Destinos cruzados
Jorge Iglesias
Un cuento chino
Director: Sebastián Borensztein
Argentina/España, 2011
Hace once años se estrenaron en Buenos Aires dos películas cuyo tema principal era la inmigración. Aquellas historias están unidas por un escenario común —ambas se desarrollan casi íntegramente en restaurantes de barrio— pero hasta allí llega la similitud. Herencia (Paula Hernández, 2001) tiene como protagonistas a un joven alemán y una mujer italiana; Bolivia (Israel Adrián Caetano, 2001), como su título anuncia, es la historia de un inmigrante boliviano. La primera, filmada a todo color, es una comedia con elementos levemente trágicos y un final feliz; la segunda, en blanco y negro, es una tragedia de final deprimente. La tragicómica, agridulce Un cuento chino, tercer largometraje de Sebastián Borensztein, se ubica cómodamente entre aquellas dos posturas extremas.
Los personajes principales son Roberto (Ricardo Darín), un ferretero solitario y algo excéntrico con el que el espectador puede simpatizar, Jun (Ignacio Huang), un chino que acaba de llegar a la Argentina con la dirección de un tío tatuada en un brazo y sin una palabra de castellano, y Mari (Muriel Santa Ana), con quien Roberto podría vincularse amorosamente si tan sólo fuera un poquito menos cerrado. Al cruzarse por obra del destino los caminos de Roberto y de Jun, el argentino se debate entre ayudar al extranjero o dejarlo en manos del azar; Mari es la voz del sentido común, que busca poner armonía en el caótico encuentro. A través de esta situación, Un cuento chino presenta las dificultades que acarrea el choque de dos culturas sin negar la posibilidad de alcanzar eventualmente un nivel aceptable de comprensión. El film no cae en el error escapista de ofrecer soluciones fáciles a un problema que no es para nada sencillo, pero tampoco hunde al espectador en la desesperación. Uno de los mayores aciertos de Un cuento chino es el equilibrio que logra entre lo cómico y lo trágico: algunas escenas entre Jun y Roberto nos causan gracia, pero sin restar seriedad a la situación. Dicho equilibrio impide que la película se convierta en una versión porteña de Rush Hour (Brett Ratner, 1998).
Si después de Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000) y El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) queda alguna duda de que Ricardo Darín haya asumido el papel que alguna vez desempeñasen Héctor Alterio y Federico Luppi como epítomes del argentino promedio, Un cuento chino es otro testimonio de la naturalidad y comodidad con que Darín ejecuta ese rol general. La actuación de Ignacio Huang es igual de agraciada y convincente. Al representar un personaje que habla un idioma ajeno a la mayoría de los espectadores, el actor debe poner mayor énfasis en el lenguaje corporal: gestos, expresiones, miradas, todos ellos recursos que Huang domina. Se necesita maestría para reflejar la frustración, la impotencia y la perseverancia de Jun de la manera en que lo hace este excelente actor. Muriel Santa Ana, por su parte, encarna con confianza a Mari, un personaje que fácilmente podría haber quedado eclipsado por los otros dos. Ante la indecisión y pasividad de Roberto, Mari se presenta como una mujer decidida y activa; Santa Ana establece efectivamente este contraste, completando y complementando así un elenco que divierte al tiempo que emociona.
“Cuanto más lejos te escapes de vos mismo más cerca vas a estar”: así resume el director la premisa del film. Los dos protagonistas buscan escapar de un evento trágico —Jun de la absurda muerte de su prometida y Roberto de la no menos absurda guerra de Malvinas— pero es justamente la tragedia lo que permite la intersección de dos destinos separados por miles de kilómetros. La Academia estadounidense ya ha reconocido la aptitud del cine argentino para representar historias dramáticas; con su estilo mesurado y sus personajes memorables, Un cuento chino constituye un formidable ejemplo de la tragicomedia argentina, esa otra corriente que esperemos reciba algún día la atención que merece.
Posted: September 7, 2012 at 3:44 pm