Essay
EJERCICIOS DE MÍSTICA URBANA (POESÍA PRÁCTICA)

EJERCICIOS DE MÍSTICA URBANA (POESÍA PRÁCTICA)

Dan Russek

 • Los siguiente son textos tomados del libro recientemente publicado por Bonilla Artigas Editores, que será presentado el martes 15 de junio a las 5 PM (hora CDMX) en la página de Facebook de la editorial. Para más más información sobre el volumen, pulse aquí.

Introducción

Diario ilustrado, largo poema en prosa, ensayo narrativo, catálogo de formas y texturas, manifiesto vanguardista (sí, todavía), diatriba contra las religiones, plegaria que un ateo eleva a lo divino: estos ejercicios buscan exponer de modos diversos una intuición única. La expresión hallar-la-belleza-en-la-vida-cotidiana empieza a definirla, pero está lejos de agotarla.

A veces un orden superior se nos revela. Aparece de pronto, de la nada, o luego de una larga labor, como si una potencia secreta recompensara nuestro esfuerzo. Así, experimentamos en ocasiones visiones extraordinarias. El tráfago diario nos distrae o expulsa de esos estados. Estos ejercicios buscan hacerlos perdurar más allá del momento en que aparecen.

En cuestión de revelaciones, sin embargo, hay que descreer a toda costa. Descreer de mitos, leyendas y supersticiones, de toda la cauda de conceptos dudosos, de ideologías escleróticas y de esquemas acomodaticios. Descreer de los cuentos de hadas sobre los que se fundan las teologías. Esta es una mística para escépticos y sus ejercicios pertenecen al orden de la estética. Una actitud poética les da forma y los sustenta.

Esta mirada concentrada sobre las cosas tiene no pocos antecedentes. Ya Flaubert escribió: “para que una cosa sea interesante, basta con mirarla mucho tiempo”. Abiertos al misterio de lo que tantos poetas y artistas han visto y cantado, estos ejercicios exploran a su manera la piadosa belleza a la que apuntaba Gerard Manley Hopkins, los éxtasis de la sensibilidad que celebraba Walter Pater, o el estado de gracia invocado por André Breton. Como se ve, nada del otro mundo. Se trata de ver por primera vez lo que hemos visto tantas veces (pero si así vemos lo que habíamos creído ver, es que no lo habíamos visto del todo):

A veces, sin causa aparente […] vemos de verdad lo que nos rodea. Y esa visión es, a su manera, una suerte de teofanía o aparición, pues el mundo se nos revela en sus repliegues y abismos […] Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera, la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. (Octavio Paz, El Arco y la Lira).

En este descubrimiento de lo cotidiano no hay ninguna pretensión de precedencia. Es cuestión, por decirlo de algún modo, de mantener viva una mínima luz en un rincón del templo. Pero, hay que decirlo de una vez, este lenguaje de templos y dioses y profetas ha caducado. O tal vez todo, así como aparece, mediocre y degradado en su proliferación barroca, es lo que queda del templo, y Dios o los dioses, si es cuestión de invocarlos (y ciertamente no es necesario), están más o menos en todo pero sin dignarse a hacer acto de presencia, y cada quien, con sus muchas o pocas luces, es un buen o mal profeta o mero feligrés de un orden que algún día vendrá, o no. En mi juventud, pensé que cada persona debería escribir su propio evangelio. ¿Pero quién podría en verdad hacerlo? ¿Quién, en esta edad crítica, saldría indemne de tal empresa? ¿Quién se atrevería, desde la limitación de sus miras, a anunciar al mundo su buena nueva?

Por lo pronto, estos ejercicios son un homenaje a lo que se Ve (a lo que se Siente). Que cobre vida lo que la gente de a pie y los críticos a caballo suelen llamar arte, ese objeto o mercancía de refinadas disquisiciones. Si la mística es la experiencia estética, la estética así entendida no es tanto teoría sino práctica, menos especulación y más percepción, y sobre todo, el gozo del encuentro con la materia en su pura existencia. Pero, claro está, no hay materia pura, no hay materia sino mediada por una voluntad de forma. Que el amor por la materia vaya acompañado de una Idea que la transfigure. Así sea este homenaje a lo que se Ve, a la Maravilla del Mundo en su acendrada versión secular.

