Fiction
Las batallas del pasado

Las batallas del pasado

Sergio MIssana

Primera escena. Un departamento en Brooklyn. En el verano de 1960, un joven de veintitantos años llega al departamento tras su jornada de trabajo en una empresa de seguros, alimenta a un gato, extrae del refrigerador un trozo de pizza envuelto en papel de aluminio y se lo come frío, destapa una cerveza. Las aspas del ventilador revuelven el calor espeso como una sopa. Pese al cansancio, se sienta ante el pequeño escritorio junto a una ventana, enciende un cigarrillo y relee lo que escribió la noche anterior. Las hojas tipeadas llenas de borrones y tachaduras se escalonan en una ruma alta, van conformando un objeto sólido, consistente, un ente imaginario que va ocupando su lugar en el mundo físico. Inserta una hoja en la vieja máquina de escribir Remington y alinea las esquinas. Comienza a teclear. El trabajo le resulta arduo durante los primeros minutos y pronto vuelve a fluir. La novela avanza bien. La sensación ha llegado a serle familiar: el esfuerzo para recobrar una suerte de flujo inexplicable, que se trasvasa de un día a otro, algo que ya no tiene que empujar sino esforzarse por seguirle el paso. El texto ha cobrado una extraña inercia propia. No se atrevería a confesárselo a nadie, ni siquiera a su novia o a su mejor amigo, ni siquiera a sí mismo, pero alberga grandes ambiciones para la extensa novela en la que trabaja desde hace más de un año. En una pausa, mientras destapa una segunda cerveza, se deja llevar por la fantasía. Imagina que un crítico lo compara con su ídolo, lo llama el nuevo Faulkner.

Exactamente al mismo tiempo, ya entrada la madrugada, una banda de rock and roll toca a todo volumen una canción de Eddie Cochran. La letra, pronunciada en un espeso acento regional, habla de un tipo que debe subir a pie veinte pisos para llegar al departamento de su novia porque el ascensor del edificio está descompuesto. Los cinco chicos ingleses, ataviados con pantalones y chaquetas de cuero negro, acometen el tema a una velocidad vertiginosa, como si más bien se abalanzaran escaleras abajo. No suenan muy bien. Todo lo contrario. El sistema de amplificación rudimentario no ayuda a las voces destempladas, ahogadas por las guitarras y la caja de la batería. El bar oscuro y estrecho, ubicado en un sótano a una cuadra larga de la Reeperbahn en Hamburgo, huele a tabaco, cerveza, orina y vómito. Los parroquianos apenas divisan a los músicos en una densa neblina de humo de tabaco. Uno que otro de los marineros y prostitutas dispersos entre las mesas se gira para prestar atención a los chicos de la banda que saltan y se desgañitan, despeinados, bañados en sudor, en la angosta tarima de madera. Más que sus dotes musicales, resulta difícil ignorar su entusiasmo, la cruda energía que derrochan por encima incluso del atronador volumen de la música. Una bailarina somnolienta espera su turno enfundada en una bata, apoyada en el umbral del acceso a bambalinas.

Segunda escena. 1976. El mismo departamento de Brooklyn. Los dieciséis años transcurridos han dejado su huella en todas las superficies: hay grietas en el piso de madera, el papel mural está descascarado y ha sido arrancado aquí y allá sin método aparente, en el mesón dilapidado de la pequeña cocina se equilibra una columna de platos sucios. Del muñón del ventilador cuelgan un par de cables retorcidos, sellados con cinta eléctrica. Las modestas habitaciones se han deteriorado a la par con el barrio, que se ha venido abajo junto con la ciudad entera. Un joven de veintitantos años llega al departamento tras su jornada de trabajo en una imprenta. Lo siguen tres amigos. Traen cervezas y pizza. Uno de ellos sostiene una guitarra eléctrica en un estuche. Destapan las cervezas, fuman. El dueño (arrendatario) del departamento se apoya contra el marco de la ventana. Un contenedor metálico de basura se vuelca en la esquina con gran estruendo. No alcanza a ver quién o qué lo pasó a llevar. Ensayan. Enchufan dos guitarras eléctricas, manteniendo los amplificadores a un volumen mínimo. El dueño de casa sigue la línea del bajo en una guitarra acústica. El baterista se palmotea el backbeat en los muslos. No es la manera ideal de ensayar, preocupados de no molestar a los vecinos con el ruido. La semana anterior uno llamó a la policía. Su lugar preferido es un garaje en Flatbush, que solo pueden ocupar día por medio. Se preparan para el concierto más importante de sus vidas, para el que solo faltan nueve días, como teloneros de teloneros de teloneros, en un club en el Bowery. Tocan el set entero. Veinte minutos. Les sale bastante bien, dentro de las circunstancias. Descansan. Comen pizza y destapan una nueva ronda de cervezas. Arrancan de nuevo. En una pausa entre canciones, el dueño de casa se deja llevar por la fantasía. No se atrevería a confesárselo a nadie, ni siquiera a sus compañeros de banda, pero alberga grandes ambiciones para esa tocata, que se le presenta como un umbral. Nada va a ser igual a partir de entonces, piensa. La vamos a romper más allá de toda medida. Vamos a ser los nuevos Beatles, piensa.

