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“Alfonso Reyes y el mundo indígena”, de Patrick Johansson K.
COLUMN/COLUMNA

“Alfonso Reyes y el mundo indígena”, de Patrick Johansson K.

Adolfo Castañón

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“Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenque y Utatlán, en el indio legendario, y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman.”

Rubén Darío, Prólogo a Prosas profanas, 1896.

 

Cuando Patrick Johansson me invitó a escribir el prólogo para su libro sobre Alfonso Reyes y el mundo indígena, no dudé en aceptar la honrosa encomienda. No me esperaba que la obra fuese tan amplia y abarcadora y que, de hecho, nos revelase a Alfonso Reyes y a su sensibilidad hacia lo indígena a fuerza de asedios precisos. El libro resultó ser una “lección” antológica en el sentido más fuerte de la palabra. Me hizo pensar muchas cosas, no sólo de Reyes, ni del pasado indígena, sino del entorno del México contemporáneo.

Estamos acostumbrados a ver en las calles de la Ciudad de México a indígenas pobres que “semaforean” entre los autos, vestidos con un calzón de manta, tocados por un frágil penacho y blandiendo un tambor y una flauta, a veces con cascabeles en los tobillos. Cuando los veo, pienso en los “dioses en el destierro” evocados por Heinrich Heine y compruebo que no son una realidad subterránea ni unos emisarios del pasado, sino seres vivos que se ganan el pan o la tortilla paseando por las calles los vestigios de su identidad heredada. La misma sensación de malestar viene a mí cuando, al salir de un banco o un centro comercial, veo a una indígena con su hija vendiendo muñecas de trapo.

Esa experiencia la compensan la conciencia de que hay en la ciudad, en particular en el Zócalo, otros personajes que a veces son indígenas y a veces no, que ofrecen sahumerios a los paseantes y a los turistas, ataviados pintorescamente como supuestos danzantes y chamanes, y de que en espacios como el Museo de Antropología o el Templo Mayor los visitantes pueden bañarse en la luz del pasado que, díganlo si no los antropólogos y etnólogos, está más presente de lo que parecería. La cascada de pensamientos y asociaciones resulta interminable, como los túneles y galerías subterráneas que recorren el subsuelo de la antigua ciudad mexicana.

Entre Alfonso Reyes y el mundo indígena, entre Patrick Johansson y el que esto escribe, hay cadenas y eslabones del conocimiento que apenas ayer se llamaron Miguel Léon-Portilla y Alfredo López Austin, anteayer Ángel María Garibay y Cecilio Robelo, y que hoy mismo llevan los nombres de Eduardo Matos, Ascensión Hernández Triviño, Leonardo López Luján, Rodrigo Martínez Baracs, Natalio Hernández y el propio Johansson. A esas líneas de continuidad las llamo tradición y gracias a ellas y al cortejo de estudiosos nacionales y extranjeros que las sostienen, se debe la fuerza e intensidad de letras y de urdimbres textuales, como las de Alfonso Reyes, que a su vez son portadoras de la luz milenaria de la poesía indígena prehispánica a través de composiciones como la fulgurante Visión de Anáhuac.

Estudioso de la cultura náhuatl, discípulo de Miguel León-Portilla y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2010, presenta en Alfonso Reyes y el mundo indígena un haz de ensayos y asedios que comentan e interrogan los textos más relevantes que sobre el mundo indígena escribió el autor de Ifigenia cruel y que, si bien, como él mismo señala, ocupan un lugar relativamente modesto en su monumental obra, contribuyen a afianzar y cimentar en términos éticos y filológicos la solidez de su proyecto.

El caleidoscopio que arma Johansson explaya Visión de Anáhuac, Moctezuma y la Eneida mexicana, el texto inicial de Letras de Nueva España, titulado “Poesía indígena”, los poemas “Hora de Anáhuac” y “Yerbas del Tarahumara”, sin dejar de aludir a otras urdimbres como “Silueta del indio Jesús” y “El testimonio de Juan Peña”.

Patrick Johansson hace ver hasta qué punto la sensibilidad indígena se despliega como un río subterráneo a lo largo y ancho de la obra de Reyes. No se contenta con hacer el comentario superficial de los textos: ahonda en su raigambre. Si Reyes cita el Ninoyolnonotza –diálogos con mi corazón–, primera parte del poema conservado en el documento conocido como Cantares mexicanos, hace una arqueología textual que va de José María Vigil a José Fernando Ramírez y compara la traducción que hacen Vigil y León-Portilla de ese mismo texto (p. 113-115). Resulta de ahí una visión por demás refrescante en un doble sentido: a la vez que renueva la comprensión del cantar náhuatl original hace ver hasta qué punto el autor de Cartones de Madrid acierta con su interpretación gracias a su certera visión poética.

