Venezuela: ¿problema de los venezolanos?
Gisela Kozak
La advertencia venezolana
Así como los europeos deben mirar con preocupación el alza de las pulsiones autoritarias e iliberales producto del auge del nacionalismo y del fundamentalismo islámico y Estados Unidos debe examinarse ante el ascenso de un presidente como Donald Trump, América Latina ha de hacer lo propio con Venezuela. Lo que ocurre en mi país no es un “problema de los venezolanos”, como proclaman la misma izquierda que se rasgó las vestiduras con la destitución de Dilma Rousseff en Brasil o ese prodigio de la derecha rancia nacionalista, religiosa e imperial, llamado Vladimir Putin. Es un asunto que debe movilizar las conciencias democráticas, respetuosas de los derechos humanos, el pluralismo y las libertades civiles; que debe poner en guardia a todos los que pensamos que el bienestar pasa por la gente pues el Estado no es el protagonista sino la palanca de la sociedad como manera de organizarnos para resolver la vida colectiva.
El pretexto de la soberanía nacional
La soberanía nacional se inventó con el loable fin de proteger a las naciones de los intentos de anexión de las potencias extranjeras. La ficción de que las naciones conforman una suerte de cuerpo dotado de organicidad ha sido útil para las libertades siempre y cuando efectivamente evite intromisiones que pongan en juego las conquistas ciudadanas. Para que tenga sentido, la soberanía nacional debe fundamentarse hoy día en la ley y en el voto; de lo contrario, permitimos a los estados que sometan a la población a toda suerte de abusos y manipulaciones. Es una crueldad pensar a estas alturas que Venezuela es un Estado soberano que puede autodeterminarse: el voto no tiene validez, se quebró el contrato constitucional y las violaciones a los derechos humanos y el hambre y la enfermedad están a la orden del día. Respetar la soberanía nacional de Venezuela es aceptar que Maduro, primus interpares de la camarilla de tiranos que oprimen al país, tiene derecho a esclavizar a la población. Los derechos humanos no tiene fronteras: toda acción internacional que propenda a su restitución debe ser apoyada: carta democrática de la OEA, sanciones individuales como las aplicadas por Canadá y Estados Unidos, desconocimiento de la espuria Asamblea Nacional Constituyente a favor de la legítima Asamblea Nacional escogida por el voto popular en 2015.
Si a mi presidente no le gusta Maduro, Maduro es bueno
Personas francamente bien intencionadas juzgan a Maduro por las simpatías y antipatías hacia los políticos de su país. Aunque es muy humano juzgar la realidad en términos de blanco y negro, amigo y enemigo, tal forma de razonar divide al mundo en buenos y malos de acuerdo a nuestras preferencias locales. Nada más lejos de un razonamiento sensato; un gobierno extranjero debe ser evaluado de acuerda a principios y logros, no de acuerdo a los gustos del político que tiene nuestras preferencias o rechazo. El problema no es que el presidente de su país, estimado lector, apoye o no a Maduro; el problema es que Maduro es un impresentable tirano, que mantiene a Venezuela con una inflación de tres dígitos, sin antibióticos en las farmacias ni pan en las panaderías, con presos políticos, torturados y perseguidos.
Bajo el ojo internacional
El gobierno de Canadá, como hizo el de Estados Unidos, acaba de señalar con verdadero ojo clínico a cuarenta venezolanos y venezolanas cuyos activos están congelados y con los que ciudadanos canadienses no pueden hacer negocios. Las sanciones afectan directamente a Maduro y a su camarilla, tiranos que forman parte de la Asamblea Nacional Constituyente, suprapoder que engloba las competencias de todos los poderes públicos del país.Los gobiernos democráticos del mundo no reciben a las representaciones de este organismo, quienes deben conformarse con las satrapías que sobreviven en el planeta, estilo Bielorrusia o Cuba. No obstante, no hay que subestimar los apoyos de Venezuela. Mientras en nuestro continente y en Europa Occidental ser “antiyankee” es elegante, Rusia y China –dos gigantes iliberales– expanden su poder en medio de las sonrisitas nerviosas de los enemigos de Trump. El problema no es tanto eso que los entendidos llaman opinión pública –nacional o internacional– como los intereses que se manejan en cuanto a estados. Mientras Hugo Chávez ganó elecciones y tuvo una sólida chequera petrolera a su alcance, el mundo hizo mutis. El problema comenzó cuando las falencias se hicieron demasiado escandalosas. Macron y Merkel han lanzado sus dictámenes sobre Venezuela así como los gobiernos de América Latina, incluidos los de izquierda con la excepción de Nicaragua, Bolivia y Cuba. La OEA a través de Luis Almagro se ha hecho oír persistentemente y MERCOSUR puso a Venezuela de pies en la calle. El grupo de Lima –conformado por Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú– se esfuerza por lograr una salida dialogada y democrática. Todos estos esfuerzos suman pero la lección más importante de cara a lo ocurrido en mi país es no permitir que gobiernos como estos prosperen en el mundo.
