyle Patrick Alvarez. Ambos trabajos fueron muy debatidos tras las revelaciones de los abusos en la prisión de Abu Ghreib, donde un grupo de guardias se convirtieron en ocurrentes y entusiastas torturadores bajo la mirada complaciente de agentes de la CIA y psicólogos externos. Estos experimentos ofrecen luz al respecto de las masas silenciosas que son cómplices de las aventuras bélicas, el maltrato de la minorías, el colonialismo y el daño irreparable al medio ambiente entre otros crímenes inmensos que no podrían tener lugar si los pueblos desafiaran a una autoridad “malévola”.
La cinta de Almereyda opera a varios niveles de ilusionismo y humor, constantemente utiliza nostálgicas proyecciones de fondo que enfatizan la falsedad de ciertas situaciones y dan lugar a ambientes retro. De manera semejante recurre a una paleta de nostálgicos colores pastel que crean una sensación institucional tanto de la universidad como de los laboratorios y clínicas. El reparto es notable, pero especialmente destaca Winona Ryder en el papel de Sasha, la esposa de Milgram, quien además sirve como un pretexto para que el científico explique el funcionamiento de sus experimentos. Almereyda, quien siempre destaca por su sutil e inteligente conducción de autores y sus puestas en escena económicas (basta considerar sus cintas Nadja y Hamlet) y, en cierta forma teatrales, evita recorrer el repetitivo camino del bio pic convencional por lo que limita los elemento narrativos y dramáticos al mínimo. De tal manera aquí entra y sale de la trama al introducir, entre otras cosas, a un elefante que pasea por los pasillos de Yale, como paquidérmico recordatorio de esas verdades aplastantes de las que nadie habla a pesar de que son imposibles de ignorar.
Este es un tributo sensible y elocuente a un hombre que realizó una carrera espléndida y alcanzó la fama cuando su trabajo fue reciclado de manera simplona en un telefilme (donde él fue interpretado por William Shatner). Sin embargo, a lo largo de su vida Milgram tuvo incontables tropiezos con gente e instituciones que entendían pobremente su trabajo y lo acusaban de crueldad y deshonestidad por haber “engañado” a sus sujetos. Milgram murió de un infarto a los 51 años sin haber podido descifrar cómo liberar al ciudadano común de actuar ciega y servilmente al servicio de intereses crueles y criminales. Quizás si sus descubrimientos no hubieran sido ignorados los gobiernos de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX y los albores del XXI se habrían encontrado con oposición popular masiva al tratar de arrastrar a la población por la infructuosa y genocida guerra de Vietnam, el brutal intervencionismo en Centro América así como la catastrófica y deshumanizadora Guerra contra el terror.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor de Pornocultura,el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
Posted: October 14, 2015 at 11:08 pm