La insoportable mezquindad del ser
Jaime Muñoz Vargas
a Daniel Herrera
Una ola enorme de tristeza me caía de vez en cuando sobre la coronilla. Aquello era indetenible, abrumador, una nube de plomo la verdad. Por eso no me dolió suicidarme, largarme para siempre de todo esto. Digo suicidarme y por supuesto que es una metáfora, porque aquí sigo dándole a la vida, rumiando ya desde muy lejos la esperanza de escribir en serio. Si me suicidé, fue sólo de la literatura. De allí salté a la música, al teatro, a la pintura, y al fin, desde hace cinco meses, he sostenido este pequeño restaurante donde sinceramente no me va tan mal. Aquí por lo menos trato de mantenerme al margen. Todo el tiempo se me va en surtir la mercancía, en abrir, en coordinar a las dos señoras que cocinan y al mesero. Lo demás es estar detrás de la caja esperando los billetes. Los sábados y los domingos son los mejores días y es cuando pienso menos, pero hoy es domingo y ni siquiera la sobrecarga de trabajo ha impedido que yo sienta la nube de plomo, esa tristeza gorda que me aplasta cuando algo, lo que sea, me recuerda que yo soy escritor aunque no escriba.
Hace años (quince para ser exacto) empecé junto con Martín Fernández la utopía de escribir. Estábamos en la prepa y a Martín se le ocurrió armar un periodiquito. Era linda aquella idea. Yo no sabía qué hacer de mi vida y por supuesto me entusiasmó el proyecto de hablar con el papel, de obtener presencia en la preparatoria y tal vez de integrarme a la mesa directiva. Martín era muy entrón y yo lo seguí convencido de que juntos podíamos llegar a grandes cosas. Reunimos a tres más y en una tarde nos fumamos dos cajetillas de cigarros Fiesta para poner el plan en marcha. Ese día fundamos Grito social, “Órgano informativo de la Preparatoria Federal Justo Sierra Turno Vespertino”. Un cabrón al que apodábamos el Cuervo sabía bastante de dibujo técnico y a él le encomendamos el diseño del tabloide. El directorio quedó muy bien amarrado. Martín Fernández era el mero mero, luego yo aparecía como subdirector, el Cuervo la hacía de diseñador, el Moco de fotógrafo y a Lizete le dimos el etéreo puesto de relaciones públicas. Éramos cinco. Yo aparecí como el segundo más importante. A mí se me ocurrió organizar una hamburguesada para hacernos de recursos. No recuerdo cómo, pero conseguí un gran asador de carne y no me vi mal preparando la comida. Vendimos boletitos y con las ganancias sacamos el primer número de Grito social. Al principio el plan era regalarlo, pero a mí también se me ocurrió que aquello no resultaba conveniente; era necesario vender nuestro producto, comercializarlo en la escuela para poder sacar los números siguientes. En aquella primera salida me sentí muy bien. Tal vez sea ése mi mejor recuerdo literario. Publiqué un poema de amor que a las muchachas les gustó demasiado (tres de ellas lo recortaron). Me sentí Rubén Darío hasta que un maestro dijo que mi poema le parecía cursi. No le hice mucho caso; yo andaba muy mareado por los elogios, por el reconocimiento de las muchachas y por la seguridad de estar trepado en un proyecto de intelectuales. A la mayoría le gustaba sólo el futbol o el baile o las tardeadas, pero los de Grito social estábamos dando una muestra de nuestra radical diferencia. Eso pensé yo.
Martín fue el que más escribió; aparte del editorial (“nacemos convencidos de la necesidad de abrir un espacio plural y combativo en aras de que la juventud se haga crítica y cuestione lo que por doquier hay en su entorno…”), se aventó un artículo sobre el imperialismo cultural y otro sobre la calidad de la educación en Cuba. Además, transcribió de sus libros un cuento de Quiroga y un pequeño ensayo de Galeano. Lizete hizo dos entrevistas, una al presidente de la sociedad de alumnos y otra al conserje de la escuela. El Moco por su parte dibujó dos cartones donde ridiculizó al PRI y a Pinochet, mientras que el Cuervo nos ayudó con varias fotos que a la hora de la hora salieron bastante grises. Yo conservo todos los originales, las cuartillas escritas en Remington y en Olivetti, los primeros bocetos del diseño y el cabezal original. No teníamos anuncios, no le hicimos ninguna concesión a los opresores y no metimos una sola nota de deportes o de espectáculos. Éramos críticos. Así nació Grito social.
