Essay
Un puñado de palabras: escribir ficción en talleres literarios

Un puñado de palabras: escribir ficción en talleres literarios

Alejandro Badillo

La escritura es un ejercicio rodeado de mitos: el bloqueo de escritor, el pánico a la página en blanco, la sensibilidad extrema del artista que lo distingue del resto de los mortales y que le permite atrapar sensaciones, elementos inaprensibles que se traducen en poemas, novelas o cuentos. Thomas Carlyle en su ensayo De los héroes ubica a los escritores como modelos representativos, guías como los sacerdotes, los guerreros, los dioses paganos. Carlyle menciona a Rousseau, Burns y Johnson y añade que éstos no fueron portadores de luz, sino heroicos buscadores: “vivieron en amargas circunstancias, luchando bajo montañas de obstáculos, no pudiendo revelarse claramente ni alcanzar la victoria interpretando esa idea divina”

Sin embargo, a pesar del reconocimiento social que inspira la escritura, la mística de Carlyle o la impronta de “intelectual” que puede opinar de los asuntos más diversos, la realidad es que el ejercicio de la escritura es muy simple y no exento de la disciplina que requiere cualquier trabajo mental o físico: la labor diaria con las palabras, la práctica constante, fallar una y otra vez hasta, al fin, dar en el blanco. Pero dar en el blanco no significa una garantía de calidad y, en cada nueva página, cada novela, cuento, ensayo o poema, se empieza desde cero, con los mismos riesgos, caminando sobre una línea muy frágil, donde los pequeños éxitos pueden convertirse en un montón de palabras precipitándose en el vacío.

¿Qué elementos originan en alguien el deseo de escribir? No sé, quizás la ambición temprana de imitar algún texto leído, el atávico deseo de contar, incluso alguna saludable dosis de ego. Recuerdo haber escrito un cuento de fantasmas en la escuela secundaria y leerlo a mis compañeros mientras miraba sus caras de asombro. Entonces, con el efecto causado en la pequeña audiencia, vino el deseo de contar una nueva historia. En este punto hay algo importante: el deseo del principiante no basta cuando faltan las herramientas adecuadas, el paso del tiempo, un poco de talento e ingenio. El lenguaje escrito es un código flexible, maleable; se parte de una serie de convenciones para después subvertir su orden, engañar el sistema para descubrir nuevas texturas, nuevos artificios. Por esta razón la literatura supone una ardua tarea al novato que intenta su primer cuento y parece una carrera de resistencia que involucra la perfección de un estilo y la voluntad de la búsqueda. Esto aplica también para el papel del escritor como lector: se deben evitar las tiranías en la lectura, la reclusión en los géneros, los menosprecios. Sólo con un amplio abanico, con lecturas de la más diversa índole, el escritor puede extraer los trucos, aprender las lecciones de los que le antecedieron en el oficio. La labor de la escritura es similar a la lucha por la dominación, por el control de las palabras, pero también es saludable aceptar que a veces las palabras no son suficientes y, a pesar de eso, colocarse en la trinchera, imaginar, intentar nuevos caminos, seguir buscando. Uno supone que la vocación por la escritura es clara, casi espontánea y en una edad temprana, sin embargo son abundantes los casos de escritores tardíos, cuyas primeras obras nacieron en la madurez. También es interesante el grupo de escritores que, como Juan Rulfo, renunciaron a la escritura después de publicar una o dos obras. En algunos casos las letras son una segunda opción: William Hazlitt (1778-1830) ambicionó durante mucho tiempo el dominio de la pintura y, a la par, escribió numerosos ensayos motivados por sus fervorosas lecturas. Al final, las brillantes disertaciones sobre el teatro, sobre el recato de los eruditos, la manera de conversar con gente desagradable, además de los retratos de algunos personajes de la época como Wordsworth, Coleridge y Walter Scott, situaron a Hazlitt como uno de los ensayistas cumbre de las letras inglesas junto a Charles Lamb, Chesterton y De Quincey.

La escritura puede comenzar a través de un taller literario. Mi experiencia en el ámbito local se remite a la escuela de escritores Sociedad General de Escritores de México en Puebla, que anteriormente se ubicaba en la avenida Reforma en el Instituto Cultural Poblano. El nombre de “escuela de escritores” propone una interrogante: ¿se puede enseñar a escribir? ¿Hay un sistema? ¿Quién es el mejor guía para el escritor en ciernes? Claro, están las reglas, autores a seguir, la ortografía, incluso algunas recetas —a mi gusto ingenuas— que ofrecen algunos escritores cuya visión de las letras es la de un proceso perfectamente definido, donde hay rutas probadas, una serie de pasos que deben seguirse dejando de lado la cualidad de la literatura como interrogante, como experimento.