Detrás de esta concepción, largamente madurada, tantos momentos de plenitud se encuentran en cosas aparentemente insignificantes. Escribe Fernando Pessoa, en voz de Ricardo Reis:

Cada día que no disfrutas te es ajeno,
Tan sólo has permanecido en él.
Cuanto vivas Sin gozarlo, no lo habrás vivido.
Vano es que ames, bebas o sonrías:
Basta el reflejo del sol fugaz en el agua
De un charco, si te es grato.
Dichoso aquel a quien, habiendo puesto su gozo
En cosas mínimas, ¡ningún día niega
La natural ventura!  (versión de Andrés Ordoñez)

Dichoso aquel, sin duda, que disfruta de esta morosa atención que explora la variedad del mundo. Goza así de la pintura de las calles y los muros, resplandeciente o descarapelada o en estado bruto, de la textura multiforme del asfalto y de la armonía de maderas y metales, de las vertiginosas figuras que trazan los remolinos del agua en el río torrentoso o en la alberca pública o en el inodoro doméstico, del reflejo de la luz en el cristal de un automóvil que proyecta la asíntota de un rascacielos, de la luz –siempre la luz–  que inaugura el mundo. Es aquí donde interviene la fotografía y su poder de videncia. Porque si todo se quedara en retórica y buenas intenciones, bueno sería. Pero hay más, debe haber más que la mera palabra, debe haber imágenes donde la visión se haga cuerpo, donde lo asombroso no deje lugar a dudas, o donde la duda misma de lo que una fotografía representa, no deje de emocionar y encantar y sea –sin idolatrías, metáfora al fin– una ventana al enigma.

¿Por qué mística urbana? ¿Por qué no una mística marina, o silvestre, o alpina? Porque la ciudad es el ámbito humano por excelencia. Hay, en estos ejercicios, la implicación de una política, de un valor social y un proyecto colectivo. Mística urbana, porque la ciudad es el sitio privilegiado de los encuentros: porque es ahí donde la cantidad de procesos, de mensajes, de multitudes, de concreto, de construcciones, de velocidades, de noches en vela, de mañanas, de avenidas y caminatas, nos abre al fin el paso a las iluminaciones.

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DEFINICIONES

Visión como enfoque

Entre el ruido ambiente, la retórica inflada o vacía de políticos y mercachifles, la insidiosa propaganda, los efectismos de la industria del entretenimiento, los demasiados libros, el tremendismo de las noticias y la vida virtual de las pantallas, estos ejercicios se proponen como un acto de enfoque. Al modo en que sucede con una buena cámara fotográfica, se trata de dar con ese breve momento de verdad que la mano que hace girar la lente produce en el ojo que observa una conjunción afortunada.

Tener un ojo para lo sublime mínimo como se tiene un ojo para lo fotográfico (o como se tiene vigor para la carrera, o facilidad para el nado, o buenas manos para el masaje: una habilidad anclada en el cuerpo, acaso innata, susceptible de ser mejorada). Hallar por doquiera signos de eso grandioso en miniatura.

Estos ejercicios proponen una visión liberadora, en oposición al arte entendido como convención, rutina, producto, mercancía, escalón para la edificación de carreras y cocteles y chismes de alta alcurnia. Se proponen contra la inflación obscena de nombres, prestigios, destinos, glorias inmortales pronto olvidadas, supuestas obras indispensables, espectáculos del siglo, ediciones de lujo, promociones y pretextos para todo menos para lo que debería interesar más íntimamente.

De la vida vivida estéticamente.

Moverse en la dirección de una transformación de la percepción sensible en percepción estética. El ápice de este ideal se expresa así: ver cualquier cosa, en cualquier condición, como una obra de arte digna de la contemplación más atenta. Dado que mantener este estado de beatitud estética parece, en la práctica, imposible, se trata de elevar el nivel de la percepción, con el fin de permitir ocasiones para contemplar el mundo en general como cosa estética y afianzar así la atención en un sentido determinado, volviéndola más aguda, más alerta, capaz de establecer más relaciones. No se trata de reducirlo todo a la estética (al modo de un cierto esteticismo, merecidamente denostado). Más bien es cuestión de explorar una expansión en múltiples niveles, como si la indagación a fondo de un sentido nos pueda hacer a la postre más atentos a lo que proviene de otros, y contribuya a apreciar en general lo que un buen día podrá aparecer, contra tanta evidencia, como un estado de encantamiento que nos hace trascender los límites de la vida propia:

El encantamiento es una sensación de estar conectado de manera positiva a la existencia; es hallarse bajo la momentánea impresión de que los mundos de la naturaleza y la cultura ofrecen dones y, al hacerlo, nos recuerdan que es bueno estar vivos. Esta sensación de plenitud, de la que los epicúreos hablaban en términos de ataraxia (contento de la existencia), motiva, a su vez, al limitado animal humano a donar algo de su tiempo y esfuerzo en aras de otras criaturas.