Pensamos que muy fácil podíamos sacar un ejemplar cada mes. Al segundo número ya estábamos gimiendo. Cuando me pasó la euforia del primer poema recordé las palabras ojetes de mi profe: ese poema es cursi. Intenté como pude escribir otro, pero todos los afanes fueron vanos. Llegó el cierre de edición y lo único que pude añadir a la lista de colaboraciones fue un poema que me encontré en una revista vieja. Lo transcribí. Un ex soldado republicano español atacaba con todo al gobierno de Franco, y me gustó. Otra vez, Martín fue el que más cooperó. Redactó de nuevo el editorial y escribió un amplio comentario sobre La madre de Gorki. Lizete le siguió con las entrevistas; dialogó con un maestro que había sido candidato a diputado por el Partido Socialista, y también nos dio su primer cuento. Los demás entregaron a tiempo su material y, por falta de dinero, no sin apuros pudimos sacar con veinte días de rezago el número dos de aquel periódico.
Así siguió la cosa en tres números más. La imprenta nos subió la cotización y parecía que cada vez era más difícil multiplicar Grito social. Nos reuníamos para platicar, para fumar, para beber. El grupo era compacto. Para entonces ya me había invadido el deseo de ser escritor, pero algo extraño me ocurría. En la calle, en el salón, en la casa me cercaba de pronto la necesidad de crear. Mientras caminaba me venían a la cabeza abundantes ideas, poemas enteros, pero cuando me sentaba ante el papel se trababa la máquina de versificar. Mi autocrítica era feroz. Si un verso no era de mi gusto, allí detenía el poema y una especie de bloqueo me indicaba que mejor en otra ocasión, que las musas andaban de paseo y adiós. No sé cuántos borradores incompletos acumulé. Llegaban los cierres de edición y todos tenían listo su material, menos yo, y comencé a inventar pretextos. No tuve tiempo, carajo, tengo un poema casi listo pero todavía no me convence, lo dejamos para el próximo número y en fin, cualquier burrada me permitía posponer una segunda publicación de mi poesía. Mientras yo le daba vueltas a la infertilidad, Martín, Lizete, el Cuervo y el Moco entregaban lo suyo. Martín siempre fue el más productivo. Poco a poco se fue llevando las páginas casi enteras junto con Lizete, y tal vez por eso se hicieron novios. Ella no era muy bonita, pero a mí me gustaba. Su inteligencia tenía imán. Cuando sacamos el primer número pensé que en el futuro podía caerle; ella fue de las primeras en aprobar mi poema de amor, y desde entonces soñé con la posibilidad de que me admirara. Pero calculé muy mal. Se enamoró de Martín, del escritor que sí escribía. Hubo un tiempo, al inicio del proyecto, en el que también soñé con ocupar la dirección, pero Martín no paraba de escribir y eso no me permitió ascender. Por aquel tiempo comencé a deprimirme, a sentir la nube de plomo sobre la cabeza. Martín era el director, era el que escribía más, era el novio de Lizete y además era un excelente amigo. Recuerdo que cuando cerrábamos edición me decía Fernando, no te apures, camarada, ya llegará la inspiración y entonces iluminaremos Grito social con tus poemas.