En los salones del Instituto Cultural Poblano mostré mis primeros escritos al coordinador del taller, Alejandro Meneses, cuentista nacido en Altzayanca Tlaxcala, autor de libros memorables como Días extraños (buap, 1987) y Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000), que radicó muchos años en Puebla, ciudad donde falleció en 2005.

Más allá de un método, el taller de Alejandro Meneses se distinguía por el reconocimiento de un estilo, que si bien en algunos casos era muy incipiente, daba algunas pistas para guiar al tallerista con lecturas y sugerencias para redondear sus historias. Después de la lectura de un texto en proceso, tocaba el turno de la crítica y en la dinámica el autor encontraba su marco de referencia, el efecto de un artificio utilizado burdamente o el germen de una idea a desarrollar. Claro, siempre había que pulir los textos, el forcejeo con el lenguaje, los errores de dedo y las inevitables ingenuidades.

Más allá de las cuestiones técnicas, en las sesiones quedaba la sensación de que cada autor debía encontrar su tema, afrontar con seriedad la literatura y buscar pulsiones y afinidades. En el taller la literatura era algo combativo y en continuo cambio: un texto debe defenderse por sí mismo cuando se considera una versión definitiva o está publicado, sin embargo, el proceso de creación puede ser enriquecido con las sugerencias, con las buenas y malas críticas y, sobre todo, con las repercusiones en la imaginación de un lector.

A lo largo del tiempo muchos miembros del taller desertaron, los que buscaban resultados inmediatos se decepcionaron rápidamente, otros asistían al taller como una especie de ritual que les permitía sobrellevar sus tardes. Supongo que es igual en todos los talleres. Con el paso de los años fui testigo de avances sorprendentes, dudas, estancamientos e, inevitablemente, historias extrañas que dan colorido a la especie humana: en un taller de ensayo un participante intentó desacreditar un texto mío en el que —influenciado por el flâneur de Baudelaire— arengaba a las masas proletarias a dejar de inundar las playas en Semana Santa para convertirse en turistas en su propia ciudad, gozar con la turba citadina y analizar aparadores, paradas de autobús y carteles. Para el decepcionado tallerista un ensayo debía abarcar exclusivamente temas científicos. Un caso más extremo fue el que presencié en un taller de narrativa cuando una profesionista leyó partes de una saga intergaláctica cuyos innumerables capítulos recreaban un melodrama repleto de lugares comunes y escenas que sólo la autora tomaba en serio. La casi infinita obra había sido escrita, a la postre, en completa soledad, sin referencia alguna y, eso sí, con un tesón admirable. Una cuartilla era suficiente para provocar largas carcajadas que dejaban a la autora con una mirada de extrañeza.

Los talleres literarios han dejado algunas reminiscencias en Puebla, al taller de Alejandro Meneses puedo añadir los de Daniel Sada, Guillermo Samperio, Beatriz Meyer, Roberto Corea, José Vicente Anaya, Enrique de Jesús Pimentel y Sebastián Gatti. De ellos han salido amistades, decepciones, coincidencias y proyectos inacabados. Algunos talleristas siguen escribiendo, otros han optado por ver los toros desde la barrera. A los egresados de los talleres se suman los escritores que emprendieron su camino en solitario, atenidos a sus lecturas, con el olfato y la percepción de una obra cuyos ecos remiten únicamente al ámbito del autor. En este caso la vocación y la confianza son elementos fundamentales para seguir adelante. Los caminos en la creación literaria son sinuosos, exigen tiempo y madurez, a veces involucran decisiones en apariencia fortuitas que, al final de la jornada, cobran sentido con un puñado de líneas de las cuales el autor puede sentirse orgulloso.

Aalejandro_badillolejandro Badillo es narrador y reseñista. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta). Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los estetas y en 2016 el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por su obra Por una cabeza.

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Posted: October 10, 2016 at 10:23 pm

There is 1 comment for this article
  1. Jose Luis Domínguez at 2:25 pm

    Muy buena semblanza de lo que sucede en los talleres literarios, estimado Alejandro, y vaya que he tenido la suerte de fundar varios talleres en mi comunidad, en el norte de Mèxico, desde 1992. La disfruté bastante. Gracias por publicarla. Un abrazo.

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