Hipocresía
La hipocresía política al uso suele justificar la esclavitud estatal si la misma es ejercida por los aliados comerciales o políticos. Un ejemplo perfecto es la propia Venezuela: puso fin a las relaciones diplomáticas con Israel por su política con Palestina, pero ha callado convenientemente si se trata de Rusia y su descaradas intenciones de anexión respecto a sus países vecinos. Por supuesto, Venezuela no es el único país que aplica el doble rasero en sus relaciones internacionales; países como Noruega o Uruguay tienen relaciones más decentes con el mundo y menos atravesadas por intereses militares, económicos y políticos que Rusia, Estados Unidos, Venezuela o China; pero no hay que engañarse, parte de vivir en un mundo interdependiente es escoger entre opciones con graves defectos. La pureza es para los santos. Yo jamás hubiese votado por Donald Trump, entre otras razones porque me recuerda al chavismo que ha asolado a Venezuela, pero si tuviese que escoger entre Rusia, Estados Unidos o China, ni siquiera lo dudaría: Estados Unidos. Los primeros en darme la razón serían los intelectuales de izquierda, cuyo buen juicio los lleva a escoger al vecino del norte como destino académico. En este momento, los aliados para recuperar la democracia en mi país no son China, India o Rusia; son los países de América Latina y el resto del mundo acompañados por la potencia que puede hablarle de tú a tú a Vladimir Putin y a Xi Jinping. Trump pasará; Maduro tiene todas las intenciones de quedarse.
La democracia es fragilidad
Venezuela es una advertencia: radicales de izquierda de todo el continente la apoyan. Se me dirá, juiciosamente, que esos radicales no llegarán a ninguna parte; que el chavismo es producto de un país militarista, indigestado con la renta petrolera, cuyas ensoñaciones revolucionarias son malcriadeces de gobernante millonario. Sí, suena muy plausible, pero las condiciones económicas de los países cambian y la inconformidad con la democracia es consustancial con su existencia. Las crisis suelen ser favorables a quienes no tienen escrúpulos pero se arman de un flamante discurso antisistema. Como diría Karl Popper, no hay que subestimar el poder de las ideas y, agrego yo, de los prejuicios. Hace diez años nadie pensaba que ese grupito de profesores marxistas enfebrecidos llamado PODEMOS llegaría tan lejos en la política española; tampoco era fácil de creer que Gran Bretaña saldría del Brexit por unos pocos votos de diferencia, emitidos por gente que sufragó a partir de razones equivocadas. Donald Trump presidente no pasaba de una ocurrencia de Matt Groening, genial guionista de la serie estadounidense Los Simpson. Por último, quién iba a imaginar que en Venezuela cuarenta tiranos encabezados por Maduro romperían con todo mínimo signo de civilización en esta época. Ver al presidente de mi país ponderando positivamente su parecido físico con Iósif Stalin y Saddam Hussein es más que inquietante, es un signo ominoso. Nunca olvidemos que las democracias –alternabilidad en el poder, pluralismo, libertad académica y libertad de prensa– son mucho más frágiles que las satrapías alimentadas del nacionalismo, la religión, el culto al Estado o el racismo.
La oposición:momento de decisión
La centroizquierdista Mesa de la Unidad Democrática (MUD) cuenta con el respaldo internacional por vía pacífica. Es bastante tomando en cuenta la impopularidad de una coalición que parecía oponerse a lo que el buenismo, ese sector desinformado y bienintencionada de la política internacional generalmente de izquierda, calificaba de “gobierno para los pobres”. Décadas le ha costado a la MUD deslastrarse de acusaciones absurdas de racismo, supremacismo blanco, neoliberalismo, golpismo, ser un títere de la CIA, cuyo éxito en la opinión internacional en el pasado revela un asombroso desconocimiento sobre Venezuela y el descomunal éxito de la izquierda “buenista” en la formación de opinión sobre América Latina. Como dijo en un artículo reciente la escritora española Rosa Montero, lo único que falta para que cierta izquierda ciega entiendan lo que ocurre en Venezuela es que se descuarticen bebés en las plazas. Pero más allá de sus problemas con la opinión internacional, ya superados en lo que cabe, la MUD ha tenido un problema de identidad hábilmente explotado por la tiranía: ser una coalición electoral que ha acumulado fuerza por la vía de la participación en elecciones. De hecho, su legitimación es fundamentalmente producto de haber ganado las elecciones parlamentarias por paliza en 2015. A partir de entonces, el gobierno ha evitado medirse; la Asamblea Nacional Constituyente fue un fraude vergonzoso reconocido hasta por Smartmatic, la empresa tecnológica que apoya al Consejo Nacional Electoral. Pero una vez cumplido el fraude y secuestrados los poderes públicos, la tiranía decide graciosamente celebrar elecciones a gobernadores de estado. La MUD participará pero las condiciones son denigrantes y las competencias de gobernadores serán igualmente secuestradas como han sido las de parlamentarios y alcaldes, a la sazón muchos de ellos presos, exiliados o inhabilitados para ejercer sus funciones. Quien esto escribe votaría por apoyar al único liderazgo legítimo frente al sátrapa pero este acto es más de principio que una acción política trascendente. La MUD no tiene armas de fuego –de aquí su ascendencia moral– pero sus formidables logros democráticos se ven obstaculizados por la ausencia de ese toque necesario, capaz de catalizar al movimiento opositor: el genio político, el liderazgo galvanizador de las voluntades que obligarán al tirano a que abandone el poder, negocie y se realicen elecciones realmente libres. Mientras tanto, solo la fuerte presión internacional mantendrá en jaque a los responsables de la tragedia venezolana.
Imagen de Jeso Carneiro
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: October 8, 2017 at 9:10 pm