Infancia es destino
Liliana V. Blum
Yo no sé si infancia sea destino, como dicen por allí, pero lo cierto es que suele ser tema recurrente en la literatura porque de niño, se es muy feliz o muy desdichado. Las huellas del recuerdo se imprimen más profundas en esa etapa. Maravillosa o terrible, privilegiada o precaria, las memorias de la niñez suelen ser absolutas, maniqueas: solemos recordar aquellos años a través de un mismo filtro. Mañana nunca lo hablamos (Pre-Textos, 2011) del guatemalteco Eduardo Halfon es una colección de diez viñetas sobre la niñez; presumiblemente, la propia.
Vistos a través de los ojos de un niño, en primera persona, los relatos están narrados con claridad y nitidez, sin la nebulosa ambigüedad de los recuerdos. Desde la atmósfera protegida de un hogar privilegiado, el niño mira con ojos limpios e ingenuos lo que sucede en la Guatemala de los setenta e inicios de los ochenta. Aquella realidad terrible, la violencia, la desigualdad, se miran a través de los cristales, como nubes grises a lo lejos, hasta que una roca atraviesa esa ventana y hay que emigrar para ponerse a salvo. La niñez no se caracteriza por la empatía hacia los demás, y así, en estas memorias, la focalización está en las cosas que le interesan al pequeño narrador y no necesariamente en lo brutal que puede ser la atmósfera que lo rodea. Vemos escenas, pero no desenlaces, consecuencias. Al niño no se le explica el por qué de las cosas: el lector percibe una historia mucho mayor que transcurre paralela y en otro nivel.
El primer relato del niño agarrado a la mano de su padre en la playa, mientras éste le cuenta cuando él casi se ahogó en ese mar y fue rescatado por un soldado norteamericano, parece ser una metáfora de la salvación de la familia al emigrar a los Estados Unidos. Mientras, el protagonista de estos relatos se pierde en la admiración del sombrero rojo de su tío bombero, en escuchar a ese mozo indígena multifacético (chofer, jardinero, costurero, niñero, etc.) que le narra al niño cómo pescaba para sobrevivir en su niñez famélica y huérfana, mientras limpia la máquina de coser con su propia camiseta. Coincidir en un restaurante con una mujer que fue una de las guerrilleras que secuestraron a su propio abuelo es menos emocionante que el grupo de marimberos que tocan los domingos en el elegante lugar. Una balacera fuera del colegio de los niños, helicópteros en el cielo, sirenas, escopetazos, siete horas de encierro en el gimnasio, una mujer muerta en la calle, es más bien el prospecto de irse a una casa de veraneo en Miami, planteado como unas vacaciones largas, posiblemente sin retorno.
A lo largo de casi todos los relatos, el niño no se cuestiona, sólo observa y describe. Sus comentarios a veces podrían ser políticamente incorrectos, pues en su inocencia no alcanza a percibir más allá de las diferencias evidentes. El niño rubio que juega en una bicicleta nueva, el niño moreno que barre y mira lo que nunca tendrá. Sin embargo, en el último relato, el pequeño narrador se confunde al darse cuenta de que tanto los guerrilleros como los militares son indígenas. Para él, ser indígena es sinónimo de ser guerrillero y este descubrimiento lo confunde. Al final, son ellos, los indígenas, los de ambos bandos, los que se quedan, pues no tienen opciones. Los otros, en cambio, pueden apelar a la seguridad que dinero y distancia ofrecen. Este libro, aparentemente nostálgico y casi tierno, termina revelando una realidad brutal. Tan así, que no se habla de eso, ni mañana ni nunca.
Posted: May 21, 2012 at 9:42 pm