Una canción en inglés
Alberto Chimal
Cuando era chico, mi mamá me regaló una grabadora. (Por favor investiguen cualquier palabra que no comprendan, oh, amigos bellos y jóvenes, en la siguiente descripción.)
Era un aparato chiquito: funcionaba con pilas, grababa y reproducía casetes. No tenía más fuentes posibles de sonido para grabar que un micrófono y una radio AM/FM, ambos integrados en la carcasa de plástico. Se descompuso en poco tiempo, y era menos un símbolo de estatus que de aspiraciones: las que la televisión y la publicidad daban a una familia clasemediera como la mía. Este era México antes del Tratado de Libre Comercio, hoy reetiquetado como USMCA: si uno no era parte de la pequeña minoría que se podía ir de shopping al otro lado, podía conseguir su aparato importado, como mi grabadorcita, pero no en las tiendas. Muchas veces, además, el objeto sólo parecía hecho en los Estados Unidos.
La grabadora venía con un casete de 15 minutos por lado, y lo estrené, según pensaba, de la manera más razonable: puse la radio, sintonicé una estación de FM de mi ciudad y esperé a que pasara una canción que me gustara para grabarla. Una canción en inglés, por supuesto. Las dos estaciones que más se oían en la casa eran una de canciones pop con letras en inglés y su contraparte en español. Sin que nadie me lo hubiera dicho expresamente, yo “sabía” que la música en inglés era de más calidad.
Me costó trabajo describir los motivos y los sobreentendidos que se ven en este episodio. Creo que no son signos de una infancia ni una familia especialmente devota de los Estados Unidos; más bien, mi dificultad indica que en ese tiempo éramos millones quienes pensábamos igual –quienes aprendíamos que aquella otra nacionalidad era superior– y jamás nos detuvimos a preguntarnos por qué. En la escuela nos hablaban de la Guerra de 1846-48, el tratado de Guadalupe Hidalgo, la infamia de Henry Lane Wilson y (si nos tocaba un profesor rojillo) hasta de cómo apoyó la CIA a los grupos paramilitares que masacraron estudiantes en 1971, igualito que en la película Roma y que en muchos otros años y lugares de toda América Latina, el sureste asiático, el Caribe, etcétera. Pero la clase media en la que nací –por supuesto mestiza, urbana, conservadora, mesoamericana– quería, aun sin reconocerla, su sitio en la jerarquía cuya existencia podía sentir, si no ver, en todo, a todas horas.
Algo más que me tardé en comprender fue que esta deformación en mi historia personal, y de la historia de mi país, era la causa de mi reacción a los últimos cuatro años de historia de los Estados Unidos: una atención obsesiva, un malestar constante, un sentimiento de pesimismo y desolación que ahora todo el mundo padece, por supuesto, pero que yo tengo desde 2016, muchísimo antes del coronavirus.
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Un cliché de las redes sociales es comparar el presente con la caída del Imperio Romano: hablar de un derrumbe que ya está sucediendo, despacioso, devastador, incontenible, a causa de la estupidez y la codicia humanas. Yo mismo lo he hecho varias veces, pero yo tengo justificación (o eso me he repetido en estos años) porque vivo en un lugar que sería el equivalente de las antiguas Recia o Dalmacia: yo estoy en una provincia de un imperio actual, limítrofe con el territorio de su capital, subordinada a éste y a la vez remota, que por lo mismo tiene una posición privilegiada para observar mientras las instituciones imperiales se colapsan, la kakistocracia reinante (el gobierno de los peores) se vuelve más y más autoritaria y grotesca, y el mal original, la falla de origen de todo el proyecto, vuelve a asomar la cabeza con la intensificación de una violencia de siglos.
(Ese es, después de todo, el país cuyo presidente lleva años alentando a grupos paramilitares, fomentando el racismo y amenazando a su propia población con someterla a represión militarizada; cuyo régimen ha pasado décadas sometiendo a esa misma población a condiciones cada vez más precarias y desiguales; cuya vida como estado nación ha estado marcada siempre por la crueldad individualista y el culto fanático de las armas de fuego; cuya política expansionista lo llevó a numerosas guerras en el exterior y campañas genocidas en el interior, y cuya fundación, al menos, económica antecede a su independencia formal con el establecimiento de la esclavitud en el siglo XVII.)
