Flashback
De copas, con Castillo, sin conquistador
COLUMN/COLUMNA

De copas, con Castillo, sin conquistador

Gisela Kozak Rovero

Esto es una crónica pero no de Indias.

Esta es una crónica sobre navegar en el asfalto y detenerse en la orilla de México-Tacuba, la calzada más antigua de América. Una crónica que no es de buen gobierno ni dirigida a algún destinatario real que espera noticias de las nuevas tierras de su majestad, obtenidas con el sudor de la pólvora que no de las frentes.

La crianza que preconiza la relativa armonía del entorno  como sinónimo de seguridad personal es proverbial en un buen número de venezolanos de clase media; no es mi caso porque mi adolescencia coincidió con la mudanza a la antigua y nada bonita parroquia de Santa Rosalía (Caracas), así que por fuerza debía sentirme confiada en medio de calles grises, caserones viejos y edificios nuevos enormes y desangelados. Tampoco debía temerle a la gente que mi abuela Luisa proclamaba como distintas a nosotros, a quienes definía en términos de gente decente con costumbres (ignoro si buenas o malas, la virtud residía en el hábito), típica distancia moralizante de cierta clase media, fraguada a duras penas con cargos del sector público, hacia los demasiado cercanos pobres.  En Santa Rosalía pululaban la gente decente e indecente por las mismas calles y avenidas, tan distintas a las propias de  urbanizaciones del este de la ciudad, plenas de verdor y vaciadas de gente, con la excepción de algunas zonas como Los Palos Grandes, combinación perfecta de gente, vegetación y arquitectura atractiva.

La belleza de las urbanizaciones caraqueñas del este  devino en soledad en el espacio público, especialmente en las últimas décadas, soledad que se adueñó de la ciudad entera a partir de la seis de la tarde en los años espantosos previos a mi venida a México. De esta época y de mi lejana juventud me quedó el poco común placer de deambular en las zonas urbanas abigarradas, de arquitectura adocenada y deteriorada, pero plenas de gente de las calles. Advierto que vienen unas líneas de folleto: la calzada México-Tacuba me recuerda a esta Caracas, aunque el recuerdo se refiere apenas a su gentío y relativa fealdad. Imposible obviar su antigüedad, sus edificaciones al estilo de la Benemérita Escuela Normal, la iglesia de San Hipólito, el Museo Franz Meyer o la Alameda Central,   por no hablar de sus numerosos encantos secretos propios de una avenida que se diseñó en tiempos prehispánicos para conectar el islote central de Tenochtitlán con tierra firme. Fin de cita estilo Chat GPT.

En esta calzada Cortés perdió metafóricamente  el timón al ser derrotado en una batalla frente a los mexicas; para gloria de los vencedores, más que del vencido, fue recuperado en sana paz y alegría como nombre de un restaurante cuyas noches se engalanan, como decían los locutores de la juventud de mi madre, con la alegría triunfal del mejor karaoke de América en la primera calzada de América.  El Timón de Cortés es querencia chilanga de un grupo de espantados, que no de espantos,  provenientes de la revolución bolivariana,  imantados por las aventuras singulares del Museo Universitario del Chopo, en especial las de la artista Déborah Castillo, caraqueña achilangada, como quien escribe. De hecho,  supe del Timón a raíz de un performance suyo, en el que encarnó a una atrevida fémina capaz de abandonar a Donald Trump para vivir un apasionado romance con un narcotraficante mexicano.  La  escritora venezolana Julieta Omaña participó de la acción escenificada en el bar y restaurante; las fotos enviadas por el WhatsApp me enamoraron enseguida del lugar. En tiempos de la prepandemia, me vi tentada a desembarcar en este rincón de la México-Tacuba, reformada en años recientes sin perder su toque de fealdad atractiva y de hostilidad invitante. Mi visita cuajó en 2020, involuntaria despedida del espacio público que resultó maravillosa, feliz y relajada, con Julieta bailando en el escenario, espontánea coreografía que acompañó el canto de un sólido varón de sombrero, experto en adaptar su voz a la inhumana sintaxis digital  del karaoke. Torrivilla, escritor, editor y crítico de arte, fungió de feliz anfitrión con Aída, una asturiana encantadora que pagó la cuenta a escondidas de nosotras.

