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Un hombre y una mujer

Un hombre y una mujer

Miriam Mabel Martínez

¿Cuándo se enamoró Xavier de Adriana? Probablemente mientras José Luis se educaba en la Cinémathèque Française y veía de lejos a Henri Langois caminar junto con George Franju, director del documental Le sang des vetes…

La primera vez que lo vio tenía trece años; asistía a su primera fiesta de “grandes” y ahí estaba él, con su adolescencia a punto de caducar. ¿Le decían ya La Bruja? Adriana lo olvidó. José Luis era amigo del primo con quien había crecido, el hijo del hermano de su mamá que la cuidó desde que había quedado huérfana. Una circunstancia que marcó su destino, mas no determinó sus posibilidades de búsqueda. Fue una niña muy querida. Sus tíos nunca trataron de sustituir a nadie. La criaron amorosamente y la apoyaron, sobre todo en los momentos decisivos, como cuando dejó de ser Rosa María Gorbea Osorio para convertirse en Adriana Roel. O como cuando al ver al mejor amigo de Xavier Massé, su primer esposo, recibirlos en el aeropuerto tras haber concluido sus estudios de actuación en París, entendió que debía divorciarse. ¿Qué sintió aquella tarde al ver otra vez a ese hombre? ¿Cuántos años habían pasado desde esa otra ocasión que vio a José Luis al café del Cine Chapultepec, cuando ella todavía creía que la danza sería su porvenir? ¿La habrá reconocido? Ella sí, y como una espectadora más, observó entrar del brazo de Stella Inda, a ese joven veinteañero que se debatía entre la arquitectura y el cine, pasión que estaba a punto de convertirlo en el primer mexicano en estudiar en una de las dos escuelas europeas de cine más importantes de mediados del siglo XX: el Institut des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC). Adriana me contó que durante aquel encuentro fortuito él la impulsó a dedicarse a la actuación. Es curioso cómo van reacomodándose a lo largo de la vida. ¿Cuándo se habrán vuelto a topar? Parecería que todo el tiempo se estuvieron encontrando. Al menos así fue para ella.

La historia de Adriana y José Luis la he ido armando de los recuerdos de muchos, incluyendo los que ella me compartió generosamente. Su historia carece de datos duros, está llena de anécdotas, de momentos congelados, de close up, de secuencias inconclusas y escenas que se repiten en loop. ¿Cuánto duró su relación? ¿Siete años, diez, más? Cuando la escuchaba me parecía que nunca terminó. Sé que fueron una pareja hermosa, al menos eso me contó Gabriel Ramírez, uno de los protagonistas olvidados de la generación de La Ruptura y miembro, al igual que José Luis, del Grupo Nuevo Cine; lo constataron José de la Colina y Vicente Rojo, otros miembros de la palomilla que nunca entendieron por qué no hicieron lo que se supone debían hacer las parejas: casarse. ¿Era necesario? Además de idealistas, ambos eran talentosos; él, una promesa del cine –como lo atestigua la entrevista que Joel Patiño le hizo para la revista xico Cinema, publicada el 25 de septiembre de 1956– y ella, una revelación teatral.

Mientras Adriana, en 1957, despertaba la atención de la crítica y el aplauso del público bajo la dirección Seki Sano en Los frutos caídos y en El asesino es la señora, dirigida por Julio Porter; él planeaba el rodaje de su ópera prima The big drop, dirigía el Cine Club México del IFAL y aparecía a medianoche en el Canal 4, en un programa de televisión sobre cine. Cada uno por su lado intentaba forjarse una vida profesional con éxito. En 1958, Adriana era dirigida por Salvador Novo en El cuerpo diplomático, mientras que José Luis se convertía en el conductor de la primera Reseña Mundial de los Festivales Cinematográficos en Acapulco e imponía la moda de usar guayabera y tuxedo, como me compartió Fernando Macotela, cachorro –entonces– de Nuevo Cine, hoy (2022) cabeza de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería. Ella aún no sabía que José Solé, que la dirigiría en La posadera, sería otro eslabón que la uniría a La Bruja. Y él ignoraba que el productor de su película, Myron Gold, impediría el estreno en salas, como tampoco poco sabía que esa atracción que sentía por Adriana, la esposa de su gran amigo Xavier, sobreviviría a la estancia de ese incipiente matrimonio en París.