Para el filósofo Richard Shusterman, continuador de la tradición pragmatista norteamericana,

La ampliación emancipatoria de lo estético involucra de igual modo la reconcepción del arte en términos más amplios, al liberarlo de su eminente claustro, donde está aislado de la vida y se diferencia de formas de expresión cultural más populares. El arte, la vida y la cultura popular padecen de estas arraigadas divisiones y de la identificación, necesariamente estrecha, del arte con las elitistas bellas artes. Mi defensa de la legitimidad estética del arte popular y mi idea de la ética como un arte de vivir apuntan a una reconcepción del arte, más extensa y democrática […] De tal modo, la tarea de la teoría estética no es capturar la verdad de nuestra comprensión del arte actual, sino concebir de nuevo el arte con el fin de reforzar su función y su apreciación. El objetivo supremo no es el conocimiento sino una experiencia mejorada.

La poderosa infusión de Arte o Belleza en la Vida opera de tal modo que la vida (vivida en su acontecer cotidiano) ya no es la misma una vez que uno adopte esos valores: la atención acaba por orientarse, mejor o peor, en una suerte de calotropismo en formación constante, en pos de una resolución total del mundo en clave estética (senda plagada de muchas frustraciones y algunas alegrías).

Ejercicios para una mirada maravillada

De la imposibilidad de elevarse a la altura del (verdadero) misticismo, surge un cuasimisticismo que camina con los pseudópodos del espíritu, a la mane- ra de unas muletas literarias para ángeles caídos o aterrizados de emergencia. Este libro es un libro de prácticas (a la medida humana). Prácticas de vuelo, pero para caer de nuevo en lo mismo: no tanto como un campo de juego, avioncito o rayuela en el que uno avanza de cuadro en cuadro, de página en página, para mayor gloria de las remotas alturas, sino como un Mirador de Maravillas.

El verdadero artista ayuda al mundo al revelar verdades místicas (Bruce Nauman).

Para una (nueva) educación estética del hombre

Cultivar el gusto por la pintura y la poesía no es radicalmente distinto a cultivar el gusto por las texturas, los reflejos y las estructuras con las que nos topamos todos los días.

Sentidos opuestos de la estética.

No perder de vista el equívoco al que se presta la palabra “estética”, que significa en general asuntos no sólo distintos sino opuestos: por una parte, un elemento decorativo, opcional, dispensable, maquillaje o peinado, mero efecto de superficie; por otra, una condición (una conmoción) que apunta a lo esencial, un encuentro con armonías profundas, aquello que le da pleno sentido, en su íntimo enigma, a la existencia.

De la epifanía cotidiana: para una mística de la atención

No hay cosa, no hay conjunto de cosas que vistas en mismas –el trazado de las líneas del cemento en el piso, una cierta proyección de sombras sobre el muro, un caos de lápices de colores desperdigados en la mesa tapizada de papel lustre en un jardín de niños– que no pueda revelarse inmediatamente como una obra de arte que el azar despliega en su minucia de cosa gratuita y grandiosa. No hay cosa, entre las millones de cosas, no hay conjunto de cosas que no pueda alcanzar de pronto su forma óptima y definitiva. Esa es la región a la que invitan estos ejercicios. Y también: son una modesta contribución que apunta hacia una idiosincrática (pero acaso no del todo despreciable) solución al complejo asunto de hacer coincidir en un arreglo armónico el universo de los sentidos con un cierto ideal del espíritu.

Vemos groseramente (uso el “nosotros” de modo retórico). La fotografía, instrumento de afinación de la percepción, instruye y edifica. Con sufíciente práctica y cultivando eficazmente el gusto, revela lo que no habíamos visto nunca. La fotografía es una técnica y un arte de la epifanía: un instrumento para incursionar en el dominio de la microestética. Esta vindicación de la atención, esta educación de los sentidos, revela momentos privilegiados que al ojo no entrenado deben parecerle una colección de insignificancias. Hay que aprender a ver estas cosas. Aquí un ejemplo proveniente de la película American Beauty (1999) de Sam Mendes. El protagonista (joven algo desquiciado) habla con su vecina, chica de la que está prendado, acerca de una escena que filmó con su cámara de video. Se trata de una bolsa de plástico blanco impulsada por el viento, que da vuelta tras vuelta frente a una pared de ladrillos. Él le dice:

