El mito, la historia y el mercado
José Antonio Aguilar Rivera
En mi trabajo sobre el liberalismo y la libertad me he encontrado con una paradoja. Después de la caída del muro de Berlín y el desplome del socialismo real a finales de los años ochenta la democracia liberal quedó sin un adversario ideológico coherente. Quienes negaron por décadas la democracia “burguesa” y los derechos individuales “egoístas” quedaron, de pronto, en el desamparo filosófico. Nadie podía ya objetar a la libertad, la democracia y el mercado. Sin embargo, el derrumbe del socialismo no acabó con los obstáculos a la libertad. Simplemente los embozó. El ejemplo que quiero mencionar es el de la libertad de expresión. La corrección política exige que todos le rindan tributo. Sin embargo, cada día el respeto a la libertad de expresión pone a prueba a las sociedades liberales consolidadas. En un poco conocido prólogo de George Orwell a Rebelión en la granja el autor de 1984 afirmaba que si la libertad significaba algo era decirle a los demás lo que no deseaban escuchar. En México la libertad, entendida orwellianamente, enfrenta a diario enormes obstáculos. Así ha sido durante buena parte de nuestra historia. Lo nuevo es que ahora nadie se atreve, como en el pasado hicieron revolucionarios, marxistas, católicos y nacionalistas, a poner en tela de juicio la legitimidad de la libertad de expresión. Hoy sus enemigos no se reconocen como tales; aceptan el concepto, la frase, pero en su fuero interno siguen convencidos de que hay ideas correctas y otras equivocadas. La libertad está bien para las primeras, pero es inmoral —si no irresponsable— permitir la expresión de las segundas. Los atentados a la libertad de expresión son cotidianos y provienen de diversas fuentes, no todas ellas estatales. Basten unos cuantos ejemplos de muestra. Una mayoría de magistrados de la Suprema Corte de Justicia, en un fallo lamentable, ratificó la condena a un poeta que “insultó” a la bandera en un poema de su autoría. El aberrante razonamiento leguleyo hizo violencia al artículo 6 de la Constitución, que a la letra dice: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, los derechos de tercero, provoque algún delito o perturbe el orden público”.
De la misma manera le tememos a la libertad en las contiendas electorales. Condenamos las campañas negativas como intolerables muestras de una supuesta “guerra sucia”. En efecto, el congreso elevó a rango constitucional la prohibición. Durante la última campaña presidencial el tribunal electoral le ordenó al Instituto Federal Electoral convertirse en un censor de los partidos políticos. Los medios de comunicación, a menudo, silencian aquellas voces que manifiestan opiniones contrarias a sus intereses privados. La ley ahora castiga expresiones xenófobas o racistas. El punto es que la libertad nos exige, a todos, mucho más de lo que creemos. Rendimos homenaje a la idea de la libertad de expresión, pero en realidad comulgamos con la frase “el error no tiene derechos”. El sueño de Vicente Lombardo Toledano tal vez esté muerto, pero su antiliberalismo ciertamente no lo está. En 1933, en una célebre polémica con el filósofo Antonio Caso sobre el carácter y la misión de la universidad mexicana, Lombardo Toledano criticó la libertad de enseñanza como un embuste: “La libertad de cátedra ha servido simplemente para orientar al alumno hacia una finalidad política, en relación con las características del Estado burgués… No ha habido tal libertad de cátedra. Hemos tenido, como siempre, una pedagogía al servicio de un régimen”. Lombardo Toledano creía que había una ruta crítica al socialismo; yo en cambio pienso que hay muchos senderos para andar en libertad. Quiero explorar tres ideas que son relevantes en ese trayecto: el mito, la historia y el mercado.
