American Sniper, un filme de muchas complicidades
Naief Yehya
Durante casi tres lustros la industria hollywoodense se la pasó asegurando que nadie quería ver películas sobre la guerra contra el terror. Prácticamente todas las películas que trataban acerca de las campañas bélicas en Irak y Afganistán, fracasaban en la taquilla. Tal fue el caso de Green Zone (2010), de Paul Greengrass, Redacted (2007), de Brian de Palma y Lions for Lambs (2007), de Robert Redford, por sólo mencionar algunas de las más conocidas. El panorama cambió relativamente con dos filmes de Kathryn Bigelow, The Hurt Locker (2008) y la controvertida Zero Dark Thirty (2012). Ambas obtuvieron el reconocimiento de la Academia y fueron nominadas para los principales Óscares. La primera ganó el premio a la mejor película (y es la cinta menos taquillera de la historia que ha recibido este premio), director (la primera vez que una mujer recibía este premio), guión, edición y mezcla de sonido. La segunda, a pesar de recibir cinco nominaciones al Oscar, tan sólo ganó por la mejor edición de sonido. Aparentemente, tras la euforia inicial, la mayoría de los críticos y jurados reconsideraron su postura y prefirieron no legitimar con su voto a una cinta que distorsionaba la realidad al justificar el uso de la tortura y sugerir, erróneamente, que fue por esos procedimientos que Bin Laden fue localizado. No mencionamos aquí el impacto que tuvieron estas cintas en el extranjero ni en el circuito de festivales internacionales ya que lo que nos interesa aquí es la percepción doméstica de estos filmes.
La cinta American Sniper, del veterano Clint Eastwood, vino a cambiar aparentemente el panorama del filme bélico contemporáneo, al recaudar 100 millones de dólares en la semana de su estreno y obtener seis nominaciones al Oscar. Pero sobre todo la cinta vino a poner en evidencia la idea de que “la nación ya estaba lista para una película sobre la guerra de Irak”, como afirmaron varios comentadores. Esto realmente quiere decir que la maquinaria hollywoodense está lista para convertir y explotar la catástrofe de otra guerra estadounidense de agresión fracasada en una nueva oportunidad para contar historias lacrimógenas de sacrificio patriotero, en donde las víctimas son los soldados estadounidenses y los pueblos invadidos sirven tan sólo para proveer villanos y decoración exótica. Así como la guerra de Vietnam fue transformada en pretexto para hablar de la angustia de los veteranos y la incomprensión que sufrían al regresar a su país, ya es tiempo de mostrar a los excombatientes de las guerras de Bush y Obama como sujetos torturados por haber cumplido con su deber. La diferencia importante es que en las guerras a partir de 1973 los soldados eligieron enlistarse por su voluntad y no fueron reclutados por la fuerza. Es claro que el filme de Eastwood, a sus 84 años, va a abrir las puertas a una cascada de lamentos al respecto del costo del “White man’s burden” al que se refirió Kipling en 1899.
American Sniper está basada en la autobiografía de Chris Kyle, un ex infante de marina considerado el francotirador más letal de la historia de los EUA, con 160 asesinatos confirmados (y 255 probables). Kyle era llamado entre sus compañeros de armas “la leyenda” y lo consideraban una especie de ángel guardián de las tropas. El guión de Jason Hall es un ejercicio de buenas intenciones, en donde hace, entre otras cosas, un esfuerzo prodigioso por mostrar a Kyle como un ser humano generoso, capaz de sentir remordimiento, algo totalmente ajeno a su personalidad. Y si bien el filme comienza con el héroe matando desde la distancia a un niño y a una mujer que intentan lanzar una granada contra tropas estadounidenses, a plena luz del día y sin protección alguna (un pasaje censurado por el Pentágono en el libro que Kyle le contó a Hall), se eliminan en cambio afirmaciones escandalosas, como que fue enviado, nada menos que por la ahora desaparecida empresa de mercenarios Blackwater, a Nueva Orleans, después del huracán Katrina, para cazar saqueadores desde el techo del Superdome y que mató a unas 30 personas (no existe prueba alguna de que esto haya ocurrido en realidad) o que lo único que lamentaba era no haber matado a más gente que llevara el Corán en la mano.