¿Quieres ver la cosa más bella que he filmado? Era uno de esos días en que está a punto de nevar. Y hay esta electricidad en el aire, que casi se puede escuchar, ¿no? Y esta bolsa estaba simplemente… bailando conmigo… como un niño pequeño rogándome que jugara con él. Durante quince minutos. Ese día me di cuenta de que había toda una vida detrás de las cosas, y una fuerza increíblemente benévola que quería que yo supiera que no había por qué tener miedo. Nunca. El video es una mala excusa, lo sé. Pero me ayuda recordar… nece-sito recordar… A veces hay tanta belleza en el mundo. Siento que no puedo soportarlo… y mi corazón se va a derrumbar.

Hay que saber ver esas cosas.

§

Museo de muros

Principio fundamental de estos ejercicios: la atención que se ofrenda a una obra de arte colgada en la pared de un museo no debería ser menor a la atención que merece el muro sobre el cual reposa el cuadro. Si la pared del museo es tan interesante como el cuadro, toda pared es interesante (aunque hay paredes más interesantes que otras). Así, de las paredes interiores a las paredes exteriores, uno se traslada a las paredes de los edificios de la ciudad y la ciudad entera: nace entonces la ciudad como museo, como el museo de muros: un museo vivo y en exhibición permanente.

¡Que las galerías y los museos atesoren con reverencia el capital cultural en sus heladas bóvedas de mármol! Hay una experiencia estética que está en otra parte: la de la pared, que “es la esencia urbana, la ciudad siempre a flor de piel”. Que la mirada atenta se entusiasme por los descubrimientos que sólo la calle puede ofrecer.

Paredes literarias

No faltan en la literatura paredes llenas de significado. Aquella mágica donde una presencia humana se trasmina y se aloja fantásticamente en la cálida cal, o aquella cuya textura está hecha de tiempo, o ésas donde el idioma cifrado del graffiti permitió dialogar, contra la opresión del ambiente, a dos desconocidos. Y está la tapia rosada donde un poeta sintió poderosamente, en un éxtasis mínimo, lo eterno.

Agregue  –lectora, lector– su pared literaria favorita.

                   

Por un arte de la materia

Así como los ingenieros estudian la ciencia de los materiales para que los puentes se mantengan firmes y los rascacielos no caigan por su propio peso, hay que cultivar un arte de la materia. Más allá de ladrillos desnudos y simples revoques, podemos encontrar una poesía concreta en las paredes: las hay de nieve jaspeada como espejos de granito, de oscura veta volcánica, de roca triturada, de madera alineada en franjas horizontales o carcomida por los elementos. Las hay de adobe ancestral, como si adentrarse en su superficie fuera emprender una exploración geológica. Y hay paredes nutricias, hechas como de croquetas, de pasta o pastel o mermelada: toda la gloria tangible de las variedades que permiten el volumen de la piedra y la pintura terrestres.

La pintura en las paredes

Las artes visuales nos han legado una enorme colección de paredes, desde Altamira hasta Roma, desde el muralismo de antiguos aztecas hasta el muralismo de mexicanos modernos, pasando por el colorido caos urbano del arte callejero. A lo largo del mundo encontramos muros Miró y tapias Tapiès. Hay paredes Jackson Pollock, donde se trata de apreciar el action painting que uno encuentra en las construcciones donde se afanan albañiles que nunca han oído hablar del action painting, pero lo practican diariamente. Y hay paredes descarapeladas que son una oda al deterioro, como la que fotografiara Aaron Siskind en Jerome, Arizona, en 1949 (esa pared debe estar hecha polvo: su fotografía persiste). O las rayadas de garabatos de Brassai, o las meramente planas donde no hay sino fachada, a la Walker Evans o Lewis Baltz, o ese muro curvado que sirve de frontera en el campo, capturado por Juan Rulfo en sus travesías como agente viajero en los años cincuenta del siglo pasado.