La poesía, según la cita de Rubén Darío que va como epígrafe a estas “Páginas liminares”, está unida a la conciencia de “la raza de ayer”. El juego o contrapunto entre la presencia viva del indígena, la conciencia de “la raza de ayer” y la de las formas y modos en que se ha conservado y codificado a lo largo de la historia, son uno de los valores más firmes de la obra de Alfonso Reyes, cuyo eje y caudal gira en torno a la construcción llamada Visión de Anáhuac. Johansson ha sabido poner en el centro de su construcción este poema-ensayo interrelacionándolo con los demás textos alfonsinos sobre el tema.

La portada presenta un dibujo que aparece en las obras completas de Alfonso Reyes (t. XXI, p. 452) en que se representa a un “tlahotani” rey o sacerdote coronado que contempla una estrella y a cuyos pies prospera un nopal. La imagen subraya el vínculo entre poder sagrado y astronomía en el mundo indigena. La imagen se encuentra ilustrando el ensayo de Reyes “Moctezuma y la Eneida Mexicana”, un texto que debe leerse a contraluz o en filigrana con Visión de Anáhuac. Los escritos de Alfonso Reyes sobre la cultura indígena mexicana, en particular Visión de Anáhuac estaban ciertamente guiados por intuiciones certeras desde la perspectiva literaria, pero, como apunta Patrick Johansson, todavía estaban teñidos por el claroscuro de las traducciones indirectas. El gran mérito del libro de Johansson es poner de relieve el lugar central de la traducción en la configuración de la identidad nacional. En ese sentido, la figura de Miguel León-Portilla que trajo a la conciencia nacional el pensamiento filosófico náhuatl apoyado en las fuentes mismas de ese pensamiento y les devolvió la voz y la palabra, cabría ser comparada, como hace Johansson, con la de un “Aladino” capaz de abrir las compuertas cerradas gracias a un conocimiento directo de esas fuentes. Cabría decir que el ángel de la guarda de ese Aladino es, precisamente, Patrick Johansson.

Discípulo de León-Portilla y lector de Alfonso Reyes, Patrick Johansson logra desprender de su “sudario” textual a los textos indígenas embalsamados o cristalizados en la obra de Reyes y darles nueva vida. No se puede ocultar la resonancia evangélica de esta voz que recuerda cómo José de Arimatea cubrió el cuerpo de Cristo cuando lo bajó de la cruz. Esa reminiscencia abre las puertas de la asociación entre el mundo sagrado y el mundo profano. En esta operación de transfiguración practicada por Johansson salen beneficiadas tanto la tradición literaria indígena como la obra de Reyes.

No es posible agotar la cantera de sugerencias que hace Patrick Johansson en este libro acerca de Alfonso Reyes y el mundo indígena. Por ejemplo, verá el lector cómo el comentarista coteja el Códice Florentino y los textos de Sahagún con el original náhuatl y expone de ahí una versión novedosa y fresca de la entrada de los españoles a caballo a la ciudad de Tenochtitlán. Esta operación enmarca con una inusitada fuerza la lectura que hace Patrick de Visión de Anáhuac.

En la “Introducción a la poesía indígena” que aparece en Letras de Nueva España en el tomo XII de las Obras completas, aparece una frase que Johansson cita algunas veces a lo largo del libro: “La antigua poesía indígena, aunque a veces retocada y otras en tradición indirecta, aunque literatura interrumpida como hecho general y social, y amortajado ya su cuerpo en el sudario de las lenguas indígenas, se alza de la tumba, inspira de lejos nuestra imaginación”. Esta imagen del “sudario de las lenguas indígenas” da al pensamiento de Reyes una “humedad poética” que le permite hacer presente la “fuerza mitológica” de las subyacentes metáforas.

El tema de la marginación del indio corre paralelo al de la marginación de la arqueología necesaria para desenterrarlo de su yacimiento. Esa misión arqueológica que tan bien ha comprendido Johansson no sólo se cumple hacia el pasado en la reconstrucción de las transmisiones textuales sino también hacia el futuro y el presente porvenir.

Ahora bien, hay un problema de índole metodológica. La “raza de ayer” en un país como México, donde una gran parte de la población es heredera viva de ella o se siente identificada con ella, no lo es del todo o no lo es tanto: más bien podría pensarse que es la “raza del hoy negado”. Tal es el motivo de que espacios como los mencionados Museo de Antropología o el Templo Mayor no sean ni puedan ser vistos ni visitados como “museos”, sino también vividos y soñados como ámbitos de una cultura a medias viva, espacios a medias profanos donde una ritualidad se hace palpable a la vuelta de la esquina, por ejemplo, en las danzas prehispánicas recreadas por los danzantes vivos o en los giros de los voladores de Papantla. Todo esto que en apariencia no influye en el ámbito poético y literario, sí lo hace. El mérito enorme de Alfonso Reyes es haberlo visto y reconocido, al igual que Miguel León-Portilla y que el propio Patrick Johansson, estudioso de las tradiciones antiguas y conocedor de los gimnasios conceptuales contemporáneos en el ámbito lingüístico. El libro de Patrick Johansson no solamente abre el compás de la crítica literaria y de la filología, actualiza la discusión de lo “indígena” y de la raza o cultura de ayer desde un punto de vista antropológico y aun etnológico…