¿Qué detonó la atracción? El cuándo ni el cómo, mucho menos el dónde, importan. Ella actriz, él cineasta, estaban condenados al encuentro. Aquí y allá. Sus presentes en México se entrelazaban con sus pasados parisinos. Nostalgias que los acompañarían en su porvenir y en sus caminatas por una Ciudad de México a que él había reaprendido a recorrer gracias a las enseñanzas urbanitas de una generación de jóvenes franceses, algunos par de años menor, como François Truffaut o Louis Malle, otros un poco mayores como Alain Resnais o Chris Marker o de su edad como Agnés Varda y Jean-Luc Godard. Quizá en las tardes que pasaban ya fuera en el pequeño departamento de Adriana o en el estudio de él en la Narvarte, compartían su pasión esa Nouvelle Vague que, por separado, habían atestiguado, o leían los números de la revista Cahiers du Cinema que La Bruja coleccionó de 1952 a 1954, durante su estancia parisina y que conservó como si fueran un libro de texto coordinado por André Bazin. Seguramente, también le contó del discurso que Enrique González Pedrero leyó, en 1953, como representante de los estudiantes de la primera generación de mexicanos de la Maisio du Mexique, a quien Adriana conocería hasta el 8 de diciembre de 1982, en Gayosso Félix Cuevas, donde velaron a José Luis: tenía 54 años al morir y Adriana, en ese entonces, 48. Se habían vuelto a reencontrar uno o dos años antes, en la librería El Parnaso, en Coyoacán; se abrazaron con la misma intensidad que se habían abrazado aquella vez en el aeropuerto a principios de la década de los sesenta; al menos así fue para ella. Y la intensidad de ese abrazo la acompañó hasta que Adriana empezó a olvidar todo menos a él.

 

***

La conocí en casa de Margarita Domínguez viuda de González de León; su voz en persona era más impresionante que en el cine, y pese a que ya estaba cercana a los setenta, para mí su rostro seguía siendo el mismo de Alicia, la amiga de Luisa, la protagonista de Días de otoño, de Roberto Gavaldón. Me impactaron sus gestos sutiles y sus movimientos corporales, todavía no encuentro la palabra exacta para describir la presencia de Adriana Roel; solo sé que me estremeció la historia que la ligaba a Margarita. Las dos estaban aún enamoradas de los hermanos González de León Quintanilla. Me resultó conmovedor ver a esas dos mujeres convivir como intuí –por su complicidad– también lo habían hecho en su juventud, cuando Margarita estaba casada con Antonio y Adriana y José Luis formaban una pareja que parecía salida de las historias de la Nouvelle Vague que tanto les influyó. A ella la conocí en mis tardes frente al televisor, era la amiga de Gutierritos (1959); la “fea” en Escuela de verano (1959) con Tin Tan; la ingenua Alicia que se enamora de un pandillero, El Gato, en Los jóvenes (1961) de Luis Alcoriza; es la esposa del ministro Pascual Tamayo en Renuncia por motivos de salud (1976) escrita por Josefina Vicens y Fernanda Villeli (por la que obtuvo un Ariel por actriz de reparto) y caracterizó a Delfina, la mamá de Lucía Méndez en la telenovela El extraño retorno de Diana Salazar (1988). Yo conocía a Adriana, pero ¿quién era ese José Luis, borrado de la historia oficial y protagonista en la vida de esa primera actriz? Desde entonces no sólo empecé a imaginarlos, sino a descubrirlo a él escondido en los créditos de filmes como Fear Chamber (1968), protagonizada por Boris Karloff y Julissa o Blue Demon destructor de espías (1968).

¿Quiénes eran esos enamorados que mientras Claude Lelouch escribía, con Pierre Uytterhoeven, el guion de la película Un homme et une femme (que ganaría en 1966 la Palma de Oro en el Festival de Cannes) trazaban una narrativa paralela que exhibía la complejidad del amor en una Ciudad de México tan carismática como ellos? Sin embargo, a diferencia de los personajes interpretados por Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant, Adriana y José Luis asumían que el amor y la pasión no eran suficientes, ni siquiera la ternura, la lealtad ni la solidaridad lo eran para enfrentar las expectativas de un sistema social que exigía un modelo de pareja propio del milagro mexicano; sobre todo si ese hombre y esa mujer salían de los márgenes de las convenciones definidas para el sexo fuerte y el sexo débil. Si bien en aquellos locos sesenta esos desafíos y triángulos amorosos preferentemente debían limitarse a inspirar guiones atrevidos, como Jules et Jim (1962) de François Truffaut o tan experimentales como Bande à part (1964) de Jean-Luc Godard, la realidad siempre supera la ficción, y ellos lo comprobaron.

