Alabado y cuestionado: José Antonio Abreu y el sistema de orquestas de Venezuela
Gisela Kozak
El economista, gerente cultural, intérprete, compositor, director de orquesta y político José Antonio Abreu, fundador y cabeza visible del Sistema de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles de Venezuela (“el sistema”), acaba de morir a los 78 años de edad. No es una figura que pueda despacharse con elogios y listas de logros como tampoco con señalamientos justos o demoledores. Su extraordinaria complejidad en tanto hombre público es vista al mismo tiempo como propia de un héroe de novela demoníaco o como propia de un santo varón, lo cual impide un análisis sensato y conduce a la ceguera. De hecho, tanto el encono como la adoración evitan la crítica fundada y la ponderación de sus logros, arista esta última clave a la hora de encarar la magnitud real de su legado musical y cultural. Es un legado cuyos defectos no pueden impedir que se preserve más allá de Abreu.
Los partidarios del maestro y su creación señalan sus premios internacionales, la réplica del sistema en setenta países, la proyección de Venezuela en el mundo entero y el carácter social del proyecto enfocado hacia los sectores populares. Los detractores esgrimen desde cuestionamientos musicológicos y pedagógicos, pasando por sospechas de mal manejo de los fondos concedidos, hasta acusaciones respecto a las relaciones peligrosas mantenidas con el poder político. Igualmente, se insiste en que el sistema es inauditable, una caja cerrada que consume ingentes recursos y cuyo prestigio se alimenta de la propaganda y el sentimentalismo de corte populista más que de sus éxitos reales artísticos y sociales.
“El maestro” –como se le conoce– jamás se casó y vivió desde 1975 rodeado de niños y jóvenes, lo cual se prestó a interpretaciones poco matizadas. Para muchos exhalaba olor de santidad, para otros su vida privada tiene ribetes inconfesables. Su capacidad de trabajo increíble sobresalió en un país con una enorme burocracia de horario restringido, montones de días libres y una lista interminable de justificaciones para no hacer lo que hay que hacer. Por este mismo motivo también era percibido como autócrata, obsesivo, cerrado a toda crítica e insensible ante la vida personal de sus allegados, a los que llamaba por teléfono a cualquier hora y por cualquier motivo. Estas predisposiciones supuestamente influyeron en la escogencia de sus pupilos, entre los que destacan los directores de orquesta –Gustavo Dudamel, el más famoso–, amén de instrumentistas, generalmente varones,con los que mantenía una suerte de hermandad masculina de caballeros templarios de la música clásica, siendo Abreu el núcleo del culto. Sus allegados y admiradores en cambio le reconocen una estatura de maestro que lo convierte en una figura única del arte mundial. Por último, José Antonio Abreu y su obra tienen una rara cualidad de cara a la sociedad venezolana actual: chavistas (los que quedan) y opositores lo respetan o lo desprecian independientemente de la filiación política.
La hagiografía y la demonología no tienen sentido fuera de la religión. Desde el punto de vista de su vida privada, si Abreu fue una personalidad terrible o cometió actos inconfesables, sus víctimas –o los allegados de éstas– hablarán cuando les parezca conveniente. Otras acusaciones tienen más sentido público. Se le reclama haberse llevado por delante a orquestas de vieja data y también a los conservatorios, más rigurosos y académicamente solventes en cuanto a formación. Se afirma que inclinó la balanza a favor de la música cuando fue parlamentario y presidente del Consejo Nacional de la Cultura. Este cargo era el equivalente a ministro del ramo, y lo ejerció durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, el presidente al que Hugo Chávez dedicó sus dos intentonas golpistas y que luego se convertiría en el principal valedor de Abreu. Que yo conozca, no existen investigaciones capaces de sustentar estas acusaciones pero vale la pena indagar respecto a estos aspectos “subjetivos” del manejo de los recursos para la cultura, no solo desde luego en el caso de Abreu. Tal indagación debe hacerse con espíritu cabalmente académico.
¿Y el famoso sistema? Como política cultural de carácter público, el sistema de orquestas y coros infantiles y juveniles de Venezuela debe ser juzgado –entre otros aspectos– de acuerdo a su naturaleza de escuela de formación de músicos, su capacidad para atraer audiencias no convencionales, su reconocimiento nacional e internacional y su alcance social (aspecto éste último clave en una época en que prácticas culturales consideradas como elitescas deben justificar su existencia y la erogación estatal y empresarial en ellas). La Scala de Milán, un emporio operístico de talla mundial, justifica que Italia la sostenga porque es parte de la identidad de ese país de cara al mundo y porque atrae a numerosos melómanos que sirven para dinamizar la economía, lo cual es positivo para la prosperidad económica y el empleo. A Verdi y a Puccini les hubiera dado un infarto semejante razonamiento propio de burócratas estatales y expertos en políticas culturales que conocen mucho de política y poco de cultura, pero lo importante es que La Scala mantiene una excelente salud y nos deleita con lo mejor del canto mundial.