En la prepa me fueron olvidando poco a poco. Una que otra me preguntó esporádicamente por qué ya no publicaba nada nuevo. Yo respondía con pendejadas. Espérense tantito, muchachas, estoy preparando unas cuartillas para el próximo ejemplar. Pero no pasaba nada. En la calle se me aparecían hermosos versos, ideas extraordinarias, y al momento de sentarme para vaciarlas del cerebro se trababa la cochina maquinaria. Carajo, si sólo hubiera podido escribir algún poema para desclavar aquella espina. En el quinto número mi desesperación ya se había transformado en una carga insoportable. Me daba tremenda vergüenza asistir a las reuniones para ver pasar las entrevistas y los cuentos de Lizete, los ensayos de Martín, los monos del Cuervo, las fotos del Moco y yo sin nada qué aportar, sólo ideas de aire, puro maldito gas. Cuando nos reunimos para organizar el sexto número, el más baboso de todos —me refiero al estúpido del Moco— me perreó delante de los demás por no escribir una sola línea, por ser un subdirector de cascarón. También delante de todos le reclamé, le dije que no fuera mamón, pues yo distribuía en la prepa una importante cantidad de ejemplares además de llevar el archivo muerto de las colaboraciones y vigilar los negativos, las láminas y los tiros en la imprenta. ¿Te parece poco, culero?, le repliqué. No pudo responderme y cuando el clima ya estaba candente Martín terció diciendo que yo era indispensable, que todos en el equipo teníamos responsabilidades diferentes y que hasta ahora había cumplido cada cual en su posición, incluido yo. El Moco cerró la bocota con esas palabras de Martín, pero en el fondo de mi dolido espíritu yo daba la razón al pendejísimo del Moco. Al iniciar Grito social eché muchas habladas sobre la necesidad de escribir combativamente, de proponer un periodismo con garra y muy creativo. Después se me secó la fuente y hasta el Moco se dio cuenta. A falta de cuartillas tuve que echarme varias tareas al lomo para que no me consideraran un parásito. Por eso me hice cargo de la producción, iba a la imprenta, cotizaba cada tiraje, me quedaba allí un par de largas tardes viendo al linotipista meter junto conmigo las correcciones de última hora, luego acompañar al negativero y por fin vigilar, junto al chaparrito de la prensa, que cada lámina entrara limpiamente a los rodillos de la escandalosa Heidelberg. Con eso yo me sentía más o menos aliviado. No escribí una sola palabra desde el primer número, no lo discuto, pero al menos me comprometí a cuidar que los dos mil ejemplares de Grito social aparecieran cuando los requeríamos.
El sexto número fue puesto en circulación y ocurrió una tragedia. Recibimos una invitación de la sociedad de alumnos para presentar nuestro periódico en la sala audiovisual. Me dio mucho gusto y asistimos los cinco integrantes del directorio. El local fue abarrotado, ya éramos conocidos y noté un entusiasmo muy sesentayochero aunque ya estuviéramos en el 84. Nos presentaron como “la plana mayor de Grito social”, nos acomodaron al frente en una mesa con paño verde, jarras con agua, vasos y dos micrófonos. El Moco y el Cuervo solicitaron estar allí, pero no hablar. Martín abrió la charla con un espléndido comentario sobre la necesidad de hacer un periodismo crítico en la preparatoria. Lizete comentó que sus entrevistas tenían como fin rescatar las voces perdidas entre la sobrepoblación de la escuela. En una hora me di cuenta de la realidad. El cerebro de Grito social era Martín, y Lizete su brazo extendido, mientras que yo sólo estaba allí como un oscuro apéndice. Lo confirmé a la hora de las preguntas: ocho para Martín —que él respondió sin un solo titubeo—, tres para Lizete y cero para mí. Yo no existí aquella tarde. La sala audiovisual estallaba de compañeros, pero nadie me veía. Toda la atención estaba depositada en Martín y en Lizete. Al final, casi por no dejar, nuestro aplaudido director hizo un reconocimiento público al equipo de trabajo. De mí puntualizó el compromiso, las horas dedicadas para sacar adelante la maquila de cada ejemplar, el empuje. “No ha escrito mucho. Sólo ha publicado un poema, pero sabemos que pronto nos dará más obras de su cosecha.” Esas palabras siempre vivirán en mí como un latigazo en el cachete. “No ha escrito mucho. Sólo ha publicado un poema, pero sabemos que pronto nos dará más obras de su cosecha.” Durante días lo odié. Delante de toda la escuela había lanzado esa verdad y yo salí del salón audiovisual con una sonrisa que apenas podía camuflar el espesor de mi resentimiento.
