Una defeña en Brooklin: Entrevista con Carmen Boullosa
Guadalupe Gómez del Campo
Carmen Boullosa (México, 1954) es poeta, novelista y dramaturga. Sus novelas han sido traducidas a varios idiomas. En 1989 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Antes (novela), La salvaja (poesía) y Papeles irresponsables (varia invención), publicados ese año. Ha sido becaria de la Fundación Guggenheim y del Centro Mexicano de Escritores. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores del Conaculta. Fue visitante distinguida de la Universidad Estatal de San Diego y actualmente imparte cursos en la Universidad de Georgetown, en Washington D.C.
Ofrecemos a continuación una entrevista realizada recientemente para Literal.
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GUADALUPE GÓMEZ DEL CAMPO: En algún momento ha señalado que —amén de escribir desde la inteligencia y el distanciamiento—, lo ha hecho también desde el desarraigo. Hace años que vive en Nueva York, de modo que el desarraigo ya no es sólo una figura que concierne únicamente a la experiencia de la escritura, sino a la experiencia de la vida cotidiana. ¿Cómo resuelve, tanto en su poesía como en su prosa, estas dos experiencias?
CARMEN BOULLOSA: La neta es que vivir en Brooklyn es para mí un lujo, no me atrevo a clavarle encima una palabra como desarraigo. No es México, no tiene un pelo de México y yo soy toda pelos mexicanos, pero estar aquí es para mí no un “des”, sino un “plus”. No crucé la frontera como una mojada, no llegué sin papeles a hacer trabajos de miseria, como pasa con cientos de miles de paisanos en esta ciudad — todas las cocinas de Manhattan están llenas de mis connacionales, los más varones; viven en malas condiciones, ahorran hasta el último céntimo para regresarlo a la patria, no están aquí porque tengan otras alternativas y sea un gusto—. Yo estoy aquí por elección y gusto. (Como pasa en todos los placeres de la vida, hay un porcentaje de dolor. Ni qué decirlo. Prefiero no hablar de eso).
Mi desarraigo interior no es una elección, no lo fue nunca. No me quedó de otra.
En mi barrio —que no tiene nombre pero sí leyenda, Dean Street, donde ocurre la novela de Jonathan Lethem, “The Fortress of Solitud” (un tiempo se llamó “Pantsy Patch”, fue un famoso enclave gay en los setentas)— no hay mexicanos, pero no soy la única forastera. Vivo a bordo de un navío a la-bio cargado de raíces. No son mis raíces, pero son raíces. Si trazo un círculo con un radio de dos cuadras, y lo recorro hacia la izquierda, topo primero con territorio árabe, con su mezquita y sus altoparlantes, sigue territorio haitiano, luego una pequeña isla puertorriqueña; llego a Fort Green, donde jamaiquinos y afroamericanos han desplazado a los judíos centroeuropeos, luego Carroll Gardens —no hay crimen, la mafia limpió de pillos, ahí viví antes de mudarme a Dean Street; a veces voy a comer a Ferdinando, “auténtica comida siciliana”, si lo permite el clima, las viudas enlutadas se sientan en sus mecedoras frente a sus casas, a conversar y revisar todo movimiento. Cada segunda cuadra hay una funeraria. Los peores helados del mundo, por cierto, y eso no me lo explico: en México la mejor heladería es de un italiano, un ex-luchador, el señor Chiandonni (favor de hincarse cuando se diga el nombre: son helados excepcionales) —.
No hay una traición, un abandono, una fuga, sino que todos parecen estar llegando. Insisto: no lo vivo precisamente como un desarraigo. Ya llegué. Soy una extranjera. Mi extranjería me hace casa, me iguala, me homogeneíza.
La otra neta es que no estoy muy segura de que la vida “cotidiana” y la “literaria” estén divorciadas o vivan en compartimentos separados. O no para mí. Tal vez porque soy una solemne y no sé eso de ser frívola, no se me da.
Contestando a su pregunta: resuelvo muy diferente mi experiencia brooklinesa en esos dos géneros, poesía y prosa. Acaba de publicar el FCE, en México, adentro del libro Salto de mantarraya y otros dos, el poema largo que es mi hijo brooklinés. Es en verdad extenso, algo como 100 cuartillas, en su mayor parte narrativo, confesional, en lengua directa, todo lengua verbal y no conformado por la que intenta tocar el silencio. He sentido la necesidad de sociabilizar mi lengua.