Contra mi aprendizaje de la subordinación nacional, también soy, como se dice acá, ateo gracias a Rius: en la obra del historietista mexicano Eduardo del Río, pionero del ensayo secuencial y defensor constante de la izquierda, leí por primera vez una crítica de los Estados Unidos. Y algo más que leí: aquella frase que fue como un talismán para varias generaciones de verdaderos disidentes y luchadores sociales, así como para los muchos que no pasamos de simpatizantes o aficionados medio bobos.
Las “contradicciones internas” del capitalismo, decía Rius en su Marx para principiantes, lo llevarían su fin. Y llevarían a su fin, también, a su potencia hegemónica.
Como en las fuentes del propio Rius, que se remontan efectivamente a Marx, aquello sonaba a profecía religiosa: al anuncio de un futuro venturoso e inevitable…, que se olvidó (por supuesto) en los años posteriores a la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, a fines del siglo pasado. Pero ahora estamos viendo las contradicciones internas. Aquel país que jamás ha sufrido una guerra sucia, que no ha tenido una autocracia ni un régimen totalitario, se aproxima a ambas cosas y no sabe cómo reaccionar. Desinformados, desprovistos de nociones mínimas de cultura cívica, muchos de sus habitantes ni siquiera han entendido qué está sucediendo, y otros lo apoyan, aliados con un partido dominante (el Republicano) que en las últimas décadas se ha convertido en uno de los de más extrema derecha del mundo. Este partido, además, ha ido mucho más allá de los abusos obvios y famosos de su presidente: ha consolidado su dominio del poder legislativo y judicial de su país y dispone de canales de propaganda –en medios tradicionales y en internet– que le permiten controlar la información que recibe su electorado. Éste, lleno de fanáticos de la personalidad cruel y destructora del presidente, no es la mayoría de la población, pero cuenta con un peso desproporcionado en el bizantino sistema electoral estadounidense. Incluso si el candidato Demócrata, Joe Biden, pudiera confirmar mañana mismo una victoria abrumadora, la mayor parte del gobierno estaría en su contra. Únicamente dar atención gubernamental coordinada a las víctimas de la pandemia sería una empresa dificilísima: el régimen actual no lo intentó nunca y ya declaró que no tiene intenciones de contener la propagación de la COVID-19, a pesar de casi un cuarto de millón de muertos por ella en su territorio. Entretanto, sigue apoyando el rechazo de medidas básicas de protección como los cubrebocas en todos los niveles de gobierno como una especie de acto tribal: una afirmación de su gente –su minoría principalmente blanca, ultraconservadora, radicalizada, que va a seguir allí– contra el resto de la gente.
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Este artículo aparece el 2 de noviembre, un día antes de que terminen las votaciones en la elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Habrá personas que pregunten, con muchas posibles intenciones, qué le puede importar a un mexicano como yo esa competencia que tal vez se decida mañana en un país que no es el mío. Estás obsesionado, dirán, como si no lo hubiera dicho yo mismo en este mismo artículo.
Por si tampoco hubiera quedado claro, tengo una relación compleja con los Estados Unidos. No soy el único: me parezco a incontables personas en el territorio llamado “México” durante los últimos 200 años. Los dos polos de la relación, la atracción y el rechazo, no se ven únicamente en mis extremos. Están en la decisión que han tomado generaciones de migrantes y en el recuerdo de siglos de abuso, intervenciones grandes y pequeñas, y una guerra que partió a México en dos. Están en el spanglish de la frontera norte y la Bestia de la frontera sur. Están en la fantasía pequeñoburguesa de “huir de la violencia” y asentarse en ¿Los Angeles?, ¿Miami?, que se volvió un meme de la década pasada, durante lo peor de la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón; están en los campamentos de refugiados de la actualidad, levantados en territorio mexicano, donde numerosos migrantes centroamericanos esperan poder solicitar asilo y viven amenazados con un endurecimiento todavía mayor de las políticas racistas que ya conocemos.
Este amor/odio es también parte de incontables ideas recibidas, en todos los estratos y grupos sociales. Por ejemplo, los míos: yo llevo casi treinta años escuchando que el valor de un autor está en el exterior, y de preferencia en aquel exterior. En los noventa, un crítico famoso me dijo que ir a Europa o (mucho mejor) Estados Unidos era el mejor “filtro de los mediocres”. En los dosmiles, un comentócrata publicó que la gente en el Norte es “superior” –puntito menos que genéticamente– porque tiende hacia Allá. Hace no tanto, un académico emigrado y con tenure vino de visita a su país natal y me preguntó cómo podíamos vivir aquí “con esos salarios de hambre” cuando, por supuesto, todos podríamos hacer como él y si no lo hacemos es porque no queremos.