La historia de Adriana y José Luis, esa que empezó extraoficialmente a finales de los años cincuenta, no tuvo final feliz, como tampoco lo tuvo À bout de souffle (1960) de Godard, ni rompió convencionalismos como Les Amants (1958) de Louis Malle; su historia fue tan crudamente bella e intensa, como la de Geneviève (Catherine Deneauve) y Guy (Nino Castelnuovo) en Les parapluies de Cherbourg (1964), de Jacques Demy. Quizá en la nostalgia de aquel final infeliz, ambos se aferraron a sus recuerdos.

Pero esa es la historia que yo quiero imaginar o la que me hubiera gustado que el Jean-Luc Godard que filmó Le mepris realizara. Sí, me gusta pensar que Adriana y José Luis son ficciones salidas de una película no realizada por Godard. Una historia nunca filmada como esa Heart of darkness que Orson Welles nunca rodó o como El método Czérny con la que José Luis y Salvador Elizondo iban a participar en el Primer Concurso de Cine Experimental en 1965.

Invento la historia de ella y él a partir de retazos de memorias caprichosas, de confesiones, añoranzas intermitentes de quienes los conocieron. Armo una escaleta con apuntes que tomo de aquí y de allá, de charlas con sus amigos y familiares, de archivos personales y oficiales, solo para toparme con ausencias y falta de conservación, y resbalarme en los huecos del relato oficial del cine, en los que está perdido José Luis y en los que pronto caerán otros nombres. Dónde conseguir una copia de películas como Anacrusa (1979) de Ariel Zúñiga, por la que Adriana ganó un Premio Ariel y que los testimonios de otros, como Toni Kuhn, advierten es imprescindible para entender el desarrollo del cine mexicano contemporáneo. ¿Cómo conformarnos con lo que queda? ¿Por qué aceptar únicamente la versión de los triunfadores? ¿Cómo conocer el legado de José Luis, cuando su crédito en algunas películas está ausente en los libros? ¿Cómo es que poco a poco se van borrando los nombres de los que no protagonizan?

Me sumerjo en los recuerdos de muchos para tratar de armar una ficción en la que datos, unos verificados en archivos, en publicaciones, otros de palabra y otros reconfigurados de boca en boca y de álbum en álbum, me ayudan a trazar el relato sin cronología de sus encuentros y desencuentros, esos que ella se empecinó en rememorar aun cuando empezó a olvidar. Y a esa imagen de él en la fiesta de su primo se pega la escena del aeropuerto, sus clases en la Escuela Arte Teatral del INBA y luego las mudanzas, la separación, el reencuentro, ella ensayando, él proyectando la sede ideal para la Reseña Mundial de los Festivales Cinematográficos de Acapulco, como su tesis de arquitectura, y luego él fotografiándola mientras ella memorizaba sus líneas o saliendo del Cine Roble, y luego otra vez los dos riendo, él fumando y ella en sus piernas durante alguna reunión de la “palomilla”, ya fuera en casa de Albita y Vicente, o de Mercedes y Gabo o de Alicia y Emilio [García Riera], otro gran amigo de José Luis. “Adoró a Emilio”, me aseguró Adriana durante alguno de los cafecitos que me invitó en su departamento en la calle de Tlacotalpan, en la colonia Roma. Y Emilio a él, no por nada Ana y Alicia García Bergua le decían tío. Y luego vuelve a aparecer José Luis con cigarro en mano esperándola al terminar la función para después ir a cenar con el joven crítico Jorge Ayala Blanco, y luego los dos peinando la librería francesa. Siempre los dos, y aunque ese siempre nunca alcanzó la longevidad, se convirtió en el único sobreviviente en la mente de Adriana.

