Un viaje sin coda
Mabel Cuesta
No pudo ser en marzo, durante las vacaciones de primavera, porque había viajado antes a New York por razones de trabajo. La sola idea de importar el desdichado virus a la isla –es decir: a la casa de mi abuela o la de mi suegra– fue suficiente para cancelar unos billetes a los que acompañaban maletas con jabones, detergentes, leche en polvo, café, ropa interior, batas de casa y baterías para el aparato del oído de uno de los tíos.
Tampoco pudo ser en mayo, ni en julio, ni en septiembre… Todos esos billetes fueron reprogramados, convertidos en certificados de viajero y hasta devueltos a la tarjeta de pago original. Dolía; pero era comprensible. No debíamos importar más casos de virus. Dolía; pero la familia parecía estar en paz con las cancelaciones y aguantaba estoica y ayudada por las muchas compras a través de “envioscuba.ca” o “supermarket23.com” o, mejor aún, a través de esa amiga de la infancia loca por largarse y quien como parte de su plan pone su dinero fuera de Cuba. Ella conoce el mercado negro como nadie en mi ciudad. Fue así como pudo comprarnos los productos que necesitaban nuestras madres. Como parte del trato, y aliento a su plan de huida, nosotras transferimos a su novio, en algún punto de Texas, los dólares correspondientes a la cantidad invertida en pesos para garantizar el suministro de comida. Así aguantó la familia nuestra ausencia. Así se desangró más de lo habitual la ya encogida cuenta de ahorros, así los ayudamos a llegar hasta el próximo día de angustia y precariedad…
Pero llegó noviembre, se levantaron algunas fronteras y semanas después entramos por ellas. Con máscaras y caretas transparentes, entramos. Con 2 maletas de 70 libras, una mochila y un maletín de mano (sumando en total más de 200 libras por persona), entramos.
Nos practicaron un PCR antes de pasar por migración. Nos advirtieron que al 5to día de estancia debíamos ir por otro (o quizá el PCR vendría a por nosotras) en nuestra comunidad y que después, solo después, tendríamos libre circulación. Todo bien. Justo. Necesario. Como dice aquel viejo tema de X Alfonso: “el problema es internacional”.
Ya en casa supimos respetar el aislamiento. Contuvimos abrazos. Lloramos en seco y nos dimos a la escucha. Primero las crónicas del tiempo distante (un año exacto) y luego los sucesos por llegar. Ese futuro que no existe sino como amenaza. Esa forma en que la temporalidad en Cuba es desidia o en su defecto miedo, incertidumbre y caos. La vida parece habitar en las tres últimas formas sustantivas. Formas familiares que esta vez se daban a sí mismas la etiqueta de “reordenamiento monetario”.
La luz bróder, la luz
El 10 de diciembre seguíamos encerradas en casa para respetar el protocolo de bioseguridad. Ese encierro fue sin televisión y con lecturas pendientes. Nuestra conexión con el mundo exterior era un celular sin acceso a redes sociales; pero con whatsapp. Fue entonces que llegó el mensaje de un amigo en USA. Nos contaba que el actual presidente cubano Miguel Díaz Canel había hecho una aparición pública junto a Raúl Castro Ruz en la televisión nacional.
El primero anunció que el precio oficial de la divisa norteamericana sería de 24 pesos y el segundo hizo silencio. ¿Por qué apareció si no iba a decir nada? Se inquietaban los vecinos mientras leía mi whatsapp. Una pregunta importante cavilé de inmediato desde la hamaca y sin otra demanda para mi propio tiempo que no fuera la de poder contestarles, acaso solo con mi intuición y no con esa certeza sin quebranto que nos caracteriza. Claro que no salí de mi embeleso para interrumpir sus pasos angustiados en la escalera. Claro que también tuve miedo. Pero puse juntas algunas corazonadas: aquel silencio presencial significaba que la vida del otrora rebelde era verificable y que el slogan de “somos continuidad” todavía puede ponerse en escena a través de un cuerpo militar que se alarga hasta uno civil y finalmente que dicho cuerpo militar, porque vive, sabría ordenar: ¡abran fuego!
Pero si creí, por apenas unas horas, que aquel anuncio sería el clímax de algo, las mesas redondas de los siguientes días se encargarían de ponerme en mi sitio. Así como el segundo PCR (negativo) me dejaría salir a las calles.