Por esas fechas apareció en las carteleras Amadeus, de Milos Forman. La vi y no pude no identificarme con Salieri. Eso me estropeó más la creatividad. Yo era un Salierito chichimeca de la literatura y del periodismo. Quería escribir, armar los mejores poemas, intentar algún cuento, redactar artículos o ensayos, conmover a la preparatoria con mi ingenio, pero lo único que me salía era silencio. En cualquier parte me rondaba el fantasma de Salieri y mi resentimiento creció hasta obligarme a llorar en la soledad de mi habitación y frente a la cada vez más inactiva máquina Letera Olivetti color crema que de oquis me regaló una tía.
Precisamente por eso ya no creí muy necesario que continuara la aparición de Grito social. Sin que se notara mucho procuré colar la idea de que cada vez era más difícil sostener aquel proyecto. Nos reunimos para organizar los materiales del séptimo número. Había escrito a pujidos un ensayo de cuartilla y media sobre Roque Dalton, y lo llevé. A mis compañeros —sobre todo a Martín— les dio gusto saber que otra vez apoquiné un texto. Martín seguía en lo suyo, el editorial, un ensayo de seis cuartillas sobre la poesía vanguardista de Cuba (me lo dedicó) y un cuento de cuatro cuartillas muy bien escrito, muy bien ambientado y con tema de lucha sindical. Él era Amadeus y yo Salieri, un puto Salierito de mierda que lo envidiaba con todo el furor de mis entrañas. Nuestro director llevó además una copia fotostática. Era un ensayo corto de un escritor uruguayo. Lo había tomado de la revista Marcha, una publicación que por azar llegó hasta él y que de momento no tenía a la mano. Pero allí estaba la copia. Propuso que lo transcribiéramos, que era un texto formidable. Y sí, lo era. Hablaba sobre la actitud de los escritores latinoamericanos frente al imperialismo. Como yo me encargaba de la producción, junté todo el material para que de inmediato viajara hacia la imprenta. Martín quedó a deber el nombre del ensayista uruguayo.
Lo que pasó después no es tan difícil de explicar. Martín fue a mi casa y no me encontró, pero a mi papá le dejó un papelito escrito a mano; la tarjeta contenía los datos que faltaban: “Fer, el autor del ensayo es Ángel Rama, uruguayo. Si puedes, trata de poner una nota al pie que diga lo siguiente: ‘Ángel Rama. Ensayista uruguayo. Miembro de la revista Marcha, publicación de donde tomamos este ensayo. Rama murió el 28 de noviembre de 1983 en un accidente aéreo ocurrido al Boeing 747 de la compañía Avianca, procedente de París, que iba a aterrizar en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y cuyo destino final era Bogotá; en ese vuelo también fallecieron el narrador mexicano Jorge Ibargüengoitia, la crítica de arte argentina Marta Traba y el poeta peruano Manuel Scorza’. Es todo, viejo, pórtate bien y espero que nuestro Grito se oiga como siempre gracias a tu imprescindible esfuerzo”. Recibí la tarjeta y una vez más me dio envidia el culero de Martín: hasta en una nota al pie era lucidor, bien informado, campechano y excelente amigo. Al día siguiente fui a la imprenta y junto con el linotipista metí las últimas correcciones al tabloide. Cuando llegamos al ensayo de Ángel Rama se me ocurrió una idea. En vez de firmarlo con el nombre del autor real, ordené que figurara allí el de Martín, Martín Fernández, “Por Martín Fernández”.