Alfonso Reyes y el mundo indígena debe leerse como la antología comentada más inclusiva disponible sobre el tema. Es, para decirlo con la voz inglesa, un reader que permite al lector adentrarse tanto en los meandros filológicos de la cultura mexicana como en la obra del propio Reyes que, gracias a esta arquitectura, recupera su unidad orgánica en lo que hace al tema indígena. En el capítulo “La raza de ayer”, Johansson evoca el contacto del niño que fue Reyes con los aborígenes fronterizos, en su mayoría nómadas, como apaches y chichimecas, tarahumaras, portadores de una mentalidad arcaica disruptiva de la cristiana impuesta por los colonizadores. En su poema Yerbas del tarahumara Reyes es muy sensible a la superficialidad de la aculturación y la evangelización:

Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
–esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.

Beben tesgüino de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores (t. X, pp. 121-122).

Reyes sabía bien hasta qué punto la ambigüedad campeaba en la porosa conversión y hasta qué punto en la “raza del ayer” se disimulaba el sol de una “larga borrachera metafísica”. De hecho, no sé si cabría decir que uno de los caracteres distintivos de la sensibilidad indígena es su propensión a la ebriedad y aún a cierta teatralidad.

Es cierto que Reyes no tuvo contacto cercano y directo con la población indígena, más allá de los relatos que le hacía su padre y que las experiencias que tuvo con ella se dieron más tarde en la ciudad de México. Una de ellas la tuvo cuando “estudiaba entonces el segundo año de Leyes”, hacia 1909 (t. XXIII, p. 149).

Esa teatralidad se despliega en los personajes indígenas del “Testimonio de Juan Peña”, escrito en Madrid en 1923 y donde se narra un episodio relacionado con la disputa de la tierra en Topilejo. Una india descalza pero taimada acudió a la Escuela de Jurisprudencia en un caso de supuesto despojo. Ahí el lector puede palpar hasta qué punto el ir y venir entre el “México de ayer” y el “México de hoy” se da en un espacio fluido de fronteras no siempre tangibles… nos da una visión del indígena tal y como se le podía percibir a principios del siglo XX. Entre “El testimonio de Juan Peña” y la “Silueta del indio Jesús” se establecen vasos comunicantes de la raza de ayer con sus herederos actuales. El indio Juan Peña resulta un verdadero actor de su condición indígena. Otra consideración que se desprende de la lectura de “El testimonio de Juan Peña” es el de la continuidad que se da en la sensibilidad de Reyes entre la experiencia del paisaje y el vislumbre de la sensibilidad indígena (Alfonso Reyes, Obras completas, t. XXIII, pp. 154-156).

El libro de Patrick Johansson prueba que, para acceder a un conocimiento integral del cosmos indígena en relación con un autor como Alfonso Reyes, fuerza es estar comprometido con una idea amplia de lo que significan las armonías y contrapuntos de la historia cultural y con la filología en el sentido más poderoso de la palabra. El subtítulo del libro no es gratuito.

En el trasfondo, entre bambalinas y en el subsuelo de esta obra, están en juego los temas de la traducción y del mestizaje. De la traducción como mestizaje en la raíz de la cultura mexicana. De ahí que, además de cumplir el cometido anunciado en su título, la obra de Johansson se pueda considerar como una guía para reconstruir las formas y modos en que se fue fraguando la cultura y la civilización mexicana después de la Conquista. Reyes siguió deshilando el “sudario” de la lengua náhuatl y entretejiéndolo con el lienzo del nuevo idioma que recibieron los indígenas. Por ejemplo, Reyes, citado por Johansson sostiene:

Entre las corrientes literarias que empiezan a adquirir caudal, la primera es de acarreo indígena, aunque gradualmente configurado al cauce español. El usar la lengua del país será recurso del teatro primitivo; en siglo ulteriores se prolonga como mera afición. Antes de mediar el siglo XVI, don Francisco Plácido, señor de Azcapotzalco, entona sus cánticos guadalupanos antes de cerrar la centuria, los poemas en náhuatl alternan con lenguas clásicas. (AR, “La hispanización”, t. XII, p. 304)

 

Adolfo Castañón es poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Xavier Villaurrutia 2008, Premio Alfonso Reyes 2018 y Premio Nacional de Artes y Literatura 2020. Creador Emérito perteneciente al SNCA. Twitter: @avecesprosa

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Posted: November 12, 2024 at 11:44 pm

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