El cambio oficial de 1 dólar por 24 pesos cubanos significa el intento-preludio de estabilizar un precio que en realidad es mucho mayor para los cubanos sin posibilidades de adquirir esa moneda que luego se les demanda en los establecimientos minoristas. El dólar se compra (el Estado lo compra) a 24; pero NO lo vende, a menos que vayas a salir de viaje. En ese caso y en el aeropuerto, al partir, tienes derecho a comprar 300 dólares. El precio real, el de comprar billetes en la calle para poder “recargar” las tarjetas MLC (Moneda Libremente Convertible); el precio del dólar que te permite acceder a los detergentes, los jabones, los muslos de pollo, es de 38 a 40 pesos cubanos. Si ganas 6380 pesos (salario de un profesor titular con doctorado) no es que esto se traduzca a 265 dólares. No. Son sólo 167. Y la última vez que yo chequeé, ningún país está habitado sólo por profesores titulares con doctorados.
El retiro de quienes un día fueron obreros o técnicos es 1500 pesos (39.47 dólares) y el de los obreros activos de 2500-3000 pesos (65.78-78.94 dólares) y subió la canasta básica que no tiene los productos que hay que ir a buscar en las tiendas en MLC y subió la electricidad que de 0.9 centavos el kilowatt pasó a 0.33 (pesos cubanos) y el agua que de 1 peso por persona pasó a 7 y el teléfono cuyas tarifas no pude verificar; pero que igualmente responden al estilo canibalesco hasta aquí expuesto.
Fin de fiesta
Es el día 25 de diciembre y salgo a por un cake. Uno de mis primos va a celebrar su cumpleaños con nosotros y alguien nos cuenta de esta magnífica repostera en cierto barrio alejado del mío. Emprendo la travesía con algo de pavor pues, aunque he seguido los protocolos de bioseguridad al pie de la letra, no quiero hacer desplazamientos muy temerarios. Para llegar a dicho barrio debo atravesar la ciudad del sureste al noreste. Y todo lo que veo es una cola. En cada esquina una enorme cola. A veces se juntan la cola de una esquina con la otra. Es que van a sacar la carne de puerco a 40 pesos la libra me dice uno de mis tíos. No sé si importe saber que este tío es licenciado de las FAR y que desde hace 10 años maneja un LADA para clientes privados. Así come. Así compra la carne a 40 pesos la libra o a 60 o a 70 en este fin de año en donde toda fiesta parece imposible.
Voy con la nariz pegada a la ventanilla trasera del LADA. Voy tragando más lágrimas de las anticipadas por cuanto sé. En este caso ese saber es mínimo y verdadero: en todas partes, a menos que haya una guerra, la gente está hoy en casa junto a su familia. Sí, también los pobres. Justo por serlo, acaparan sus mendrugos con antelación y pasan el 25 de diciembre en casa. Es así, lo he vivido en ciudades que detesto y también en las que amo. Ciudades de América Latina y de Europa y de USA. Navidad en casa. Y si surcamos una pandemia extraordinaria, a menos que te falte el más común de los sentidos, en casa.
En Cuba lo extraordinario no es el virus sino las vidas realmente desnudas. Estas que sólo pueden elegir entre alimento/ausencia de alimento. Esa relación esencial entre vida y muerte que ha cambiado tan aceleradamente en el último año no es nueva para quienes se adentran en esas colas sin certeza, sin alumbramientos divinos.
Pero no en Cuba. En Cuba lo extraordinario no es el virus sino las vidas realmente desnudas. Estas que sólo pueden elegir entre alimento/ausencia de alimento. Esa relación esencial entre vida y muerte que ha cambiado tan aceleradamente en el último año no es nueva para quienes se adentran en esas colas sin certeza, sin alumbramientos divinos.
¿Será este dolor, esta no tregua, esta incesante ansiedad por un trozo de carne lo que nos devuelva algo de dignidad? ¿O es esta acaso la tan cacareada excepcionalidad que se multiplica en lemas desgastados, vacíos de mañana? Suelto preguntas como quien no sabe ya qué soltar para aliviar a los suyos, como quien no entiende a qué lado de la ventanilla del viejo LADA asirse.
Tengo ganas de pedirle a mi tío que pare o que regrese. Quiero estar en mi hamaca. Darle el cake a mi primo, desearle un feliz cumpleaños y dormir por unas horas largas. Volver a regalar mis inútiles preguntas al pedazo de mar con el que sueño todo el tiempo. Pero no digo o hago nada; así estoy (estamos) desde siempre. Seguimos navegando la ciudad, la cola en la que no estoy… Entonces la veo.
Ella es la madre de una conocida. Ella era también una educadora insigne, metodóloga de alguna asignatura que no recuerdo. Pero a ella sí la tengo fresca en la memoria. He crecido viéndola ir y venir entre escuelas. Ir y venir por el barrio con su portafolio, su mirada severa, su convicción en que la Revolución nos dignificaría. La veo y pongo juntos los fragmentos. Recuerdo que días atrás pasé por su casa y vi el mural de los CDR bien actualizado: ¡Cuba Salva! ¡La lucha contra el Covid-19 es la del pueblo! Imágenes de Fidel, de Raúl, de Díaz Canel, de Raúl y Díaz Canel tomados de la mano alzando los brazos en señal de victoria. La veo.