Pero por otro lado, junto con la necesidad imperiosa de hablar, casi incontrolable, escribiéndolo me convencí de que las palabras estaban bajo mi gobierno. Fueron Mías, así, con mayúscula. Se las arrebaté al coro, me pertenecieron. Exagerándola, diría que sentí que el español era de mi propiedad. Lo cual es un mentira más grande que un kuinelisabet, por todos motivos, e incluso porque en Nueva York se habla en español, pero eso sentí.
En cuanto a las novelas, también me ha ocurrido una revolución brooklinesa. Soy menos consciente de esto, tal vez porque no he podido tomar la distancia al ver las páginas ya impresas en un libro. He terminado dos desde que vivo aquí, y tengo dos a medio hacer. La primera está por salir. Ya diré cuando lo vea en vivo y a todo color. Ahora no abro la boca. O casi no abro la boca: tienen también más necesidad o compulsión narrativa. Son más literarias al mismo tiempo que más literales… No sé cómo expresarlo porque lo veo aún sin distancia. Ya sabré verbalizarlo. Sé que he tenido esta revolución adentro de mí, eso que ni qué. Mi estancia neoyorkina me ha convulsionado.
G. G. C.: Como poeta, narradora y dramaturga, su obra se ha caracterizado por invitar a la reconsideración de la fabulación y de la máscara poética como mecanismos de escritura, entre otros. Desde su perspectiva, ¿cómo se inserta en la generación literaria a la que pertenece?
C. B.: Siguiendo un instinto generacional, procuro nunca insertarme, pero cuando ya no me queda de otra, me ayudo con un calzador y tengo que forzarle bastante para entrar. Ya que pasa y estoy dentro, me siento cómoda, y más que cómoda: felicísima, sólo que en cosa de un tris, sin darme cuenta, ya estoy afuera, y esto sin calzador ni jaloneos. Eso me pasa no sólo a mí, también a los otros de mi camada: Roberto Bolaño, Daniel Sada, Coral Bracho, José Luis Rivas, Juan Villoro, Fabio Morábito, Francisco Hinojosa, Francisco Segovia, Verónica Volkow, y Adolfo Castañón. Somos la generación de los Ininsertables, los hechos por la ciudad de México de los setentas (colé a José Luis Rivas de pura admiración, porque él es jalapeño: pero por algo es nuestro también).
Tenemos los pies muy grandes. ¿O no nos cortamos nunca las uñas de los dedos de los pies?
¿Que si tenemos “estéticas” comunes? Somos distintísimos, pero las tenemos. Los admiro, los amo, los leo; el rey es Bolaño, si me permiten usar una impropia corona. Me hubiera gustado —y esto lo he hablado con Villoro más o menos recientemente— que hubiéramos tenido el talento de hacernos ver como una generación ante el ojo público, porque todos habríamos salido ganando. Pero somos una colección de vanidosos, por usar la palabra más fácil (a Coral no le va, ni a Hinojosa; ¿a alguien como anillo al dedo?, ¡a mí!; y no es insulto: a veces hasta es virtud), una colección de raros (ésta tampoco le va a Villoro) que no aceptan ser coleccionables.
Somos una generación sin generación: Coral Bracho y Daniel Sada con su obsesión formal, Hinojosa y Villoro con la narrativa, Bolaño con la memoria y la narración, Volkow y Segovia conservando la antorcha poética en tiempos del videoclip.