Eastwood y Hall intentan hacer creer que debajo de la dura coraza del francotirador hay un corazón de oro; para eso lo muestran bebiendo solo, hundido en la tristeza a su regreso de uno de sus cuatro turnos de servicio, incapaz de volver a casa y enfrentarse con su familia; en otra escena su esposa le dice que aunque esté con ella y su hijo, en realidad está ausente (una queja tan común en el mundo marital que en realidad es irrelevante), y la escena más sobrecargada y evidente es aquella en que mira intensamente una televisión apagada, mientras que la pista sonora nos señala que su cabeza es una zona de combate. Kyle es una víctima más de la adicción a la guerra de la que habla el ex corresponsal del New York Times, Chris Hedges, y que define como “esa fuerza que nos da sentido” y hace imposible a muchos combatientes y reporteros de guerra regresar a la vida común, vivir sin la incesante pulsión de la adrenalina. Pero no olvidemos que antes de su misión militar Kyle también se ausentaba de su anterior pareja por largas temporadas para ir a competir de rodeo en rodeo. Lo cual hace pensar que lo que en realidad adoraba eran los entretenimientos violentos y peligrosos, así como la compañía de los colegas. En cualquier caso, Kyle cree compulsiva y patológicamente en su compromiso y es incapaz de permitir cualquier ambigüedad o reconocer debilidad alguna. Cuando finalmente reconoce padecer del trastorno de estrés postraumático no lo adjudica a haber arrebatado cientos de vidas sino a que no pudo salvar a más de sus compañeros.
El hecho de que Eastwood haya comenzado su cinta precisamente con la escena del niño y la mujer es muestra evidente de su intención de hacer un filme provocador, de incomodar al espectador al confrontarlo con la naturaleza verdadera de la guerra. Quizás no es una cinta para pensar pero sí para tener una reacción visceral. Lamentablemente, para la mayoría del público el factor entretenimiento termina conquistando el malestar y la aventura militar, contada en escenas de combate notablemente bien ejecutadas (a fin de cuentas Eastwood es un maestro incontestable), se convierte en una montaña rusa emocional que, en el peor de los casos, se consume como si tratara de una carnicería de enemigos caricaturescos al estilo del juego de video Call of Duty. Kyle escribe en sus memorias que el enemigo en Irak es el mal, “es por eso que mucha gente, incluyéndome a mí, llamamos al enemigo salvajes”… Tan sólo me hubiera gustado matar a más de ellos”.
American Sniper es una cinta en busca de complicidades, la complicidad de un público que celebra cada vez que el héroe angustiado mata a alguien; la complicidad de fingir que creemos que Irak tuvo que ver con los ataques del 11 de septiembre, como se insinúa al mostrar a Kyle viendo las torres gemelas destruidas para situarlo poco después en Fallujah; la complicidad de pretender que la insurgencia iraquí era una fuerza del mal que ponía en riesgo a los Estados Unidos y no que era el resultado de la propia invasión estadounidense; y la complicidad de suponer que con matar a Mustafá, un francotirador iraquí que viste como pirata, la guerra terminaría y Estados Unidos vencería. Pero la mayor complicidad necesaria para que esta fábula con evocaciones de Ulises y Penélope funcione es la afirmación de Eastwood, el actor Bradley Cooper y Hall, de que esta no es una cinta política, sino el estudio de un personaje. De esa manera un episodio muy revelador de una de las guerras más largas de la historia estadounidense en la que un solo hombre es responsable de la atroz matanza de un par de centenares de personas, sin juicio ni procedimiento legal alguno, se reduce a una lucha del protagonista contra sus propios fantasmas. Aún si fuera cierto que este es un filme antibélico como proponen algunos, resulta aparatosamente inmoral ignorar el contexto: una nación destruida, cientos de miles de muertes y una política internacional estadounidense extraordinariamente agresiva basada en mentiras. Ningún filme honesto pretendería explicar la totalidad de una guerra, pero cada aproximación a un conflicto tiene ideología, fingir que no es así es simplemente tonto. Las complicidades mencionadas convierten este relato en un cuento de hadas, que así como The Imitation Game, del noruego Morten Tyldum (otra de las contendientes al Oscar de este año), distorsiona la realidad y eleva a su personaje para que funcione como un arquetipo sin complejidades.
No podemos pasar por alto que a pesar de su firme afiliación al partido Republicano y a ciertas causas conservadoras, Eastwood se ha manifestado en contra de la guerra en numerosas ocasiones. Incluso en aquel ridículo espectáculo que dio al hablarle a una silla en la convención republicana de 2012, le dijo al imaginario Obama: “Yo sé que tú estabas en contra de la guerra de Irak y eso está bien, pero pensaste que la guerra en Afganistán era necesaria. Creíste que era algo que valía la pena hacer. No checamos con los rusos para ver cómo les había ido a ellos en los 10 años que pasaron ahí ”. De hecho Eastwood hizo un filme realmente antibélico, Cartas desde Iwo Jima (2006), en donde intenta mostrar el sufrimiento que produce la guerra desde el punto de vista del enemigo. Uno se pregunta si no hubiera sido más atractivo para un cineasta como él mirar esta guerra desde la perspectiva del niño o la madre iraquíes que se sacrifican en un acto de heroísmo suicida al intentar atacar a las tropas estadounidenses al inicio del filme. Pero de hacer algo semejante hubiera antagonizado de manera irremediable a los sectores conservadores y militares que lo admiran como político (aunque difícilmente lo aprueben como artista).