Recuerdo que días atrás pasé por su casa y vi el mural de los CDR bien actualizado: ¡Cuba Salva! ¡La lucha contra el Covid-19 es la del pueblo! Imágenes de Fidel, de Raúl, de Díaz Canel, de Raúl y Díaz Canel tomados de la mano alzando los brazos en señal de victoria.
Ya no es educadora, metodóloga de alguna asignatura o presidenta del CDR. Ya no es ni siquiera la madre de una conocida. Es simplemente una anciana con aspecto de homeless. Lleva tenis rotos y sucios. Lleva camiseta descolorida y sucia. Lleva una jaba gris. Y lleva la mirada desesperada, vacía de mañana. Una mirada en la que si va a buscar algo ese algo es el último de la cola para el puerco a 40 pesos la libra que el benefactor Estado venderá este 25 de diciembre. El puerco para organizar a las familias desmembradas en torno a una mesa o a unas piedras del patio. El puerco del fin de fiesta para el que habrá que sacrificar la llegada de Jesús. Porque Jesús no merece ser celebrado allí en donde los maestros parecen homeless y la ciudad es una cola en la que no estoy; pero que tampoco termina nunca.
Con Raúl estábamos mejor
Otro de esos pocos días en los que me aventuro a salir de casa lo hago para encontrar a un grupo de amigos que han viajado desde la capital. Amigos que vienen de distintos momentos de la vida y que felizmente han coincidido en mi ciudad. Nos tomamos una cerveza. Una de las dos que tomaré durante las cinco semanas en que esté en la isla porque en la isla no hay cervezas. Hablamos de todo; pero especialmente de Cuba. Estos amigos han viajado a diversos lugares del planeta, mas siguen allí. Son todos profesionales (6380 pesos cubanos de salario) que han sobrevivido a la tentación de hacer monedas libremente convertibles en otra parte. Gente bella, ácida, inconforme y exenta de toda pacatería. Gente que va a entender la dimensión exacta de mi sarcasmo, así como el sustrato o referencia a los que apelo cuando digo: no me griten; pero estoy a punto de pensar que con Raúl estábamos mejor.
Es entonces que, para mi renovada sorpresa, toda la mesa explota en aprobación. Asienten, con delirio asienten y hablan de las obvias fracturas entre poder militar y poder civil y de las reformas raulistas como unas que dejaron respirar a la ciudadanía (aupadas por las negociaciones con Obama, acoté yo) y hablan de la torpeza con la que Fidel o el mismo Raúl no hubieran manejado los sucesos de San Isidro y los subsiguientes del 27 de noviembre y despliegan en fin la nostalgia por un tiempo anterior que sin dudas les hizo sentir como sujetos del futuro; ese minuto en que pudieron borrar aquel vacío que es también y ya imagen desgastada.
Cuando los dejo para regresar a casa voy rumiando, intentando comprender lo que acaba de pasar. Cuánta angustia de presente es necesaria para echar mano de un pasado igualmente oneroso. Pero no puedo ni sé ni me interesa juzgarlos en tanto sujetos. Entre nosotros no hay hueco posible y fui yo quien trajo la propuesta compensatoria a la mesa. Esto, el presente, nos lo dejamos hacer entre todos y de ello no habrá razón que me salve.
El vecinito joven y otros de la misma escalera
Una de mis tías cuidó a un niño desde que nació (a mitad de los 90) hasta que estuvo en edad escolar. Para ella es como otro de sus sobrinos y para nosotros un vecinito con categoría de primo. Lo vimos crecer, marcharse a España con su padre y luego volver porque no aguantó los rigores del “primer mundo”. Por ese episodio y otros quiebres familiares, ahora pasa muchas horas en la casa de mi tía. Y hablamos.
Quiere saber más de San Isidro, del 27 N, de Estados Unidos, de política internacional, de historia universal y mis tíos lo provocan para que me haga preguntas. A esa presión siempre le bajo el volumen y simplemente indago yo sobre su trabajo, sus amigos, sus planes… Cuando tengo algunas tarjetas para conectar a internet se las regalo. Esta vez no fue distinto. Conversamos con alegría, comentamos de los asesinatos de reputación a los que estaban sometiendo noche y sí y noche también a los periodistas independientes. Me esperanza que esté informado. No es un intelectual. Es un repostero que no quiso vivir en España y parecemos estar en sintonía.