Mis obsesiones, la verdad, son muy distintas. Durante años trabajé muy de cerca con artistas de otras artes. Ellas son mi generación: Jesusa —teatro—, Magali Lara —artes plásticas—, Liliana Felipe —música—. Hicimos varias obras de teatro juntas, con Magali algunos libros; compartimos obsesiones, hablamos hasta morir, nos pasamos el chicle de ida y vuelta. Luego ocurrió eso que ocurre cuando se vive largo: nos fuimos por distintos caminos. A uno, o se lo lleva la peste, o se lo lleva la vida, el estar vivo mata y separa, no hay de otra. Igual nos volveremos a juntar algún día de estos, espero, porque fue una cosa deliciosa trabajar con ellas. Son magníficas y creo que nos sentaba muy bien el “juntas”, según yo, aquel Trece señoritas que montamos, previo parte de nosotras el legendario “Vacío” — Fassbinder usó una escena para su última peli—, el libro Lealtad, la convocatoria colectiva a la exposición Libros y otros libros que acogió el Museo de Arte Moderno… No hace mucho, Magali hizo nuevos dibujos para poemas recientes, aparecieron en la edición de Voz Viva de la UNAM. Sí, estoy segura de que esa puerta no está sellada. O quiero creerlo para no sentirme demasiado yatevasparanovolver.
G. G. C.: Usted ha mencionado en algunas ocasiones que Treinta años es una obra sencilla. Aparenta ser sencilla por la edad del personaje que la narra. Sin embargo, en otras de sus obras, como Cielos de la Tierra, la estructura se vuelve más elaborada, con diferentes planos de realidades coexistiendo. ¿Cómo concibe el nacimiento de las obras, y qué factor determina el nivel de profundidad de su trabajo? ¿Cuál es su experiencia personal con respecto al proceso creativo?
C. B.: Lamento haber usado una palabra tan poco precisa. Sencilla. Pero al margen de esto, no, no creo que sea sencilla por la edad de quien la narra, tengo otras novelas muy distintas con narradores niños, Antes y Mejor desaparece, y creo que son todo menos, en el más amplio sentido de la palabra,”sencillas”; tienen o estructuras o tramas complejas y menos evidentes. Treinta años es de un armado más fácil, más plano, más obvio. No tengo nada en contra de esto.
Otra objeción: profundidad es contraria a sencillez. Todos sabemos que hay relatos limpios, “sencillos”, directos, que son de una complejidad acojonante. Sí he dicho que Treinta años es sencilla, nunca quise decir que sin profundidad. Para bien o para mal, no se me da lo light.
Lo que sí tienen ustedes toda la razón es en que he escrito novelas que no se parecen, aunque tengan las mismas obsesiones; el trato formal es muy diferente. Cada historia exige su propio molde. No tengo una “fórmula”. Las novelas tienen que respirar para estar vivas, y la trama, los personajes, el tono, las situaciones, el ambiente, modifican el armado.
Contestando a su pregunta: un buen número de mis novelas son pastiches. Citaré otra que tampoco conoce el lector español, Son vacas, somos puercos. Es un libro con la voluntad de ser pastiche de picaresca, una reescritura del libro de Exquemelin, el médico de los piratas, y al mismo tiempo tal vez mi novela más “personal”. Antes juega con la novela gótica de fantasmas. Cielos de la Tierra es un circo. Una pista: es de ciencia ficción; la segunda pista: es algo así como “novela histórica” —o con escenario histórico—; y la tercera: una especie de diario confesional de un personaje ficticio contemporáneo, que es el trampolín para saltar a las otras dos historias. Vi tres personajes de tres tiempos históricos que compartían un piso resbaladizo: a los tres se les está acabando su mundo. Conté sus historias intercaladas.
Treinta años es pastiche de novela sesentera.
Pero lo que el autor controla (decidir tres pistas, por ejemplo) es en mi caso lo más aparente y menos interesante de mi obra. Si se pueden leer es porque cobran vida, sea a pesar (o porque) las he armado de esa manera. Mis novelas no son cerebrales. Quiero contar una historia, o dos, quiero narrar: estoy segura de que la trama es la depositaria magnífica de eso que llamamos alma, que la fábula es su mejor espejo, que la narración es lo que importa: lo que se cuenta.
Concibo la novela, encuentro (sin la cabeza, sin poderlo controlar) el tono: es como una posesión, que se provoca por la vía intelectual, pero que se consigue quién sabe cómo. Esto es para mí muy obvio cuando leo un libro lleno de “mentiras”, con anécdotas ahí nomás aventadas sin ton ni son aunque estén bien armadas, tramas que no responden, que no son espejo, que buscan sólo satisfacer o la demanda del mercado o la ambición del autor.