Exactamente al mismo tiempo, a media tarde, otro garaje, ubicado en Los Altos, California. Una mudanza. Tres amigos de veintitantos años instalan su empresa en el garaje de uno de ellos. Han acumulado cajas de plástico y de cartón, herramientas, una manguera enrollada y una máquina de cortar pasto en la rampa de concreto ante la puerta corredera para hacer espacio. Medio cegados por la resolana, perforan las paredes de madera con un taladro y fijan agarraderas metálicas para los tablones que harán las veces de escritorios y mesones de trabajo. Apenas instalados, desperdigan encima diversos insumos: un par de televisores, un teclado, cables, tocacasetes, placas, cinta eléctrica, destornilladores, una soldadora, libros y revistas. También un rollo de cable blanco que planean usar para traer el aparato telefónico desde la cocina. Esa tarea se va a postergar durante varios días hasta que uno de ellos, el dueño de casa, decida dejar el teléfono en la cocina para no perturbar el trabajo de los demás mientras se dedica, hora tras hora, día tras día, a hablar con potenciales inversionistas. La empresa que acaban de fundar aún no tiene nombre. La idea es diseñar y vender computadores personales. A finales de la tarde dan por completada la limpieza y mudanza, a pesar de que en el garaje parece imperar el mismo caos –sino peor– que antes de dar inicio a esa tarea. Uno de los tres se aleja en auto por Christ Drive en dirección a la calle Grant para comprar comida china. Los otros dos se sientan, exhaustos, levemente desalentados, en los mesones de la cocina.

Tercera escena. 2017. El mismo departamento de Brooklyn. Los muros divisorios han sido derribados para formar una suerte de loft de forma irregular, ocupado por muebles, mesones y sillas de diseño minimalista. Los antiguos pisos de madera han sido restaurados. Los muros han sido recientemente pintados color blanco invierno y los cielorrasos de blanco inmaculado, dejando las antiguas tuberías a la vista. El valor del departamento ha subido como la espuma junto con el barrio, lo mismo que gran parte de la ciudad. Cada centímetro cuadrado equivale a una pequeña fortuna. El diseño busca infundir una atmósfera estudiadamente informal, concebida para disimular –como si se tratara de un secreto a voces, algo que resultaría de mal gusto explicitar– que se trata de un lugar de trabajo. La fundadora y CEO de la empresa arenga a sus socios y empleados, que forman un semicírculo ante ella. Se esfuerza por mantener un tono neutro, tranquilo, pero todos absorben sus palabras con absoluta atención, sin asomo de ironía. La más joven de sus empleadas tiene veintiún años, nadie llega a la treintena. Los hombres visten zapatillas, jeans oscuros y poleras de distintos colores. Las mujeres llevan vestidos livianos, cortos, igual que ella, quizás demasiado livianos para el aire acondicionado. Nunca se había dado cuenta, hasta ahora, que ambos atuendos corresponden, pese a la diversidad cromática, a uniformes. Su breve discurso sale bien, con el ritmo y el efecto que había planeado. La domina una mezcla de euforia y ansiedad. Se ha echado una enorme responsabilidad sobre los hombros. En secreto se deja llevar por la fantasía. No se atrevería a confesárselo a nadie, ni siquiera a su pareja, pero alberga grandes ambiciones, ambiciones que desbordan su discurso al mismo tiempo autoparódico y megalómano, ambiciones que equivalen a una suerte de ensoñación: no se trata solo de romperla, transarse en bolsa, hacerse multimillonarios, sino de cambiar al mundo. Voy a ser la nueva Steve Jobs, piensa.

Exactamente al mismo tiempo…

 

Sergio Missana (1966) ha escrito más de una decena de libros. Además es periodista, académico, editor, guionista y activista medioambiental chileno. Es profesor de Literatura Latinoamericana en el Programa de la Universidad de Stanford en Santiago, Chile, y director para América Latina de la ONG ambientalista Climate Parliament. Su Twitter es @sergio_missana

 

 

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Posted: July 18, 2021 at 2:05 pm

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