Sin embargo, en cierto momento y no sin temor me espeta: sé que esto no te va a gustar; pero sigo a OtaOla y estoy con Trump. ¿Qué sabes de ellos?; le pregunté de vuelta. Menciona cinco contribuciones que hayan hecho las personas negras a la humanidad, fue la última oración que le escuché decir antes de perderme hacia el fondo de la casa.
Otros días, otras vecinas tocan a la puerta. Una viene por diazepam, otra por cualquier antibiótico pues tiene una infección en un dedo y una tercera (compañera de clases de la primaria) viene por algo que le alivie a su hija un terrible dolor de oídos. Esa nena estudia piano clásico y no pierde una sola nota. Nada sale de sus manos a destiempo y es una de las responsables de mis mejores ratos en la isla sin cervezas. Sus constantes repasos de Mozart y Chopin lo hacen todo más ligero. De las tres, podemos ayudar a dos. Antibióticos no tenemos porque ya están en manos de nuestras madres y abuela. Para las emergencias familiares, hija… para la reserva… por lo que pueda sucedernos…
Sin coda posible
No sé qué hacer de este viaje, ni de este país que se deshace frente a mi balcón mientras despilfarra recursos en asesinar la reputación de un grupo de artistas y activistas que si algo traspasan a la comunidad internacional es salud cívica. No sé qué hacerme del vecinito que se ha criado en el patio de mi familia y que si bien por una parte despierta ante la inequidad y la falta de derechos civiles por la otra se hace eco de un racismo que siempre ha estado aquí; pero nunca había encontrado plataforma tan amplificada, tan sin máscaras.
No sé qué hacer de este viaje ni dónde poner mi propia relación con el futuro y esa isla que no me deja dormir o respirar sin pena. ¿Qué haré con la vida que me quede cuando ya estén muertas mis mayores? ¿A quién le volveré a regalar el pedazo de responsabilidad que me toca? ¿A quién las medicinas que mi mujer y yo vamos acumulando como quienes saben que en algún momento viajarán a una zona de conflicto? ¿Dónde podré conseguir, o con qué fuerzas acometeré un segundo trabajo que genere dividendos que nos ayuden a que nuestra anciana familia no pase hambre ni una sola noche? ¿Cómo compensar desde una sociedad cívicamente compleja, pero financieramente estable como esta en la que vivimos; el reciente déficit en la mesada con la que hemos sostenido por años a quienes dejamos? ¿Cómo y sobre todo por qué vernos impuestos a reordenar el caos de otros?
Soy consciente de que no hay en esta pieza ni una sola aportación de valor. Las redes y espacios de prensa digitales cubanos están hoy pobladas de contribuyentes definitivos. Gente a la que aprecio por proponer salidas para un país que ya solo siento envejecido, enfermo, a punto del colapso final. Por cierto, digresión tal vez aportadora: a nivel lexical hay dos frases que se instalaron, aceleradas y en el último año, en el sermo cotidianus de los cubanos; son estas: “sin palabras” y “final”. La primera responde a un límite o agotamiento del asombro y la segunda a una incapacidad para seguir proponiendo nada, un fin cerrado a las alternativas.
En fin, insisto, no sé qué hacerme de este o los viajes por venir. Presiento y proyecto en mí y desde otros una total ausencia de pulso o voluntad que me son, cuanto menos, desconocidas. No quiero seguir escuchando de los horrores del pactista Obama o de la inutilidad torpe de Trump. No sé cómo leer el gesto de que en la noche del 3 de noviembre de 2020 la gente de esa isla, que en 1902 creía haber resuelto su destino, se pegara a las pantallas rezando por el próximo salvador. Estoy trabada, “stuckeada”, entre dos mundos: el de mi propia sobrevivencia, legítimo como es; y el del toque de mis vecinos en la puerta pidiendo medicinas mientras sus voces en la escalera hacen cuentas malabaristas para pagar la luz y el mendrugo.
Yo me declaro vencida. Sin coda. Y esto es, en realidad, cuanto quería decir.
Mabel Cuesta: Ensayista, poeta y narradora. Ha publicado In vía, in patria (Literal Publishing, 2016) Nuestro Caribe. Poder, Raza y Postnacionalismos desde los límites del mapa LGBTQ (Isla Negra, 2016); Bajo el cielo de Dublín (Ediciones Vigía, 2013); Cuba post-soviética: un cuerpo narrado en clave de mujer (Cuarto Propio, 2012); Inscrita bajo sospecha (Betania, 2010); Cuaderno de la fiancée (Ediciones Vigía, 2005) y Confesiones on line (Aldabón, 2003). Es profesora de Lengua y Literatura Hispanocaribeñas en University of Houston. Twitter: @luzbinaria
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Posted: January 28, 2021 at 6:09 pm