Fiction
Arroz con leche

Arroz con leche

Diego Gómez Pickering

A Juana, el arroz con leche le sabe a España, a la que fue, la que dejó para nunca volver. En su espesor y sazón se concentran sus recuerdos y también su herencia.

“Greñuda”, “culona”, “fea”, “garrula”, “interesada”, “guapa”. Página a página, la revista del corazón muestra, a través de la letra de Juana, otra cara de los personajes que usualmente protagonizan sus páginas. La duquesa de Alba, la infanta Pilar, Carmen Martínez-Bordiú, Carolina de Mónaco o Diana de Gales resignificadas, en mayúscula y con una letra finamente manuscrita que, a pesar de los años, y los daños, no pierde filo ni agudeza. Lo amplio y variopinto de los motes es directamente proporcional al número de vestidos en distintos tonos de rojo que utilizan sus receptoras entre las noticias sobre la última boda o divorcio y los anuncios de marcas de aquel país que, aunque suyo, no podría serle más ajeno.

—María, sube ya, qué no has visto qué hora es. ¡Y que es domingo, María! ¡Anda, apúrate!

El olor a café tostado fue lo que la alertó. Seguramente ya son pasadas las siete de la mañana, se dijo olfateando fuertemente a través de esa delgada y puntiaguda nariz que corona un perfil clásico. La arrolladora belleza que fuera envidia de sus hermanas y de todo el Club España de Mazatlán al parecer sigue, con arrugas, fragilidades, senilidades y cicatrices de por medio, intacta. Juana coloca la revista que le sirve de inspiración y entretenimiento durante sus madrugadas insomnes sobre la mesita de noche y se arregla el pelo con un chongo. Lleva décadas despertándose por las noches, años levantándose de la cama incluso antes del amanecer. Lo suyo, bien a bien, nunca fue dormir a cabalidad. Aunque lo hubiera querido, siempre ha habido alguien o algo que se lo impide. Su madre, sus hermanas, el trabajo en la huerta, la guerra, la huida, el encierro en el campo de refugiados francés, el trasatlántico, el matrimonio arreglado, la violencia familiar, los hijos, la viudez, el olvido, siempre el olvido.

— ¡Joder, María! ¿Qué, estás sorda?

El café tostado le recuerda su llegada a México. Un aroma nuevo, rico, distinto, desconocido, arrebatador, que nada tenía que ver con los hedores a carbón y a estiércol, a pobreza endémica, de su pueblo asturiano natal. Lo penetrante de sus granos molidos, el hervido en la lumbre, el aromático líquido servido en un vaso de cristal alto y a tope de leche caliente, la transportan invariablemente a sus primeros días entre Veracruz, el Distrito Federal y Sinaloa. Una fragancia que, a la fecha, incluso después de tanto tiempo, sigue embriagándola, remitiéndole a la vida que fue, pero que ya no es.

—¡Maríaaaa! ¿Dóoooonde estáaaaas?

Su voz es ronca y seca, de pocas palabras, pero sonoras y directas. Una voz del norte, bañada por el Cantábrico, que ni el húmedo trópico mexicano ha logrado endulzar. Juana se levanta y con la ayuda del bastón se acerca hacia la puerta de la recámara. Méndiga muchacha, refunfuña la anciana chasqueando los dientes.

—¡Doña Juanita, buenos días! Usted siempre tan madrugadora. Mire, aquí le traigo sus medicinas, ya sabe que le toca el memorex, el donepezilo, la rivastigmina y las cápsulas de omega tres. Aquí le dejo un vasito de jugo de naranja, como le gusta, para que se las tome.

A la par de la enfermera entra en el cuarto una lastimosa luz neón que inunda la estancia con un blanco de apariencia amarillenta que todo lo que toca, afea. El vestido de polyester de Juana, remendado infinitas veces, en los codos, en el dobladillo, en las mangas y en el cuello, se ve doblemente viejo y cansado. La viuda, quien viste de negro desde hace medio siglo, se ve más pequeña, más jorobada, más débil y enjuta bajo esa blancuzca luz. Su piel, más pegada al hueso, y su cráneo, más prominente, parecen rasgar las articulaciones, los cachetes y la frente, dándole a Juana un aspecto cadavérico. El pequeño hórreo en madera que adorna su tocador adolece de una de sus patas y la muñeca vestida de asturiana sobre el sillón que mira a la ventana enseña en el rostro de porcelana innumerables cuarteaduras.

—¿Y mi café? –Irrumpe la vieja de estentórea voz la lúgubre escena.

—Doña Juanita, ¿cómo que su café? Si ya son dos años que lo tiene expresamente prohibido por el doctor Ramírez.

La enfermera sonríe con un gesto de infantil reproche mientras revisa las portadas de las revistas recién intervenidas con bolígrafo por la mujer mayor.

—Pues no lo recuerdo y lo que diga el tal doctor Ramírez me tiene sin cuidado. Yo quiero mi café porque, además de todo, es domingo.

