Fiction
En la fila para entrar

En la fila para entrar

Lucia Charry

Pedí a la azafata dos formularios y ésta me miró con cara de desaprobación, pero me los dio. Era por si me equivocaba. El bolígrafo, ¿en qué parte de la mochila lo puse?, me desesperé abriendo todos los bolsillos, saqué la billetera, las llaves, mi libro, pero no encontraba el bolígrafo. No quería pedírselo prestado al señor de al lado, ya me había pasado en otros viajes y por eso ahora venía preparado. Recordé que lo puse en el bolsillo del frente, para que estuviera a la mano y lo saqué. El pasaporte en el bolsillo superior de adentro, abrí y cerré el cierre tres veces seguidas, para confirmar que de verdad estaba allí. El miedo a perder aquel el tesoro que contiene la alfombra mágica para viajar.

Tenía un pasaporte de uno de esos países que nada más por portarlo ya te conviertes en sospechoso. Tuve la mala suerte de nacer allí. Tampoco es que hubiera muchas posibilidades de salir ganador en la lotería de nacionalidades. Muy pocos países están en la categoría de distinguidos.  Así, ante los ojos del mundo, pero sobre todo ante los que cuidan las fronteras nos convertimos en posibles narcotraficantes, terroristas, guerrilleros, extremistas, mafiosos, gánsters, pandilleros o falsificadores.

Entregar un formato con errores o tachones, era darle más razones al oficial para su desaprobación. Pero a veces es imposible no equivocarnos; la inercia de los nervios, los renglones estrechos, los cuadrículos demasiado pequeños para que quepa la letra. Todo eso parece ser parte de un sinfín de pruebas de obstáculos a superar.

Pensaba que viajar a casi todo el mundo le produce una cosquilla en estómago: la emoción de conocer un nuevo destino, el reencuentro con un amor, el volver a ver a seres queridos, comprar cosas únicas del lugar o la importancia de la junta en la que se obtendrá el ascenso por enumerar sólo algunas. En mi caso, más que cosquilla romántica o de excitación, era un exceso de jugos gástricos y sonidos estomacales; por mi pasaporte por supuesto.

En el avión, mis ruidos digestivos eran terribles, esperaba que mi compañero de asiento, un hombre mayor que cabeceaba, no los oyera, que creyera eran parte de su sueño o que los confundiera con su propia resonancia. Tal vez me entendía, a menos de que él fuera de otro país y no sufriera del mismo desprecio por su posible procedencia dudosa. Ya había hablado de eso con mis compatriotas y ese sentimiento era compartido; cada uno lo somatizaba a su manera. Nunca se me ocurrió, preguntarle a los de otras nacionalidades, imagino que enfrentan la misma clase de temor, para algunos países es hasta obvio.

Algunos argumentarán que todo esto viene desde la conquista, por nuestro complejo de víctimas colonizadas. Yo digo que no. Que todo viene desde que solicitamos la visa. Siempre recuerdo una canción de Juan Luis Guerra “con mil papeles de solvencia que no te dan pa’ser sincerooo”. Sí, todo viene desde el trato en el consulado. En nuestra condición de ciudadanos de segunda, de tercera o de cuarta categoría, no importa cuánto papel certificado o documento membretado llevemos para ganarnos el pase. Todo depende de la benevolencia con la que nos vea el funcionario, que a veces actúa más bien como verdugo. ¿Se creerán esos señores el San Pedro del catecismo de mi abuela, que tiene las llaves del paraíso?

Ya desde ahí quedamos cagados de miedo. Una vez superada la primera prueba de la visa, viene la prueba de pasar migración.

Con el aterrizaje empezó la taquicardia, me solté el cinturón rápido, me paré del asiento antes de tiempo. Me colgué la mochila al hombro, salí del avión y empezó el disimulo para parecer normal, tan normal que a veces puede despertar desconfianza. No tendría que hacer el esfuerzo, en realidad soy un tipo común y corriente: arquitecto, soltero y con ganas de seguirlo siendo, clase media, sin muchas aspiraciones, freelance, sin ninguna afiliación política, más bien todo me importa poco, ni idealista, ni soñador. Pero vaya usted a saber lo que para ellos sea anormal o sospechoso.