Magias parciales del muro

No faltan paredes para maravillarse. De ahí el muro como espejo mágico, superficie que invita a emprender viajes imaginarios. Así lo vio Leonardo da Vinci en el arte de la pintura:

No puedo dejar No puedo dejar de incluir entre estos preceptos una nueva y especulativa invención que, si bien parece mezquina y casi ridícula, es, sin duda, muy útil para estimular el ingenio a varias invenciones. Es la siguiente: si observas algunos muros sucios de manchas o construidos con piedras dispares y te das a inventar escenas, allí podrás ver la imagen de distintos paisajes, hermoseados con montañas, ríos, rocas, árboles, llanuras, grandes valles y colinas de todas clases. Y aun verás batallas y figuras agitadas o rostros de extraño aspecto, y vestidos e infinitas cosas que podrías traducir a su íntegra y atinada forma. Ocurre con estos muros variopintos lo que con el sonido de las campanas, en cuyo tañido descubrirás el nombre o el vocablo que imagines.

Una pared de la infancia

Atesoro este recuerdo, para arquetípico, de la construcción de un muro. Observo cómo, uno tras otro, se van acomodando los grises ladrillos en una hilera sobre la que se ha esparcido, en una suerte de austera repostería, cemento fresco. A la manera de un toque maestro, el albañil golpea levemente con el mango de su paleta cada ladrillo que coloca, para mejor asentarlo. Quién fuera constructor para dejar en el mundo la obra perdurable de sus manos.

Poesía de las paredes

En mi juventud escribí dos poemas en homenaje a los muros. El primero era una especie de oda al calor. Uno va de vacaciones del altiplano a la costa y al llegar experimenta con delicia temerosa el sol que golpea implacable a medio- día. Uno se rinde entonces ante la pura blancura de la pared de un patio cualquiera:

El espejo del muro emite

un reflejo que paraliza el día,

como una fiesta, ciega de blancura,

en su ardorosa lasitud de ensueño

levanta un cadalso a la sombra

de tanta dolorosa azul tersura:

como el sosiego prende en la delicia

de un cansancio alucinante,

de la hendidura de la infancia

nace una procesión de hormigas

que avanza sobre la llanura

de este muro calcinado,

lenta eternidad en llamas

que a la mitad del aire se detiene

y destila la esencia del hastío

en un patio desierto de ilusiones.

El segundo poema era un humilde tour de force inspirado en la poesía concreta, donde, a la manera de Mallarmé, quise (seguramente sin lograrlo) contener al universo entero (y su drama mayor: el destino humano) en trece versos puntuales. Trece versos bien medidos, pero no en el sentido silábico, sino en cuanto que cada uno debía tener exactamente el mismo número de golpes de máquina. Esta restricción que me impuse obedecía a una razón particular: ello me permitiría dibujar con las letras del abecedario, como si cada golpe de máquina fuera un ladrillo, el rectángulo de un muro sobre la página:

Tiempo después di con “El pabellón del vacío” de Lezama Lima, donde provechosamente uno se sumerge en otra dimensión del universo por obra y gracia de una mínima labor de horadamiento:

Voy con el tornillo

preguntando en la pared,

un sonido sin color

un color tapado con un manto.

Pero vacilo y momentáneamente ciego,

apenas puedo sentirme.

De pronto, recuerdo,

con las uñas voy abriendo

el tokonoma en la pared.

Necesito un pequeño vacío,

allí me voy reduciendo

para reaparecer de nuevo,

palparme y poner la frente en su lugar.

Un pequeño vacío en la pared.

 

Muros sin fin

Si tuviéramos un sentido más desarrollado de la percepción de los procesos profundos, podríamos ver un muro, un muro cualquiera, durante meses y no cansarnos. Si tuviéramos un sentido más agudo de la sensibilidad y de la paciencia, o una memoria más fina, cualquier muro sería una obra maestra.

Un día tal vez encuentres a un místico verdadero: alguien que pueda contemplar la apretada contextura de una pared por horas, días, semanas; alguien que la contemple sin necesidad de hacer poesía o publicar sus hallazgos en publicaciones de prestigio, sin necesidad de darle vueltas a lo que no tiene otro aspecto que lo Abstracto: alguien que pueda contemplar una pared como se mira, desde la fascinación, un paisaje insondable. Entrar a fondo en lo que no tiene fondo. Larga vida a la pared: espejo que es mapa, panorama vuelto abismo.

Dan Russek. Ensayista y poeta (Tornasol. México: El Tucán de Virginia, 1993). Coordinador de la Semana Anual del Cine Latinoamericano y Español y presidente de la Hispanic Film Society of Victoria. 10th Latin American and Spanish Film Week at Cinecenta. Twitter: @danrussek


Posted: June 13, 2021 at 9:35 pm

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