Poetry
Todas las ballenas

Todas las ballenas

Renato Tinajero

BALAENOPTERA SCROFA SSP. DOMESTICA

Ahí, como un retoño, como una brizna gris

que desde el fondo del congelador en el supermercado,

ha resistido, esbelta, ante el invierno,

parece que me mira.

Pero veo mal. Sus ojos, si los hay, están cerrados

bajo las dos grietas gemelas

de su rostro.

Y su rostro es

apacible,

como el frío que en cierta época del año ha comenzado ya a soplar

primero sobre las ramas de los álamos,

luego sobre el cielo. Y el sol se desvanece.

Qué sereno el semblante del ballenato envuelto en plástico translúcido,

desde el fondo del congelador.

Esta carne amable apenas pesa, apenas ha ocupado unos centímetros

en el congelador.

Apenas se distingue entre las densas bestias del estante.

Como si en el último temor hubiera querido refugiarse, la coletilla

plegada, así,

las dos aletas pectorales pegadas a su cuerpo

como dos pequeñas sábanas,

como plegarían sus alas para calentarse los cachorros de dragón en el invierno.

Esta tarde lo he dejado en su sitio,

entre las carnes.

Cómo podría

comerlo.

Apenas si se distingue. Lo he depositado

con el mayor de los cuidados

en su sitio.

Cierro el congelador.

La puerta de vidrio del congelador se ha empañado

como un cristal monótono y celoso.

No he dado menos de diez o doce pasos antes de mirar

atrás, y ya se ve

que el ballenato se ha escondido

tiritando

en la grieta de un jamón y la cabeza inabarcable de aquel cerdo.

Pequeño ballenato.

Pequeño lío. Desde el fondo del pasillo de las carnes,

en aquel supermercado, ahí,

como un retoño, como una brizna gris, parece que me mira

y me pesa como un dolor de muerte en cada vena,

como un marfil

que va subiéndome del pecho a la garganta,

del pecho a la garganta, grave pero tenue

y dulce, como una miel en que me voy secando, solo, así

y reducido

a pura brisa, a puro yo, a pura nada.

***

PHYSETER DRACONENSIS

Me mostraban los niños, aquel día: el bultillo con aletas en el balde con agua.

Los ojos negrísimos a ambos lados de la cabeza.

Y la cabeza grande, como un puño o muy mayor.

Como dos puños unidos o la maza que se ha visto en la cola de algunos dinosaurios.

“Ahora verás”, dice la menor pero lo dice sin mirarme. No es a mí a quien ella habla.

Todo su deseo está volcado sobre aquel cáliz de plástico en que el bulto,

de entre las quijadas, sopla un bufido tosco, submarino, casi mudo.

Lo que importa es el hervor que rompe de súbito en la superficie de aquel balde.

Lo que importa es la nubecilla de vapor que se eleva desde el agua y, ante nuestra vista,

en un bufido que parece un eco del primero, estalla y se dispersa.

Parece el truco de algún mago. Como para aplaudir.

Ahora el agua está caliente. El animalillo levanta el timón firme de la cola y se desliza al fondo.

“¿Y cuando crezca?”, les pregunto y no espero merecer respuesta alguna. Pero la tengo.

Del mayor. “Debe crecer”, me dice. Y puedo aún jurar que en ese debe había como un hambre

de vastedad. (No volví a llamar niño al mayor. No era posible. Sencillamente ya no era posible).

El balde se quedó algún tiempo en el pasillo. Las pequeñas explosiones de vapor se sucedieron

hasta el tedio. El animal terminó en la casa de algún primo, en un sitio espacioso,

después en la piscina, creció, después ya no recuerdo

o no quiero acordarme o nadie supo. Ya no importa.

La vastedad, como un océano al que se derraman toscas, casi mudas, nuestras voluntades

nos llamó. Nos tragó la lejanía

y el tiempo. (La menor llamó para anunciar que se divorcia. El mayor no llama nunca.

Yo me inyecto treinta unidades de insulina desde octubre y para siempre).

Un día levantaremos el timón y nos deslizaremos hasta el fondo.

Debemos deslizarnos. O nos iremos mudando poco a poco

a un sitio mayor o más lejano. Dispersarnos.

Como una nubecilla de vapor que en un eco solamente se dispersa y

ya.

(Vaciar el balde. Negrísimos los ojos a ambos lados de nuestras cabezas.

Los ojos frente al balde vacío.

El balde al fin, lleno de nada más que aire, rodando a lo largo del pasillo.

Hasta un rincón del viejo patio y para siempre).

 

***

 

MYRMECIA BOREALIS

“Así sabes que empezó el otoño”.

Las palabras eran de mi padre.

Las decía cada otoño,

cuando millares de cadáveres

de pequeñas ballenas voladoras,

de un gris metálico

cuyo brillo se demoraba en opacarse

bajo el castigo del sol,

yacían sobre las avenidas,

tiesos y duros y lisos

y deformes.

El saldo de la migración, aquel río seco

de ballenas muertas.

La nube de ballenas se esforzaba

de camino al sur

y en el camino iban quedando de testigos

los pequeños cadáveres, pequeños

como varas en las que se atascaban

las llantas de los automóviles.

Mi padre pisaba el acelerador

y el auto traqueteaba

sobre aquella inundación.

Se sentía como pasar sobre algo duro y

blando al mismo tiempo.

“Como cuando atropellé a aquel gatito”, me explicaba.

“Como sentí en mi mano cuando la enfermera

me pidió que te cortara el cordón umbilical”,

me explicaba también. “Esa es la sensación”.

A veces el gatito, a veces el cordón umbilical.

Las explicaciones se alternaban.

Para mí aquel paso sobre el río de ballenas

era como andarse sobre piedras.

Como cuando metes el auto entre las piedras

de una calle sin pavimento.

Resbala, avanza, sube,

cae de golpe, se resbala.

O ya cercano a la edad adolescente

aquel vasto tiradero de palitos muertos

se me figuraba una marea de penes,

tiesos, duros, lisos

y deformes.

Yo no podía saber qué se sentía

pasar la llanta sobre un pequeño gato.

Menos aún, sujetar con fuerza la tijera

para troncharle a un hijo el cordón umbilical.

Recuerdo mi incomprensión.

¿No ve, no siente,

que es como andarse sobre piedras,

como machacar

los incontables penes derrotados?

¿Será que en cierta fase

—pero el yo que esto piensa no es el yo

que acompañaba

hace más de treinta años

a mi padre en aquel auto—

será que en el transcurso

de un peldaño al que le sigue,

a cierta edad,

un montón de ballenas en el suelo

hacen nacer

de la chistera mágica

metáforas sobre la vida

y metáforas también sobre la muerte?

¿Que uno ve únicamente piedras,

o penes como piedras,

en tanto el chorro de la vida

no termine de caer

sobre lo transparente

de las cosas?

¿En tanto lo recto no termine de ceder

ante lo curvo?

¿Aquí debíamos llegar?

¿Sin guantes en las manos?

¿Asidos con las dos manos desnudas

al peldaño,

balanceando una certeza malhabida

en la punta magullada de los dedos?

 

*Los poemas son parte del libro: Todas las ballenas. (Medusa Editores, 2022). El libro se encuentra disponible aquí. 

Renato Tinajero (Cd. Victoria, Tamaulipas, 1976),  es un escritor mexicano. Su libro Fábulas e historias de estrategas fue distinguido con el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2017. Su libro más reciente es Todas las Ballenas (Medusa Editores, 2022). Su Twitter es  @renato_tinajero


Posted: May 4, 2022 at 9:42 pm

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