Venía de vacaciones, a conocer a mi sobrino de seis meses, el primogénito de mi hermana mayor. Esa era la verdad, aunque quien sabe si sería convincente. Siempre está la idea latente de quedarme, de conseguir algo que pagué mejor que los miseros sueldos de mi gloriosa patria.  Aquí el dinero si se ve, no se escapa de las manos como agua cada quincena, o por lo menos eso dicen. También he visto a mucha gente sin estudios que vive mejor que muchos profesionales calificados en mi país. Mi hermana siempre me ha pedido que me quede, que intente conseguir un trabajo, que se siente tan sola con la familia tan lejos. Existe la posibilidad, hasta he buscado opciones, pero nunca se ha dado y por una cosa u otra me regreso.

Los oficiales tienen la certeza de que en el fondo todos nos queremos quedar y para desventaja de todos, la realidad lo confirma.

Caminé por los pasillos del aeropuerto con mi falsa actitud de decidido. ¿Cuántas veces barrerán estos pasillos? Siempre tan blancos, tan impecables. Claro, nadie se atrevería a tirar un papel o una basura y ganarse un tache justo antes de pasar migración.

Se formaron unas filas enormes, se juntaron varios vuelos que llegaron al mismo tiempo, ahí no había más que esperar, nada que hacer para apresurar el proceso.

En la fila nadie se miraba, nadie se sonreía, nos ignorábamos los unos a los otros, incluso los que venían juntos querían parecer anónimos, se hablaban poco y en voz baja. Todos revisando una y otra vez los papeles en la mano. Ahí la única cortesía sin excesos sería hacia el oficial. Más bien obediencia; en sus manos estaba el destino de quien pasaba y quien no.

No sabía si quitarme o ponerme los lentes. Veía mejor con ellos, pero no los traía puestos en la foto del pasaporte. Me los quité y los limpié con la camiseta, quedaron aún más empañados y grasosos, decidí quitármelos.

La fila avanzaba y yo empezaba a ver la cara de cada uno de los oficiales. No sabía cuál me tocaría. Había uno muy blanco con piel rojiza, los otros descendientes de asiáticos o hispanos, pero dicen que los descendientes de extranjeros suelen ser los peores, les entra un nacionalismo exacerbado. De cualquier forma, ninguno tenía cara de bonachón.

Había otros oficiales que iban y venían respondían preguntas, traían papeles o se llevaban con ellos a algún viajero. Cargaban revólveres, parte del atuendo para intimidar. No creo que las usaran, no me he enterado de ninguna balacera en un aeropuerto o de un viajero que salga corriendo, saltando la seguridad como si fueran vallas de atletismo, para salir a la calle a confundirse con un ciudadano regular y sin equipaje. Muchos de nosotros, por antecedente histórico, le tenemos un miedo al uniforme. No porque sea legalidad o autoridad. En nuestro inconsciente ese uniforme también representa represión, injusticia, abuso de poder.  Milicias apoyando a dictadores, crueldad, tortura. Incluso a veces los policías o militares de más bajo rango son el mismo matón, que solo parece estar del lado correcto, diferenciado por el atuendo.

Ya estaba más cerca de pasar, se oían los sellos click, click como único efecto de sonido. Como un acto para ahuyentar la mala suerte evité mirar al que ya estaba en la ventanilla entregando sus documentos. No quería saber cuál sería su sentencia, eso me podría prevenir. Esa información previa podría jugar en mi contra.

Seguí avanzando, el cuerpo se me puso tenso, el pecho apretado y un miedo contenido. Me peiné con los dedos, quería verme presentable. Suponía que, como yo, todos esperábamos metamorfosearnos ante los ojos prejuiciosos del oficial, una mágica transformación que engañara a su pupila y nos hiciera parecer menos hispanos, menos gitanos, menos eslavos, menos árabes, menos negros.