El mito
El liberalismo como filosofía está vinculado, de manera indisoluble, a la Ilustración, a la certeza de que la razón sirve para hacer luz y avanzar. Su medida de las cosas es el raciocinio humano. Desprecia, en consecuencia, no sólo a la superstición, sino también a los mitos. El racionalismo del liberalismo es su mayor fortaleza, pero también es su punto vulnerable. En México nadie percibió esto con mayor claridad que el poeta Octavio Paz. En El laberinto de la soledad escribió: el liberalismo “…no es una religión, sino una ideología utópica; no consuela, combate; sustituye la noción del más allá por la de un futuro terrestre. Afirma al hombre pero ignora una mitad del hombre: esa que se expresa en los mitos, la comunión, el festín, el sueño, el erotismo”. La Reforma fue, ante todo, una negación. Los principios de esa negación, del liberalismo europeo “eran ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía. La geometría no sustituye a los mitos”. La diatriba de Paz tiene venerables antecedentes. En el siglo XVIII Juan Jacobo Rousseau, en su Discurso sobre las ciencias y las artes, acusaba que la geometría había nacido de la avaricia, así como la física de una vana curiosidad. Las artes y las ciencias eran todas, incluso la moral, producto del orgullo humano. Para Paz “la libertad y la igualdad eran, y son, conceptos vacíos, ideas sin más contenido histórico concreto que el que le prestan las relaciones sociales, como pensaba Marx”. El corolario de esta refl exión romántica era: “al fundar a México sobre una noción general del Hombre y no sobre la situación real de los habitantes de nuestro territorio, se sacrificaba la realidad a las palabras y se entregaba a los hombres de carne a la voracidad de los más fuertes”. Para Paz, el liberalismo era una Idea que había sido infructuosamente impuesta a los instintos: “los liberales nos ofrecieron ideas. Pero no se comulga con las ideas, al menos mientras no encarnan y se hacen sangre, alimento. La comunión es festín y ceremonia”. Así, los principios liberales fueron sólo “hermosas palabras inaplicables”. Una geometría estéril.
En una vena similar Jesús Silva Herzog-Márquez afirma en un ensayo sobre el iconoclasta Thomas Hobbes:
Según el sabio de Malmesbury, en nuestras propias vísceras se anticipaba ya la estructura mecánica del cuerpo social: nuestro organismo, un artefacto de resortes, bombas, ductos. Para escapar de la maldita condición originaria, el hombre habría de pactar un orden que fuera calca de una cuadrícula geométrica. La única ciencia que Dios se dignó comunicar al género humano sería modelo para el entendimiento político. De ahí que el conocimiento de la soberanía y de las leyes, de los deberes y de la libertad quedaría expresado con la precisión de la escuadra, la exactitud de la regla y la perfecta redondez que delinea el compás. Los prodigios del cálculo hobbesiano siguen siendo el croquis del orden político secular. El conocimiento del poder está fundado, desde entonces, en un olvido voluntario de los juegos de la imaginación y los engaños de la metáfora.” [Así, para Hobbes,] “la ciencia del gobierno habría de fundarse así en el incendio de todas las bibliotecas, esos archivos de la ignorancia que perpetúan las más nocivas supersticiones […] Nada sólido podría nacer de la locura que es la fantasía. La metáfora era enemiga mortal de la ciencia y, por ello, contrincante de la paz. La imaginación, una sensación empobrecida. La paz hobbesiana es el triunfo de la certeza racional sobre la confusión de las percepciones.” (“Ficcion y poder”, Letras Libres, febrero 2008).
Pero esta visión no le hace justicia a Hobbes ni a su empeño filosófico e intelectual, que está en la base del liberalismo, como yo lo entiendo. Sin duda Hobbes captura la espléndida ambición racionalista del liberalismo: pero su embestida no es contra la imaginación, sino contra sus desvaríos. No es una crítica filistea: Hobbes no devalúa o desprecia al arte, la belleza o los valores espirituales. No es el miope constructor de relojes sociales, empeñado en concebir al mundo como una caja de engranes uniformes y precisos. Sin embargo, para Hobbes, la razón no debía aplastar a la imaginación; debía guiarla o ensillarla como un corcel bronco. Después de todo, fue el inglés quien, de todos los teóricos del derecho natural moderno, imaginó con más fuerza un mundo sin estado de horror indecible, el hipotético estado de naturaleza en el cual el hombre era el lobo del hombre. ¿Cómo explicar que Hobbes, el iconoclasta, haya puesto en el frontispicio de su edificio teórico una imagen, la estampa del Leviatán, el monstruo bíblico que era la metáfora del Estado? No sólo eso, a lo largo de su obra maestra Hobbes a menudo antropomorfiza al cuerpo político. Los monstruos, bíblicos o no, son producto de la imaginación, pero en el caso de Hobbes esos seres, que movían al miedo, estaban bajo la correa —si no eran producto— de la razón. Las emociones y las pasiones no son los adornos de los seres humanos; son sus elementos constitutivos, pero no por ello deben ser sus amos. Así se explica la paradoja del Leviatán empleado por un iconoclasta como Thomas Hobbes. La imaginación del inglés, vívida y poderosa, es la antítesis del ensueño romántico, del mito erigido como señor y soberano de lo humano.