Trabajo primero en silencio, hasta que creo saber dónde está el blanco y comienzo a escribir hasta dar en el centro. Ahí continúo, ya con un plan previo. Cuando llega la primera frase, llega también la idea de dónde estará el final, donde terminará por acabar el vuelo de la flecha.
Por último: mi experiencia personal en cuanto al proceso creativo: escribo todos los días. Misma rutina, diferentes hallazgos o no hallazgos. No puedo contestar esta pregunta porque me obligaría a resumir un diario, un record de vida. Cuando era únicamente poeta, escribía de mis hallazgos vitales. Como novelista es diferente. Pero escribir no ha dejado de ser mi vida, es la vida.
G. G. C.: En el año de 1997, Alfaguara publicó Todos los amores, una antología de poesía amorosa en donde recopila los mejores poemas de amor de diversos poetas que han trascendido y que van desde Cátulo hasta Alejandra Pizarnik, Jaime Sabines o Gonzalo Rojas. En el prólogo usted afirma que, de haber leído una antología de amor como ésta, cuando usted tenía 15 años, “una venda habría caído de mis ojos”. ¿Por qué? ¿Cuál es la importancia de la poesía para el ser humano? ¿En qué medida la poesía devela la verdad o verdades de su propia naturaleza?
C. B.: Dejo por un momento al lado lo de la venda, que es bastante problemático —y que usé, sospecho, como una provocación—. No sé si son los “mejores” poemas de amor de estos poetas, pero sí algunos de los que me “gustan” más a mí y que me sirvieron para pintar un abanico de posibilidades amorosas. En estricto honor a la verdad, no hay derecho de “usar” la poesía. Pero el derecho del lector le roba el suyo a la verdad.
Hay en ese libro también poetas de otras lenguas, algunas veces en versiones de la antologadora, escogidas con el mismo criterio (gusto, utilidad) que no creo que sea uno malo como lector. Elegí traducir para que fuera más evidente la “utilidad” que yo quería dar a los poemas —y para subrayar mi lectura de los poemas—. El lector joven tiene en el libro una paleta con los posibles tonos de la experiencia amorosa.
Y lo de la venda: los poemas no sólo develan, sino re-inventan. Cada vez se usan menos para esto —o los usan un menor número de personas, el lugar lo ocupan ahora canciones, videos, pelis, pero de que los “usamos” los que los usamos, qué duda cabe—, y la nueva poesía se presta también mucho menos para esta nominación develadora, pero habemos antigüitos que todavía tanteamos el área pantanosa del corazón cargando poemas como lámparas, bulldozers y tijeras.
Fui una inepta amorosa. No por los poemas que leía, ni por mi modo de leer, por supuesto. Pero yo me he tomado tan enserio esto de leer poemas que, por lo menos en mi caso, no me veo ser lo que soy sin ellos. Y si algunos me hubieran caído —como cae el veinte— antes, pues todo hubiera sido mejor.
G. G. C.: De Ingobernable a La bebida han pasado ya 23 años. ¿Cómo juzgaría ese trayecto y, hacia dónde se dirige?
C. B.: De Ingobernable a Salto de mantarraya, que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, han pasado, gulp, 25 añotes. Y desde La memoria vacía que imprimió Juan Pascoe —por sus manos y prensas pasaron los primeros poemas de Roberto Bolaño, Verónica Volkow, Francisco Segovia, José Luis Rivas—, y El hilo olvida que publicó Federico Campbell —él editó a buena parte de mi generación en unas plaquettes (La Máquina de Escribir) que pagaba de su bolsillo: Juan Villoro, Bárbara Jacobs, María Luisa Puga y David Huerta (quienes ya eran entonces muy conocidos, no como nosotros), Coral Bracho, y más—, han pasado, doble gulp, más años. Mis poemas sí han cambiado. Se han vuelto más verbales, más narrativos, menos concretos, más habladores. Desde que comencé a publicar tenía poemas largos, pseudoépicos, y poemas cortos, a la manera del relámpago, como han evocado otros poetas. Con los años me he ido menos por los relámpagos y más por la épica falsa. No sé si el género relámpago me vuelva a atrapar. No lo creo.