En vez de explorar las complejidades de la guerra, la ambigüedad de las percepciones, la falsedad de las premisas que dieron lugar a las hostilidades y que provocaron que patriotas ingenuos como Kyle, un ranchero y cowboy de Odessa, Texas, entregaran su vida, Eastwood opta por contar la épica de un personaje sin conciencia y pocos atributos, aparte de una devoción enloquecida por la patria y un gran tino para dispararle a cosas vivas. El director de los Imperdonables regresa a su terreno más conocido y adopta el formato de un duelo de pistoleros con una resolución predecible y convencional. Kyle se enfrenta en esta historia a todo un pueblo de canallas, traidores y gente sin escrúpulos personificados por el Carnicero, un pintoresco militante que gusta de torturar y matar con un taladro y que es un subalterno de Abu Mussab al Zarkaui, presunto fundador de al Qaeda en Mesopotamia. Paradójicamente esta es la organización que pone en evidencia mejor que ninguna otra el efecto devastador de la guerra de invasión estadounidense y la radicalización fundamentalista que provocó. En una operación militar, Kyle da con una grotesca cámara de torturas, digna de las fantasías de un asesino serial, en la que hay un hombre colgado con cadenas y una variedad de pedazos de cuerpos humanos en un anaquel. Es una toma de partido siniestra que no se establezcan paralelos entre ese lugar macabro y las sesiones de tortura masiva, ampliamente documentadas, de Abu Ghreib y tantos otros sitios secretos que creó la CIA alrededor del mundo.
Kyle era un fanático obstinado en creer en la fantasía de que al matar iraquíes en su propia tierra impedía que fueran a matar inocentes en San Francisco o Nueva York. Y la relevancia de contar su historia, que aparte de su talento para matar a distancia, es anodina y superficial, es mostrarnos la guerra a través de sus ojos piadosos e implacables. Sin embargo, su honestidad y credibilidad son poco confiables, tanto por su gusto perverso (o en el mejor de los casos su insensibilidad) por matar, su desconocimiento de la compasión y de la empatía, así como por su propensión a mentir. En su libro aseguró que en una reunión de SEALs en 2006 le dio un puñetazo al ex marino, ex luchador y ex gobernador de Minnesota, Jesse Ventura, por ser antipatriota. A pesar de que todo mundo afirmaba que Ventura no podría ganar una demanda contra un héroe, lo demandó y ganó 1.8 millones de dólares al demostrar que eso nunca sucedió. En una entrevista con D Magazine, Kyle dijo que un par de hombres trataron de robarle el coche en 2007 en una carretera cerca de Dallas y que los mató a los dos. Kyle contó que le dio a la policía el número telefónico del Departamento de Defensa, y alguien ahí les exigió que lo dejaran ir, cosa que hicieron. Varios periodistas han tratado de demostrar la veracidad de esta historia y no han encontrado la menor evidencia.
Entre las muchas complicidades de American Sniper destacan omisiones de “detalles” de la historia de Kyle como su muerte. Una vez que Kyle se curó de su desorden post traumático, decidió ayudar a otros veteranos a reponerse de esa aflicción. Entre sus métodos para sanar esas heridas emocionales estaba llevarlos un campo de tiro a disparar armas automáticas. No es de extrañar que alguien que aseguró “La violencia sí es la solución para todos los problemas” optara por las armas como medicina. En una de esas ocasiones un veterano, Eddy Ray Routh, a quien intentaba ayudar con su “terapia” lo asesinó a él y a otra persona. Hall ha explicado que debido a la relación que estableció con Taya, la esposa, y los hijos de Kyle, no se atrevió a mostrar su muerte y el propio Eastwood estuvo de acuerdo con esa condición. Esto es grave ya que pone en evidencia el potencial tóxico de una cultura armamentista, la misma que envió y sigue enviando miles de tropas al Medio Oriente, en una serie de frentes de una guerra sin fin, con objetivos confusos, enemigos orwellianamente cambiantes y un gigantesco dispendio. A esta complicidad se añade lo declarado por Hall, quien para preparar su guión se hizo amigo de muchos SEALs, quienes lo solían amenazar diciéndole que más le valía contar bien la historia de su compañero o de lo contrario lo harían pagar caro.
Si lo que realmente intentó Eastwood fue emplear a Kyle como metáfora de la ceguera criminal y obsesiva de la guerra, el resultado está demasiado cercano al mito de la guerra, esa demencial obsesión con el orgullo de las armas, el culto de la muerte en combate y la peligrosa nostalgia por el sacrificio, asuntos que las autoridades manipulan con gracia cada vez que requieren de carne de cañón.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista en Literal y La Jornada Semanal.
Imágenes: Jonathan Olley/Columbia Pictures
Posted: February 13, 2015 at 11:48 am