El número siete apareció y no imaginábamos que, por muchos motivos, ése sería el último de la serie. Allí murió Grito social. Martín se retorció de coraje cuando vio la errata. Me buscó en mi salón, me sacó de una clase de química y platicamos un buen rato sobre el desaguisado. Se me escapó, le dije. Perdí la tarjeta y el linotipista además se confundió. Ya ves, ni siquiera incluí el pie de página que me ordenaste. Te ofrezco una disculpa. Las erratas siempre se cuelan, esta vez te tocó a ti. En el próximo ejemplar metemos una aclaración, no te apures. Todo eso le solté, pero él, más que enojado, comenzó a sentirse triste, como apenado más bien. Además, Martín, ¿quién puede saber aquí que ese ensayo no es tuyo? Nadie se dará cuenta, te lo aseguro. Martín comenzó a resignarse con esas explicaciones y anotó que no debíamos olvidar la aclaración en el siguiente número de Grito social. Pero el siguiente número ya no llegó. Yo esperé comentarios sobre mi ensayo en torno a Roque Dalton, pero nadie dijo nada. Entonces la aventura terminó, los problemas económicos y tal vez un poco el aburrimiento y las ocupaciones ajenas al proyecto impidieron que nos reuniéramos otra vez para organizar las nuevas ediciones. El caso es que allí le paramos. Salimos de prepa y aunque nos veíamos de vez en cuando, los integrantes de Grito ya no volvimos a publicar ningún periódico.
Para esas fechas pensé que mi sequía era transitoria y seguí con la obsesión de escribir. Yo encontraba muy seguido a Martín. Con frecuencia me daba ejemplares de las revistas donde había colaborado con ensayos, cuentos o poemas (una de México, una de Xalapa, dos de Saltillo). Cada que me obsequiaba una el cabrón me hacía sentir mucho más Salieri que de costumbre. Pero la cagarruta de estiércol que derramó el vaso fue la noticia que me dio cierta mañana en un café del centro. Me van a publicar un libro de cuentos en Zacatecas. Ya está todo listo. Ando muy emocionado, cuenta con un ejemplar. Pasaron como siete meses y el ejemplar de Cicatriz en la frente me llegó con una dedicatoria muy generosa: “Para Fer, por su obra poética secreta y misteriosamente trabajada, por nuestra cada vez más sólida amistad, por los viejos proyectos periodísticos y literarios, este librillo sin valor y un abrazo fraterno de quien te admira y te respeta. Martín Fernández, Torreón, verano del 88”. Puta madre. “Este librillo sin valor.” 122 páginas muy bien escritas, ocho cuentos en total y una cuarta de forros que lo ubicaba como uno de los narradores más prometedores del norte del país. Fue una puñalada en el ombligo de mi corazón, pero se lo agradecí tratando de aplacar al emputadísimo Salieri que me arañaba dentro del pecho. Pasaron cinco meses más y Martín me llamó por teléfono para darme una noticia: Cicatriz en la frente había ganado un premio nacional de narrativa joven para obra publicada. La recontraputa madre. ¿Cuándo iba a parar esa recontraputa y asquerosa masacre? Amadeus cada vez crecía más mientras Salieri cada día confirmaba que la literatura no figuraba en sus talentos, si es que alguno tenía.
Entonces procuré evitarlo. No fue difícil, porque poco a poco Martín se fue ocupando más en sus tareas literarias. Se convirtió en editor, comenzó a dar clases de literatura, colaboraba en mil periódicos y revistas del país, se arrejuntó con Lizete (quien por cierto se compuso mucho con el tiempo y con la prosperidad de su pareja). Mientras eso ocurría por allá, Salieri andaba por acá siempre con el culo en la mano, siempre con el deseo de ser escritor pero invadido por tantos miedos e inseguridades que ya no publicó nada nunca más aparte del poema amoroso y del insípido ensayito sobre Roque Dalton.