Y de vuelta a Euclides. Creo que es necesario reivindicar a la geometría. La geometría no es un plano árido de la existencia. Ofrece las coordenadas básicas que le dan orientación a la vida. Son las constantes que permiten ordenar al mundo. Es la pendiente de un tejado la que impide que nuestras casas se inunden. Rousseau creía, con Paz, que el deseo de calcular la superficie que habitamos no podía sino deberse a un innoble deseo de acumular. Eso es un error. La regularidad nos libera de la tiranía del detalle, de la incertidumbre de los límites, de las controversias producidas por la curva que invade los linderos de los otros. La fe del liberalismo en la ciencia, en el poder emancipador de la razón, no se basa en una concepción disminuida, adelgazada, de la naturaleza humana, sino en la certeza de que podemos transformar nuestro mundo. Tiene razón Paz: para el liberalismo cuenta más la libertad y la igualdad que el consuelo. En cierta forma, ha renunciado a la comunión. Afirma la voluntad de los seres humanos de no comulgar, de no ser miembros de un organismo, sino de ser en sí y para sí. No creemos que sea posible reemplazar a los mitos con la geometría; confiamos en que es posible emanciparnos de ellos: liberarnos de su yugo.
La historia
El embrujo de la historia toma, al menos, tres formas distintas. Me he referido a la primera: los esfuerzos por constituir una sociedad de individuos libres e iguales niega las pulsiones más profundas de nuestra historia como nación. En el fondo de esta idea hay un fatalismo. Las palabras, como afirmaba Paz, no pueden sustituir a la realidad; sólo pueden montar una vana representación. La segunda manifestación del poder de la historia es el anhelo de coherencia en la historia patria. En México durante el siglo XX el liberalismo decimonónico fue apropiado por los ideólogos del régimen posrevolucionario. Como afirmó Jesús Reyes Heroles en los años cincuenta, el PRI podía rastrear su pasado hasta Juárez y la Reforma. La línea de continuidad legitimaba a los gobiernos surgidos de la Revolución. En oposición a este uso oficioso del liberalismo, algunos historiadores, como Daniel Cosío Villegas, voltearon también al pasado, pero para recuperar de él una experiencia ejemplar, un parámetro crítico, para juzgar al autoritarismo de esos mismos gobiernos. Idealizó a la Reforma y sus prohombres como ejemplos de virtud y libertad. Creo que estos tres usos de la historia no sólo desnaturalizan el pasado de este país, sino que también obstaculizan nuestra comprensión del liberalismo. También, paradójicamente, al entronizar el pasado el embrujo de la historia nos deja sin una idea de lo que el liberalismo signifi ca en el presente. No podemos dejar de mirar atrás, a las imágenes distorsionadas. Mientras tanto, le damos la espalda al aquí y ahora.
El mercado
Una sociedad liberal implica una economía de libre mercado. Sin embargo, en América latina el mercado no ha caminado de la mano con las libertades políticas y la democracia. Por un lado, el liberalismo en América Latina en el siglo XX ha significado poco más que economía de mercado. En el mejor de los casos tomó la forma de una tecnocracia empeñada en realizar reformas estructurales, en el peor, pinochetismo. La tradición liberal en América Latina necesita recuperar la parte política de su legado. En el otro extremo está la desconfianza visceral de amplios sectores de nuestras sociedades por todo lo que tenga que ver con el mercado. No sólo se trata de la oposición romántica de Octavio Paz. Una ex candidata a la presidencia de la república expresó en un discurso que aceptaba la economía de mercado, pero rechazaba la sociedad de mercado. ¿Qué, exactamente, quería decir? No lo explicó. Probablemente se oponía a que los mecanismos del mercado, la libre operación de la oferta y la demanda, rigieran fuera de la economía. Muy pocos, a mi entender proponen eso. Sin embargo, la anécdota revela la desconfianza secular al mercado. La paradoja es que mientras no aceptemos al mercado no podemos asignarle su justo papel en las sociedades liberales. Y un dato crítico se ignora: para que haya economías de mercado sanas y vigorosas se requiere de estados fuertes e independientes de los intereses económicos. Un estado fuerte pero limitado, capaz de hacer cumplir los contratos, proteger los derechos de las personas, construir infraestructura y proveer bienes públicos no sólo no es antitético a una economía liberal; es su precondición.
Posted: April 13, 2012 at 9:49 pm