Hay poetas que escriben en redondo, como Blanca Varela: tienen un tono y continuan en el mismo registro, fieles a una obsesión, a un modo, a una sola voz, a un tono. Otros tienen varias —como Tomás Segovia—, las visitan de vez en vez. Me acerco más a lo segundo, con esta diferencia: mis poemas han sido arrastrados por dos tensiones: la novela y la memoria. Se han vuelto intergénero, pero creo que por lo mismo más poemas.
G. G. C.: La pregunta obligada ¿Cuál es su opinión sobre el estado actual y el futuro de la literatura hispanoamericana en Estados Unidos? ¿Qué recepción se le da a la literatura post-chicana y post-boom latinoamericana?
C. B.: Del futuro no tengo ni idea. En el mejor de los casos, si el Señor Bush no cae fulminado por un rayo —sería prueba de que existe la justicia divina—, quién sabe si quede mundo para conocer la respuesta.
Me da pánico lo que ocurre. Está muy en chino. Es una situación peligrosa, literalmente temible, y muy deprimente. No hace falta ser paranoico para temer que en cualquier momento estallemos como castañas gringas en el comal, hechos polvo. El reinado de Bush hijo (e hijo de la fregada, como diríamos en mexicano) ha conseguido un grado de inestabilidad en el orden internacional que ni imaginamos años atrás. Los cristianos que han vuelto a votar por él temen la llegada del fin del mundo, y es el único punto en el que les doy toda la razón. Lo que no saben es que ellos lo están invitando con sus votos, porque Bush es un peligro.
Así las cosas, Hispanoamérica se ha vuelto pequeñitita en la atención pública. No estamos en el ajo, no somos noticia, no hay mayor interés por lo que pasa allende el Río Bravo. Somos la inmigración más numerosa en E.U., en Nueva York, pero de alguna manera, somos invisibles. Especialmente por la magnitud del problema internacional.
Lo mismo en literatura, claro. Otro ingrediente, y no reciente, es el provincialismo de los gringos. Son tremendamente provincianos. Éste país es demasiado grande, demasiado poderoso, demasiado autocentrado. Desconocen otras tradiciones. Hay excepciones, por supuesto, pero la masa lectora sólo sabe de Hawthorne y los suyos, no de Lope de Vega o Quevedo o Juan Rulfo o Arreola o Luis Cernuda. Poetas en lengua hispana hay tres, de todos los tiempos y geografías: Octavio Paz, Pablo Neruda y García Lorca. Últimamente Sor Juana parece nacer a su vista.
Nuestra invisibilidad literaria viene de atrás.
Y dije provincianos, aunque tal vez debí usar otro adjetivo. Es la mecánica del imperio: devorar sin ver. Como es un imperio capitalista y va armado de las innovaciones sigloveinte, el devoramiento es incontinente, de un ciego que escalda.
Pero supongamos que sí hay futuro: no sé si el mainstream simplemente absorberá la “sensibilidad” hispanoamericana, diluyéndola hasta hacerla totalmente “gringa” en silencio o con regurgitamientos espléndidos. Somos la inmigración masiva más reciente. Los centroeuropeos entraron a este país con todo, los judíos con todo. Nosotros estamos llenando los Estados Unidos con todo también. Hay las masas iletradas, los que, como buenos gringos, no saben quién es Quevedo o Lope de Vega. Más los preparados, las fugas de cerebros. Estamos introduciendo a Estados Unidos una sensibilidad, una cultura. Huntington no tiene un ápice de razón: no ve más allá de la cocina, tiene cabeza de pinche y miedo que le roben su rol de pelador de rábanos. Nuestra gente es de primera, y la medalla se la llevan los jodidos. Las masas iletradas nuestras que entran aquí, comparadas con las aplastadas por la indigencia norteamericana —también sin acceso a una educación decente— resplandece en su vigor moral y en su capacidad de trabajo y devoción por la vida. Son sangre nueva para el cañón de la sociedad norteamericana, y sangre nueva que dura nueva mientras va y viene. Antes que la agarre el monstruo. La miseria de los pobres de este país —que no son pocos— tiene una cara siniestra, la cara del monstruo.
Posted: April 2, 2012 at 6:06 am