El tiempo no alivia los moretones impresos en el ego, como la gente cree. Al contrario, muchas veces los agrava. Cuando entendí esa ley traté de fugarme, traté de dejar que Martín se fuera solo por la gran autopista de la fama literaria, y él, sin saberlo, usaba su bólido literario en doble carril mientras yo lo veía desde la tribuna. De vez en cuando me pasaba zumbando el hijo de su chingada madre: publiqué otro libro, ten; recibí un premio en Sonora por mi poemario Urbe de cenizas; obtuve una beca en México para escribir una novela; me invitaron a un encuentro de escritores en el Cervantino de Guanajuato. Puta y puta y puta y reputa madre. ¿Cuándo iba a parar? No había más alternativa que la fuga. Me largué de la literatura en silencio, sin decir nada, tal y como había llegado a ella. Sólo yo supe que un buen día de 1991 me derrumbé en la cama para llorar como quinceañera despechada, para maldecir a todos los santos del santoral por haberme regateado la destreza de escribir. No había pedido mucho, no quise ser nunca Dante ni Quevedo ni Voltaire ni Goethe. Sólo había pedido ser como Martín Fernández, escribir mucho, publicar y ser reconocido en la pinche ciudad de mierda en la que yo vivía. Ni eso me fue concedido, así que renuncié. Nunca más lo intentaría, nunca más volvería a leer para inspirarme y agarrar ideas, nunca más hojearía un suplemento cultural, nunca más nada que apestara a literatura. Sólo así dejaría de ser Salieri. La lucha en mi interior duró demasiados meses, pues había sido gigantesca la obsesión de escribir, tan grande como la impotencia para cuajar ese objetivo. Pero lo logré. Tiempo después (el gusanito del arte no sucumbe fácilmente) me acoplé en un grupo de música folclórica donde toqué el tambor; eso me duró apenas seis meses. Luego tomé clases de teatro y durante un año logré salir en dos montajes locales de teatro infantil; eso me duró también corto tiempo, quizá poco más de un año. Después descubrí la pintura y me dediqué a embarrar cochinadas en mis lienzos durante cuatro años; logré participar en tres exposiciones colectivas pero me tuve que retirar porque nadie se interesó en serio por mis cuadros. Al final todo se fue al resumidero: la literatura, la música, el teatro, la pintura, todo, y abrí mi restaurante de hamburguesas y hot dogs, donde no me ha ido tan peor.
Meses después encontré de casualidad a Martín Fernández, quien desde hacía por lo menos cuatro años se había largado a México para buscar mejores oportunidades. Cuando nos vimos me dio un abrazo casi de judoka. Qué gusto verte, mi estimado Fer, mira que han transcurrido muchas primaveras sin saber de ti. ¿Sigues escribiendo? De seguro ya tienes preparadas varias bombas. Le dije que sí, pero que la autocrítica me había impedido sacarlas a la luz. Ya te animarás, dijo, y cuando lo hagas ya sabes que cuentas conmigo, carajo, tengo buenos contactos en editoriales de la capital. En la UAM-Xochimilco hay una colección muy interesante de plaquettes. Tú dices si te animas. Dame un original, yo lo llevo a México y le doy el empujoncito para que salga rápido. Martín seguía igual: campechano, generoso, inteligente. Era un triunfador. Yo sonreía con mi mejor gesto (las clases de teatro me habían servido para algo). Debajo de esa sonrisa habitaban el resentimiento, el odio, la frustración, Salieri entero, y todo se lo dedicaba a Martín. Le dije que me permitiera unos mesesitos para darle la última pulida a mis originales, y entonces él me contestó que no había prisa, pues cada vez eran más y mejores sus contactos en la capital. Ya colaboraba con reseñas en La Jornada Semanal, ya tenía un taller literario bajo su mando, ya editaba por la libre y a destajo, ya esto, ya lo otro, y en suma el Martincillo de antes se había convertido en una máquina lubricada sólo con el aceite de la literatura. Precisamente por eso ando de nuevo en Torreón; me invitaron a dar un curso bien pagado sobre literatura latinoamericana y no voy a desaprovecharlo. Además, vine de paso a visitar a mi madre. Por ahora quiero armar una ruedita de prensa para jalar público, pero no sé dónde. A los chilangos les encanta organizar esas cosas en los bares o en los restaurantes y me gustaría algo parecido. Cometí el disparate de decirle que desde hacía varios meses me dedicaba al giro restaurantero; tú sabes, Martín, hay que vivir de algo. Me felicitó, no sé si con ironía, por el espíritu emprendedor. Siempre fuiste bueno con los números, Fer, acuérdate quién fue el mero mero para eso durante la existencia de nuestro periodiquillo. Si no hubiera sido por ti quién nos hubiera alivianado con las broncas de la imprenta. Martín accedió pues a usar Burguer Queen para su rueda de prensa. Ahí mismo planeamos los detalles, le dije que el servicio de comida lo dejara bajo mi control y que yo convocaría de paso a los medios de comunicación. Y la fecha llegó.