Llegó mi turno. Me tocó el más blanco, el pura raza. Alto, fornido, el estereotipo personificado. La versión adulta del chico de mejillas rosas y pecosas. En el fondo prefería a ese, esperamos más benevolencia del extraño que de aquel que es igual a nosotros. Me sentiría todavía más humillado al ser rechazado por uno de mi color, que por qué cosas del destino de había nacido del lado correcto y ahora se sentía superior.

Al entregarle mi pasaporte, casi iba rezando en mi mente. Revisó el documento con desdén, sin verme a los ojos. Su mirada clara y afilada me ignoró: como si fuera una engrapadora, un bolígrafo o un poster más de los que hay en las paredes anunciando las normas.

Supongo que dentro de su formación académica hay una clase llamada “indiferencia” y todos la aprueban con altas calificaciones. Él, pasaba las hojas como queriendo encontrar un punto negro, una arruga que me hiciera todavía más sospechoso. La excusa perfecta para ponerme un tache.

Le mire los labios fijamente, por si al oír las palabras en otro idioma, el oído me fallaba al menos pudiera descifrarlas leyendo sus labios. Contesté las preguntas sin titubear, las había ensayado y me sabia la dirección de mi hermana de memoria. También traía en mi mochila además de los objetos, el sentimiento de paranoia, la persécuta de que las respuestas no iban a sonar convincentes. No sabía si fingir un tono suave que no intimidara, o uno más grueso que mostrara autoridad.

El tecleó algo en la computadora, volvió a teclear y preguntó otra vez lo mismo que ya me había preguntado, pero con otra frase, quizá para ver si me equivocaba o se me había olvidado mi guion aprendido. Los segundos se me hicieron horas.

El temor y la incertidumbre se paseaban por mi lado, se instalaron ahí conmigo. La tensión del cuerpo que antes estaba todo crispado se fue derritiendo, empecé a sentirme gelatinoso, sin fuerzas, tembloroso.

Ya no era necesario disimular mi miedo, lo único necesario de disimular era mi actitud de presunto culpable, aunque no sabía de qué delito. Lo que hiciera o dijera no importaba, solo importaba su veredicto, por eso no me atreví a preguntar nada. Jugar al digno con ese hombre, no me iba a sacar ganador. Desconocía mis derechos, o si tenía derechos.

Sólo esperaba no ser el daño colateral de la sospecha, de una revisión arbitraria o injusta.

Oí otra vez los sellos Click, click y me pasó el pasaporte sin decir nada.

—Next —gritó y supuse que eso significaba que podía pasar.

Recogí la maleta de la banda de equipaje todavía con las piernas temblorosas. Caminé rodando mi maleta. Se me empezaron a recomponer las piernas y las fuerzas cuando vi atrás de la barda a mi hermana sonriendo y cargando a mi sobrino. Tim sobresalía a su lado, con una mano la abrazaba por el hombro y con la otra me saludaba, moviéndola como para que los viera. Tan alto, tan rubio, casi transparente. Tan inocente, tan privilegiado. Lo saludé con la mano, acercándome, pensando en que él no sabía lo que era, esperar en la fila para entrar.

*Imagen de Christian Ramiro González

Lucia Charry. 1968 Bogotá Colombia. Realizó sus estudios Universitarios en Ciencias de la Comunicación en la Ciudad de México. Realizó sus estudios de posgrado en La Universidad de Massachusetts. Ha publicado cuentos en antologías colectivas, diferentes artículos, ensayos en revistas en español en Los Ángeles, CA y Houston, Texas, en donde reside actualmente. Sus cuentos han sido publicados en Ipstori y en las antologías Dime si no has queridoSuele pasar que nos quedemos de Literal Publishing. Su Twitter es @charrylu

 

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Posted: April 14, 2022 at 8:47 pm

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