Abreu legitimó al sistema con razones análogas pero en versión “tercermundo”: ha sacado a montones de niños y jóvenes de la droga, el hampa y la pobreza. La verdad es que no conocemos a ciencia cierta el impacto de la formación ofrecida a los sectores populares desde el punto de vista de esta labor de ingeniería social. No dudo que haya jóvenes “salvados” sino de la magnitud del resultado. Tampoco debe obviarse la amplia representación de sectores de clase media (cuando todavía existía clase media en Venezuela) lo cual no es por cierto un defecto. De cara al futuro, evaluar es fundamental. El propio sistema debería presentar los estudios y cifras pero no lo hace con la sistematicidad y claridad necesarias, con auditorías independientes que justifiquen los recursos económicos concedidos desde esta perspectiva de “ingeniería social”. Valdría la pena estudiar los resultados en algunos de los setenta países que han replicado el modelo, en vista de nuestras falencias al respecto.
¿La disciplina musical, el trabajo en equipo, la formación cultural que implica, es positiva para niños y jóvenes? Pienso que sí pero hay que ir más lejos a la hora de plantear la música desde este punto de vista. La gratitud con el sistema de destacados músicos tanto clásicos como tradicionales y populares así como la fundación de instituciones de su tipo en otros países, hablan a su favor. Ahora bien, la música clásica ha sido central en mi vida pero no puedo afirmar que “salve” a nadie por sí misma porque tal cosa no es posible de probar más allá de casos particulares: ¿escuchar a Beethoven redime a un malandro? ¿La sinfonía Pastoral sana a los drogadictos? Nada de esto tiene una base científica y Abreu al insistir en este punto abrió una interrogante incómoda de la que hablaré después: ¿fue la forma de poner al poder político a su favor? Habría que agregar que la izquierda académica ve con sospecha el “eurocentrismo” del sistema, que promociona la música “occidental” como si fuese superior a las músicas locales y tuviese virtudes mágicas. Coincide con la izquierda vernácula chavista, resentida porque el sistema absorbe los recursos que deberían entregarse a lo popular y tradicional venezolano. Estos razonamientos no son de mi interés pero hay que ponerlos sobre la mesa.
Pienso que la música clásica es una extraordinaria escuela para aprender a ser intérprete, docente y compositor (en cualquier tipo de música), una forma de educación de la sensibilidad que amplía nuestra relación con el sonido y otras manifestaciones estéticas y una posibilidad infinita de emocionalidad e inventiva. Es decir, es cultura en el sentido más pleno del término y debería tener importancia por sí misma, no porque “salva” a nadie. Además, insistir en su carácter redentor da pie a que los enemigos del sistema lo impugnen con un razonamiento lapidario: es preferible invertir ese dinero en escuelas y liceos afincados en los sectores más pobres y elevar los niveles de escolaridad formal.Si de “salvar” se trata, este razonamiento es impecable; si de potenciar las referencias culturales, las habilidades artísticas y la inteligencia se trata, el sistema debe seguir.
Respecto al punto pedagógico, el sistema ha formado muchos músicos excelentes que han sido solistas o instrumentistas de jazz, salsa, rock, música popular, clásica y tradicional. Tiene, además, buenos ensambles y orquestas. No manejo la cifra de cuántos músicos de sus filas hacen carrera dentro y fuera de Venezuela o cuántos se dedican a la enseñanza o a la investigación. En definitiva, una política cultural debería interesarse en la calidad y no solo en la cantidad de destinatarios de la enseñanza. ¿Se trata de una escuela exitosa como modelo o una pedagogía conservadora y autoritaria? Me consta que el repertorio clásico de cara al país es reducido, más inclinado a la emocionalidad primaria que a formar profesionales y audiencias enterados de la variedad enorme de la música nacional e internacional. No cabe duda que la profesionalización estimula la calidad –y el sistema lo ha logrado– pero las limitantes se dejan ver. Una de ellas sin duda es la del repertorio pero la otra es la relativa a la investigación musical y el horizonte de referencias culturales de los alumnos: ¿tocan los niños y jóvenes a Mozart sin saber quién fue y qué significó? Abreu siempre se inclinó por la emoción como pedagogía pero no cabe duda que se necesita mucho más que emoción para ser un músico de nivel. Podría decirse que había dos Abreu: el maestro de Dudamel y el maestro de niños desconocidos que tocaban desafinadamente en iglesias y escuelas.
