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El Gran Distractor
COLUMN/COLUMNA

El Gran Distractor

David Medina Portillo

A todo demagogo le seducen los extremos: el oligarca groseramente rico o la masa escandalosamente pobre. López Obrador no es la excepción. Sus referencias y debilidades oscilan entre magnates estilo Trump, Salinas Pliego o Slim y, en el extremo opuesto, la plaza colmada, humilde y clientelar. Ambos extremos definen incluso una estructura mental: o estás conmigo o estás contra mí. Todo o nada, sin opción moral ni social para posiciones intermedias.   

Al autócrata como demagogo le asiste una documentada tradición de autoritarismo jacobino y biempensante, proveniente acaso de la raíz jesuita (los bolcheviques del catolicismo, decía Paz) de nuestra intelligentisa latinoamericana, la vieja y nueva clerecía siempre ansiosa de emancipar al eterno menor de edad: el indio, el pobre, el pueblo, tradicional y atávicamente ignorantes. En esta esfera de la imaginación política y religiosa la acción colectiva (no hay de otra: el individuo constituye un anatema) será, antes que nada, un campo de batalla entre el bien y el mal. Y ya se sabe que por una suerte de predestinación que no exige ni ofrece pruebas, no hay negociación posible cuando se nos ha encargado la purificación del mundo. El predestinado ama al pueblo porque el pueblo encarna la unidad ontológica y hasta tautológica del bien. Todo aquello que atente contra esta unidad, debe erradicarse. Para que el reino del bien sea, deberá ser absoluto.    

En contraste, hablar de pluralidad es hablar de simples individuos: así, en plural. La pluralidad es moralmente reprobable, una imposibilidad lógica que permite la coexistencia del bien y el mal, es decir, la corrupta cohabitación con otros que no piensan ni son como tú, el pueblo y los titulares del pueblo. En su modelo de sociedad, la izquierda jacobina no concibe la gestión acordada de nuestros previsibles antagonismos en la medida en que el mal no tiene razón de ser y todo adversario político no es más que un enemigo destinado a desaparecer. Así, a la izquierda autócrata y paternal le gusta creer que la intolerancia solo define a la derecha. Enigma moral que ha marcado numerosos crímenes cometidos en nombre de la ortodoxia igualitaria.

Acompaña esta convicción la puntual e imborrable relación del exterminio y la represión perpetrados por las dictaduras militares del siglo XX. Pero hasta ahí se reconoce nuestra memoria. Los maledicentes que equiparan la justa condena del enemigo ignoran que, si el bien concede, deja de ser bien: no han entendido que la violencia revolucionaria no es violencia sino resistencia enmarcada en un contexto de opresión mayor innegable. De modo que, piensan nuestros jacobinos, quienes se presumen víctimas de esta cólera justiciera, en realidad son cómplices del poder opresor siempre omnipresente. 

Nunca se repetirá suficientemente: en el púlpito del autócrata no hay lugar para matices y entre más firmes y claros se definan los rasgos del enemigo a extirpar, mejor. El mundo del demagogo es una caricatura de quien disfruta, a su vez, haciendo la caricatura de sus adversarios. Un autócrata que es un meme y un virtuoso de la caricatura. Un meme que, oh ironía, lo que más teme es el humor: caer víctima de su propia lógica y que otros lo caricaturicen. Y así transitamos de un imaginario público mediado formalmente por el pensamiento, la opinión y la reflexión igualmente públicas a los espantajos ideológicos de moneros patrocinados desde Palacio, nuestro nuevo oficialismo.

Cuando ejerce el poder el demagogo no hace política, evangeliza. Su propósito no es democrático en el sentido formal de instituciones con procesos y leyes. Aspira a un igualitarismo más trascendental que real y verificable. Por eso no le interesan los problemas concretos en situaciones también concretas: lo suyo no son los hechos sino la historia, hacer historia. Y a falta de hechos, sus actos son compensaciones de cara a esa historia, distrayéndose impunemente de la actualidad. Se desentiende y distrae porque huye de la realidad, el verdadero enemigo. Las arengas están destinadas no solo a enturbiar sino romper los de por sí contingentes lazos entre las palabras y los hechos. En su mundo, la prédica suplanta la realidad: todo es discurso. 

Engordando el insaciable y aún redituable mito revolucionario, se remueven nombres, se retiran estatuas e inauguran –jacobinos al fin– los nuevos tiempos: Cuarta Transformación. En el trayecto hemos perdido toda noción de la realidad. ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? A quién le importa cuando el imperativo es el poder acompañado por la ilusión de que el poder todo lo puede.  Hasta desafiar e incluso desdeñar la realidad. No es fácil definir lo que significa tener una «noción de la realidad», dice John Gray en algún párrafo de Black Mass. Pero aclara inmediatamente: “lo que no cuesta es saber cuándo se ha perdido. Para la mente utópica, los defectos de toda sociedad conocida no son síntomas de los defectos de la naturaleza humana, sino marcas de una represión universal que, no obstante, pronto tocará a su fin”.  Según previsiones de nuestros tetransformados demagogos, el imperio de la desigualdad está por ser derrotado definitivamente. Todo es cosa de que les entreguemos este y los siguientes sexenios.

David Medina Portillo. Ensayista, editor y traductor. Editor-In-Chief de Literal Magazine. Twitter: @davidmportillo

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Posted: September 27, 2021 at 7:22 pm

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