La posterior vuelta al Timón significó uno de los rituales festivos que marcaron el adiós a la pandemia. Demasiados meses de desconfianza hacia la multitud merecían un fin de canto, grito, risa y cercanía, una especie de pequeña consagración de una primavera largamente postergada. El performance de Déborah, Desafiando al coloso: tres actos, en el Museo Universitario del Chopo, significó una catarsis tremenda, la humillación del poder político asesino encarnado en las esculturas de gobernantes asesinos de estudiantes. Los mordiscos y golpes de la artista a sus propias creaciones nos arrastraron a vivir la pasión, el alcance de un sufrimiento colectivo experimentado a través de la acción de su cuerpo. A muy corta distancia del museo, el Timón alojó después a parte de la sedienta concurrencia, sentada en una larguísima mesa en la que se mezclaban nacionalidades, acentos, profesiones y temperamentos distintos. Era preciso anotarse para el turno en el karaoke; tocaba esperar previniendo la sed, situación que abona a la alegría y el escándalo. Una joven fotógrafa mexicana animaba a las cantantes con gritos al estilo de “misteriosa” y “bichota”, muy bien recibidos por la concurrencia. El furor se desató cuando un caballero bien trajeado cantó Granada, de Agustín Lara; antes, había invitado a Julieta a que lo acompañara como bailarina, petición cortésmente aceptada por mi amiga. Tocó nuestro turno en el escenario; participé de corista mientras Torrivilla y Déborah sorprendieron a los parroquianos con sus movimientos dignos de antiguos espectáculos de variedades, guiño al pasado que levantó aplausos. La filmación corrió a cargo de la cineasta venezolana Fina Torres, directora de Oriana, film con el que obtuvo la Cámara de Oro en el Festival de Cannes (1985).

Tiempo después, presencié un homenaje al Timón, bajo la dirección de Déborah acompañada con Torrivilla y su tropa queer. En el local eran considerados un grupo de teatro,“Los navegantes del Cortés”. Ataviados cual tropa de circo recorrieron el establecimiento al compás de un chachachá, filmados por mi pareja, Lynette Gómez; la palabra “Loca”, finamente modelada en anime escarchado, flotaba en la oscuridad de reflejos rojizos. Me veo en una foto sonriente, casi infantil, con los ojos muy abiertos; la felicidad tiene forma de cartel de anime, qué duda cabe. Cuando la gran amiga Lorena González, curadora venezolana que sigue residiendo en Caracas, vio el video se declaró en estado de febril mexicanidad: no todas las locas salimos de Venezuela, la sororidad feminista obliga a la modestia pues también unas cuantas se quedaron allá.

Volví al Timón en ocasión de la presentación del libro Déborah Castillo. Cuerpo de obra (2001-2022)  (Ciudad de México: Profundation, 2022), de nuevo en el Museo del Chopo. Déborah y su editor Torrivilla protagonizaron, seguidos del gentío realengo que conforma su soldadesca,  la toma del Cortés, con la resistencia de la dueña de los turnos del karaoke mirándonos con severa expresión cuando actuamos como una sola mujer y subimos al escenario.  Primero impusimos, que no ofrecimos, nuestros servicios de coro y danza a las intérpretes que disfrutaban de su turno, aceptados por ellas con agradecimiento carcajeante; luego, nos lucimos cantando la obra maestra de la venezolana-cubana María Conchita Alonso: “Una noche de copas, una noche loca”. En el registro fotográfico de Lynette Gómez, Déborah, la payasa sagrada, contorsiona su cuerpo en un performance espontáneo pero profesional, un gesto huella de su formidable acción en el auditorio del Museo del Chopo horas atrás. En el registro de Fina Torres contemplo de nuevo a Déborah; trajeada de negro, desafió los límites del lenguaje amordazando a Torrivilla, luego ambos extendieron una tela negra que rozó las cabezas del público de ida y de vuelta al escenario, adelanto de la sedosa oscuridad del Timón de Cortés.

Y como dice María Conchita Alonso en la canción de marras, “esta es la historia”.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

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Posted: April 9, 2023 at 12:57 pm

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