Esa mañana serví un pequeño buffet consistente en huevo, frijoles, chilaquiles verdes y rojos, pan dulce, café y jugo. Durante la ronda de preguntas el genial Martín se comportó como si fuera Carlos Fuentes en la Sorbona. Había adquirido una soltura bárbara y parecía que manejaba los temas literarios como yo dominaba la preparación de hamburguesas y hot dogs. Me impacientó que el reportero del Canal 4 no llegara. Martín respondió como diez preguntas de los periodistas y logró embelesarlos con la fluidez y la chispa de su labia. Era un mago este cabrón. Había leído un putamadral de libros y tenían sus palabras claridad de agua. Lo envidié una vez más y una vez más se me retorció el Salieri que residía dentro de mis hígados. Pensé que la rueda de prensa ya iba a concluir sin la presencia del Canal 4 de televisión, pero la suerte por fin me dio su mano. El reporterito, un periodista centavero al que conocí rondando en las cantinas de la ciudad, llegó con su camarógrafo y lo primero que hizo fue inyectarle veneno a la reunión. Los demás periodistas lo miraron azorados cuando con micrófono en ristre le preguntó a Martín sobre sus plagios. Sacó unas cuartillas y comenzó a decir que en 1984 Martín Fernández publicaba con su firma textos de otros escritores. Aquí está la prueba, señores. Tengo la copia de la revista Marcha, de Uruguay, y la copia del texto publicado en Grito social. Martín se quedó frío, pero no perdió la serenidad. Comenzó a explicar que había sido un error, y que Fernando Rincón aquí estaba presente para disolver la duda. Entonces los reporteros torcieron sus pescuezos hacia mí. El cabrón del Canal 4 se fue directo y me preguntó si sabía algo sobre ese plagio. Más de quince años después yo tenía en mis manos una minúscula parte del prestigio ganado por Martín. Martín me miró desde la mesa que le instalé para que lo bombardearan, y todos esperaron mi respuesta (los reporteros de prensa escrita ya me habían arrimado sus grabadoras). En ese momento recordé la tarjeta que Martín dejó en mi casa, una tarjeta que por cierto aún conservo, y ahora bajo llave. Yo sabía que él iba a defenderse y que tal vez iba a salir invicto de ese trance, pero no resistí la tentación de hacer algo por mi orgullo literario durante tanto tiempo masacrado, no resistí la tentación de meter el gol de la honra aunque fuera con una jugada insoportablemente mezquina. Y así fue como Salieri emergió de su guarida:
—Realmente no recuerdo nada. Aquello fue publicado hace mucho tiempo y Martín es quien debe saber más sobre ese ensayo. No por nada él fue siempre el director de Grito social y quien más colaboraciones aportó.
Todos los reporteros miraron otra vez hacia la mesa principal. Ahora le tocaba a Martín sufrir un poco.
*Cuento tomado de Ojos en la sombra, Conaculta, Colección El Guardagujas, México, 2015, pp. 11-23. Publicado con la autorización de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta.
Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Dgo., 1964) es escritor, maestro, periodista y editor. Entre otros, ha publicado las novelas El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia y Parábola del moribundo; los libros de cuentos El augurio de la lumbre, Monterrosaurio, Leyenda Morgan, Las manos del tahúr y Polvo somos; los poemarios Pálpito de la sierra tarahumara, Filius, Salutación de la luz y Quienes esperan; y los libros de periodismo La ruta de los Guerreros, Tientos y mediciones y Nómadas contra gángsters. Ha ganado los premios nacionales de Narrativa Joven, de novela Jorge Ibargüengoitia, de cuento de San Luis Potosí, de cuento Gerardo Cornejo y de novela Rafael Ramírez Heredia. Actualmente es columnista del diario Milenio Laguna y articulista de la revista Nomádica y de la web de ESPN México. Es coordinador editorial y profesor de la Universidad Iberoamericana Laguna. Suya es la web rutanortelaguna.blogspot.com y tuitea en @rutanortelaguna
Posted: October 6, 2015 at 9:06 pm
Un Salieri cualquiera, de esos que abundan relucientes de angustioso vivir…