Por último: ¿se han ampliado las audiencias de la música clásica en Venezuela? Las mediciones hechas por el propio gobierno venezolano no reflejan esa ampliación, aunque sin duda el sistema es la política cultural más conocida por todos los sectores sociales, lo cual es un punto a su favor. La literatura, la danza o las artes visuales no cuentan con tal reconocimiento. Mucho menos con el internacional que incluye desde primerísima figuras del mundo clásico hasta organismos como UNESCO. En este sentido, el sistema funciona como La Scala en Italia: es una cara de Venezuela en el exterior, además de un modelo replicable más allá de la gestión extremadamente personalista de José Antonio Abreu.
El balance a mi juicio da más luces que sombras; el sistema puede auditarse, mejorarse y abrirse al escrutinio público cuando se instaure la democracia en Venezuela (pueden pasar años antes de que esto ocurra). Ha sido un error que sus cabezas visibles se comporten como las iglesias que no contestan a las críticas. El silencio ante el libro El Sistema: Orchestrating Venezuela’s Youth, del musicólogo inglés Geoffrey Baker, fue equivocado: ¿se callan el acoso sexual, la pedofilia o el abuso para defender la institución? ¿Solo quien se prosternaba ante el maestro podía avanzar como músico? ¿Toda crítica se consideraba perniciosa? ¿Los métodos de enseñanza son anacrónicos y autoritarios? El sistema debe preservarse a futuro, sobre todo en un país donde llevarse por delante lo que sea por simple espíritu de venganza o de crítica irracional es tan usual. Es una institución venezolana que por cierto tiene 43 años, más del doble que la revolución bolivariana. Si sobrevive a su creador, porque puede ser que se venga abajo, hay que simultáneamente abrirla al escrutinio y protegerla. Además, el gobierno de Nicolás Maduro –quien ordenó hacerle un funeral a Abreu acorde a su rango de “salvador de la patria” en la Casa de Acción Social por la Música– es paradójicamente el gran enemigo de esta institución musical para jóvenes y niños: sus políticas ruinosas la están desintegrando.
Sí, hay que mantener el sistema: ¿pero qué pasa con Abreu?
Un hombre con semejante genio constructor hubiera merecido otro final, pero quien se confía en un estado con instituciones tan débiles como el venezolano corre un riesgo que Abreu no pudo sortear: cedió ante un gobierno autoritario, que degeneró después de 2013 en tiranía, por mantener en pie su creación. Obtuvo el apoyo de la revolución bolivariana, cuyo populismo sentimental vibraba con las plazas de toros y los grandes teatros llenos de niños y jóvenes, cantando o tocando en medio de masas entusiastas que deliraban al oír un joropo –estupendo ritmo tradicional venezolano– en versión orquestal. Chávez moría de emoción y soltó una millonada en tiempos de altos precios petroleros; Maduro se dio el lujo de dirigir una orquesta, fue fotografiado y esta imagen aparece en la página web de la Fundación de Orquestas y Coros Infantiles y Juveniles. Abreu permitió la instrumentación política del sistema por la revolución que ha destruido a Venezuela. Hubiera podido oponerse y hasta ser destituido pero prefirió callar y seguir al frente.
¿El cuerpo enfermo de Abreu impidió que se enterara de lo que ha ocurrido en el país en los últimos años? ¿Supo que impidieron a su hijo dilecto, Gustavo Dudamel, dirigir la orquesta Simón Bolívar por no coincidir con la violencia gubernamental? ¿Le habrán contado la diáspora de los músicos? ¿Las penalidades de esa niñez y juventud de sus desvelos bajo el gobierno de Nicolás Maduro? ¿Murió en la paz de la inconsciencia? Era un hombre extremadamente católico por lo que cuentan. Un templario, no cabe duda, pero en el mundo no hay justicia ni dios, solo algunos hombres y mujeres que bregan para que haya un poco más de razón, certezas y valentía. Tal vez Abreu no tuvo más remedio que actuar como lo hizo pero se abre entonces la interrogante sobre si valió la pena: la diáspora actual de los integrantes y la falta de dinero para sostener la institución indican tal vez que el precio fue demasiado alto.
Al sistema hay que mantenerlo pero a Abreu es preciso despojarlo de su traje de divinidad: fue un genio constructor cuya ceguera y debilidad hirieron de gravedad a su obra y a sus destinatarios en su propio país. La grandeza y bajeza de Abreu han sido extremas, dignas de las personalidades como la suya, imposibles de someter a la simplicidad de las buenas almas que insisten en verlo como un ángel –la cursilería abunda entre sus exaltadores– o al juicio sin matices de aquellos que serían tan venezolanamente felices con que el sistema se viniera abajo para sustituirlo por aire. La mejor manera de reconocer su obra –construida con los recursos de todos los venezolanos– es preservarla. Nuestro deber es proteger el sistema sin dejar de reconocer el rol que jugó la extraordinaria estatura gerencial y la visión de Abreu. El culto al santo varón está de más.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: April 8, 2018 at 8:21 pm
“Que yo conozca, no existen investigaciones capaces de sustentar estas acusaciones pero… “, acá si se confiesa la maldad y perversión del escriba