Siempre los dos en una fotografía que aún no envejece. Supongo que por ello me es difícil imaginarlos reales y, sin embargo, me resulta fácil inventarlos más allá de los márgenes derecho e izquierdo del Sena, o de la Ciudad de México en blanco y negro o a color, dentro y fuera del cine. Pienso en el filme Ascenseur pour l’Echafaudl (1957), en el que Louis Malle dirigió a su entonces pareja Jean Moreau; e imagino que Adriana y José Luis también lo intentaron; sin embargo, fracasaron por los exabruptos de otros. Entendieron que los fracasos ni los éxitos son solitarios, como tampoco el amor es solo de dos. Y como en una película francesa, su historia también es la de Xavier. La amistad entre ellos resiste en una fotografía que ha pasado de mano en mano hasta mí. La observo y me pregunto ¿cómo se habrán encontrado? Quizá Xavier se topó con José Luis en el Cine Club México del IFAL, tal vez en esa institución le recomendaron hospedarse en la casa de los González de León Quintanilla.

¿Cuándo se enamoró Xavier de Adriana? Probablemente mientras José Luis se educaba en la Cinémathèque Française y veía de lejos a Henri Langois caminar junto con George Franju, director del documental Le sang des vetes, que le enseñó una ruta alterna a aquel joven estudiante que también se dejaba guiar por el letrismo. Quizá por ahí se topó con Guy Debord, quien todavía no se definía como un situacionista, aunque ya intuía que la deriva era la mejor estrategia no para encontrar, sino para buscar. Tal vez, mientras José Luis asistía al cineclub de un jovencísimo Truffaut, en la Ciudad de México Adriana acompañaba a Xavier a visitar a su familia mexicana adoptiva y en las fotos reconoció a aquel amigo de su primo que le impactara en su pubertad. Derivas que, aun en continentes distintos, se entrecruzaban. Y a la deriva se unieron y a la deriva se separaron.

Así sucedió todo, como si fuera una película aún no imaginada por Truffaut ni por Godard y tan intensa como sigue siendo Bande à part y Jules et Jim. ¿Qué pasó? ¿Por qué no se casaron? ¿Se tenían que casar? ¿Por qué? Sobrevivieron “los deberían”, las convenciones, hasta el amor, el fracaso, el desamor, la nostalgia. Quienes los conocieron, sin importar la década, los recuerdan juntos; para mí siempre han estado juntos. Su historia se ha alargado en los recuerdos de muchos que yo, aún no sé por qué, me he atrevido a re-trazar a partir de la nostalgia de Adriana.

José Luis murió hace 40 años; su ausencia la acompañó hasta su muerte, el 4 de agosto de 2022. Me pregunto a dónde estarán los recortes de periódico y los siete números de la revista Nuevo Cine que atesoró como único vestigio de la existencia de él. Tampoco sé cuándo la memoria le empezó a jugar bromas, ni cómo fue que él nunca la abandonó. Durante la pandemia, me enteré de que se mudaría a Mérida con su sobrina, la visité las veces que pude antes de que se marchara. Le mostré fotos de ella en su juventud, de ellos y retratos de él, que he encontrado a lo largo de mi propia deriva tras las huellas de La Bruja. Adriana me pidió le imprimiera algunas fotos, me sorprendió que eligiera unas en las que él era muy muy joven, cuando ellos aún no se enamoraban. Imaginé que en su mente rondaba aquel adolescente invitado a la fiesta de su primo en una eterna primera vez ¿Cómo sucederán los recuerdo durante la vejez? Espero saberlo algún día; por lo pronto, imagino que suceden como en las películas, como aquella última tarde que nos vimos y mientras que azorada se observó así misma en la pantalla de mi laptop (como su personaje en la película de Natalia Beristain No quiero dormir sola, 2012) y con sorpresa me decía: “¡Si soy yo!”.

Y se marchó a Mérida y ya no volvimos a hablar. Mi nombre se perdió en su mente, mientras que la mía está ocupada por fantasmas. En el mismo 2022, antes de la muerte de Adriana, el 17 de junio falleció Jean-Louis Trintignant, y luego el 13 de septiembre, Godard. Todos habitan el cine que admiró La Bruja y, como escribiera Emilio García Riera, es mejor que la vida. Quizá por ello a veces imagino que Adriana y José Luis son ficciones… y quizá lo son.

El audio del tema de Un homme et une femme, compuesto por Francis Lai, se eleva; José Luis está sentado en el Café Chapultepec, le pide fuego al mesero, interpretado por Jean-Louis, fuma mientras mira hacia la entrada. La cámara de Godard recorre su mirada hasta la puerta y en un movimiento brusco se centra en el rostro de Adriana. Close up. Se rompe la cuarta pared. Ella nos sonríe. Fade out.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Posted: December 11, 2022 at 10:33 pm

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