(Incluso cuando se vive en una situación comparativamente privilegiada, en frases e intercambios semejantes está escondida la sugerencia de fracaso: de no haber cumplido con obligaciones implícitas como trabajador, como persona en un entorno social, como cuerpo justificable solamente en función de cuánto se puede ajustar la biografía individual a un argumento de triunfo inventado por alguien más. ¿Qué debía haberle dicho al Profesor Tenure? ¿Que yo no gano un salario fijo desde hace veinte años? ¿Que sí me pesa no haber podido entrar en el cognitariado ni hacer carrera en el exterior? ¿O quizá debía haberme ido a un rincón, a ponerme en posición fetal y morirme? No hice nada de eso porque exhibir la propia inconsciencia de las dificultades ajenas, incluyendo desigualdades y prejuicios, es uno de los subgéneros más practicados en el medio literario mexicano; tone deafness, le dicen Allá. Y no era la primera vez que la presenciaba, ni será la última.)
Quien fracasa y reconoce su fracaso puede volverse contra aquello que deseaba. “Pinches gringos”, podría haber dicho, como también he escuchado decir a otros. Pero, incluso con los precedentes terribles que ya he mencionado, no quiero hacerlo. Sería deshonesto condenar a 300’000,000 de personas y 240 años de historia con base en sus peores acciones y sus peores seres humanos. Aquel es el país de Kyle Rittenhouse, sí, pero también el de Edgar Allan Poe; el de Stephen Miller y el de Billie Holiday; el de David Duke y el de César Chávez; el de George Armstrong Custer y el de Ruth Bader Ginsburg.
Por supuesto, quien experimenta estas contradicciones en grados realmente enfermizos podría no detenerse y rechazar cualquier posibilidad de empatía. Podría sentir schadenfreude –regodeo, alegría por el dolor ajeno– al constatar el declive actual de los Estados Unidos, incluso si éste se lleva consigo a muchas personas en circunstancias parecidas a las suyas. ¿Qué pasaría si despidieran al Profesor Tenure, eh? ¿Qué pasaría si –víctima de políticas antimigratorias cada vez más brutales– lo deportaran y volviese a México con el rabo entre las patas, a vivir de nuevo entre nosotros?
Pero esa es la mentalidad fascista.
Esa es precisamente la mentalidad de las turbas que son seducidas para creer que un enemigo inventado es el culpable de todo el mal de sus vidas, y que un caudillo puede, si no salvarlas, al menos darles el gusto malsano de la venganza. Esa es la mentalidad de los fieles de Orbán, de Bolsonaro, de Erdogan y de muchos otros; la de aquellos que adoran, contra toda evidencia racional, al presidente que podría ganarse, por las buenas o por las malas, otros cuatro años en la Casa Blanca. Lleva semanas diciendo que no aceptará los resultados de la elección si no lo favorecen. Bien podría intentar nulificarlos mediante las cortes que controla o, incluso, dar los últimos pasos que le faltan para consumar un autogolpe. Bien podríamos ver Allá violencia urbana como la que conocemos bien en América Latina, pero que en esas calles sólo han vivido las “minorías” discriminadas; bien podríamos ver algo como la Italia de Mussolini, o la Alemania nazi, provista de tecnología del siglo XXI y de bombas atómicas.
Así que prefiero pensar en estadounidenses individuales. Algunos son amigos y parientes; otros, gente a la que no conoceré, pero todos viven hoy amenazados por niveles espantosos y crecientes de desigualdad, desastres naturales agudizados por el colapso climático, una cultura de machismo y racismo fanáticos y, encima, la pandemia.
Pienso en ellos y espero lo que va a venir, porque otra cosa no puedo hacer. Y escucho música. No en cinta sino en streaming, dígitos invisibles desde no sé dónde. Y no en inglés, sino desprovista de palabras y mayor que cualquier estado nación. “La muerte chiquita” de Café Tacvba en versión del Kronos Quartet, digamos; o Kind of Blue de Miles Davis; o “Dark Was The Night” de Blind Willie Johnson.
*Imagen de Erick Fischer
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: November 1, 2020 at 11:02 pm