Lleva mucho tiempo sin recordar o recordando disparmente, recordando sin querer y olvidando sin sentir. Juana tiene la memoria hecha una maraña de ideas, de imágenes, de recuerdos, de ausencias, de dolores, y de alegrías, las menos quizás. Tiene la memoria partida en pequeñas piezas de rompecabezas, regadas entre Villa Unión, La Franca, Perpiñán y el D.F., entre sus cariños pasados y antepasados, que de momentos le visitan en el presente.

—Sí, doña Juanita es domingo. Pero todavía es de mañana, falta mucho para la hora de comer. Mejor busque sus aretes de plata y su pulsera de Centenarios, deben estar junto a sus peinetas de carey. Arréglese, que tiene tiempo. Ahí la dejo con el rey Juan Carlos y con la Lady Di, para que le hagan compañía.

La enfermera sale del cuarto desgarbada, una mueca entre burlona y condescendiente pintada en el rostro. La mirada de Juana se clava en sus piernas zambas envueltas por medias blancas y coronadas por zapatillas a tono. Luego apunta con violencia hacia su cofia, justo antes de la que puerta de la habitación se cierre bruscamente tras de ella.

—Y tú qué sabes de nada. –Declara enfática la octogenaria mirándose al espejo.

Los domingos lo son todo en la vida de Juana. Es el día en el que de postre sirven arroz con leche. Es un arroz con leche industrial que las chicas de la cocina sacan de su envase de plástico y adornan con un poco de canela en polvo. Un arroz con leche que se sirve a temperatura de frigorífico, en un plato de loza despostillado y que no lleva pasas, pero que para Juana posee un sabor y una textura que trascienden, por mucho, su origen anodino. El arroz con leche era el que se preparaba en las fiestas del pueblo, su más dulce recuerdo de niña y prácticamente el único platillo que supo replicarle a la madre que le mataron a punta de pistola durante la Guerra Civil y que desde entonces yace en una cuneta. Su arroz con leche fue el que conquistó a su marido, según presumía a las amigas. El que le endulzaba los golpes. El mismo arroz con leche que preparaba a su primogénito cuando tras días de fiesta aparecía por casa ciego de borracho y llorando como un bebé. El que cocinaba a fuego lento y con dedicación en aquel cazo viejo que se quedó guardado en alguna de las repisas de la alacena de su casa de la colonia Narvarte. El mismo arroz con leche que encanta a sus nietos, quienes de pequeños lo pedían cada domingo cuando le iban a visitar, cuando aún vivía con su hijo menor en aquella casona de la playa rodeada de rosales multicolores y con aquel loro parlanchín como compañía, cuando preparaba también fabada el fin de semana y todavía salía sola al mercado. Cuando vivía, cuando aún vivía.

Hoy seguro que vienen, piensa, mientras sonríen sus delgados labios, enmarcando las arracadas decoradas con monedas de plata de ley que con dificultad se cuelga de los lóbulos.

A Juana, el arroz con leche le sabe a España, a la que fue, la que dejó para nunca volver. En su espesor y sazón se concentran sus recuerdos y también su herencia. Es un reclamo propio y para su prole. Un puente entre sus dos países, entre una vida y otra.

Cuando el reloj marca las dos en punto de la tarde, el cuidador encargado de servir los alimentos a los internos hace la escala acostumbrada en la habitación 2710. De manera mecánica deposita la bandeja de comida en el breve escritorio junto al sofá, guillotinando la cabeza de Cayetana Fitz James Stuart, cuyo cuerpo cercenado se deja ver en la parte de la revista que no tapa la charola.

—Buen provecho. –Dice escueto e indiferente, sin esperar respuesta. Es casi su hora de salida y apura el paso.

Juana no le oye. La verdad es que ya no puede, aunque quiera, oír a nadie. Yace inerte con los ojos cerrados sentada en el sillón. Vistiendo riguroso negro, el pelo recogido con peinetas, maquillada y enjoyada. Las manos entrelazadas sobre el regazo. Semeja una pintura. Una naturaleza muerta al lado del arroz con leche industrial que han dejado a su lado sobre la charola.

 

Diego Gómez Pickering (Ciudad de México, 1977). Cronista del periódico Reforma.  Durante los últimos dieciocho años ha colaborado en diferentes diarios y revistas, entre ellos Financial Times, The Washington Post, The Guardian, La Vanguardia, Excélsior y El Universal,  Letras LibresThe Huffington Post, Nexos, Proceso, Foreign Affairs y Gatopardo. Autor de la novela La foto del recuerdo (2006); de los libros de crónicas Los jueves en Nairobi (2010), Diario de Londres (2019) y La primavera de Damasco (2013), calificado por la crítica como uno de los mejores libros del año; y de la colección de cuentos Un mundo de historias (2017). Su libro más reciente es Cartas de Nueva York (2020). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al catalán, al swahili, al árabe y al ruso.

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Posted: March 22, 2023 at 9:08 pm

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